Los viajes de largo aliento rompen el equilibrio emocional. Tomar un avión al exterior supone un conflicto. No tiene que ver con el miedo a volar; sino, más bien con cierta alteración íntima. Si se comparan las cortas distancias con las largas, resulta claro que la calidad de la ausencia es distinta. Los paisajes nuevos, con su encrespado exotismo, producen una modificación. Son estragos módicos, catástrofes en sordina. La toxicidad de las travesías es de liberación lenta. Erosionan de a poco. Cuentan con la complicidad del cerebro, que disimula los signos de la ausencia. Cuando suena la alarma, ya es tarde: el viaje, laborioso, se instaló en las ideas como un espacio negativo.
En el volumen 24 de Las redes humanas de William H. McNeill se cuenta que en 1414, Yung Lo, el último emperador de la dinastía Ming, decidió que China abriera los ojos al mundo. La Tierra era el lugar del asombro y del mito. Aprehender la vastedad del planeta implicaba desentrañar la naturaleza individual. Yung Lo, fervoroso lector de Confucio, consideraba el universo como un espejo del alma. Forzar el estupor era la única forma de autoconocimiento.
Uno de los primeros días de septiembre, convocó a Zheng He, un almirante eunuco. Era un hombre sin gestos, mudo, de mandíbula chica. No había persona en el mundo que supiera del mar más que él. Imaginaron la expedición. Estuvieron seis meses considerando el recorrido. Los mapas y sus caras terminaron siendo lo mismo. Una madrugada, acordaron que el destino sería el Golfo Pérsico y la costa africana. La flota se llamó La balsa de las estrellas. Contaba con sesenta y dos galeones. Cada uno tenía un porte siete veces mayor que las carabelas de Colón. Cien pequeños navíos de abastecimiento completaban la campaña. La tripulación superaba los 30.000 hombres. Según cuenta McNeill, Zheng He daba órdenes con golpes de vista. Los marinos estaban adiestrados para leerle los ojos.
El almirante eunuco hizo siete expediciones en total. Alcanzó las costas de Indonesia, Ceilán, India, el Golfo Pérsico, la Península Arábiga, el cuerno de África, Mozambique y se cree que pudo llegar a la costa oeste de Australia. En cada lugar, recogía animales exóticos, entregaba regalos en visitas oficiales y establecía vínculos de comercio. Sus viajes no tuvieron objetivos coloniales.
McNeill narra un episodio en el que el Yung Lo pierde el conocimiento al ver una jirafa que su oficial le había traído de obsequio. Según la historia, el emperador, no bien se restableció, cubrió de oro a Zheng He. Sin embargo, no todas fueron buenas para este marino. Cuando el emperador muere, la dinastía Ming modifica su mirada. Dejan de importar los viajes ultramarinos. La época se resquebraja: el oficio que justificaba a Zheng He se extingue. Hay tres versiones acerca de su final, la más verosímil asegura que el oficial se convirtió en un mendigo que deambulaba por el puerto. Su única actividad era mirar cómo se pudrían sus galeones. Fue el precio que tuvo que pagar por someterse a tanta ruta. Sus pensamientos, sensatos en el mar, no consiguieron acomodarse, después de semejante travesía, a la velocidad de la Tierra.