A Esteban Ostormujof
Mire, tipos para hacer de romanos o de judíos, sobraban. Eso nunca fue problema. A cualquiera de los vecinos del barrio nos ha tocado alguna vez ponernos la túnica y salir. Pero un Cristo que se bancara toda la obra, que sobresaliera, eso sí que era difícil. Y Miloni fue un buen Cristo. Fue el mejor. Miloni se la bancaba.
Sí, eso no lo niega nadie. Pero no todo es cuestión de bancársela. El Cristo tiene que ser parecido. Miloni era igual. Ahí empezó esta tragedia. Una desgracia como la que pasó acá no se arma en dos días, me entiende, se viene armando desde mucho tiempo atrás. Déjeme que le explique. Esto arranca en los primeros vía crucis, allá por los setenta. El tema es que el Jesús siempre era elegido medio a la fuerza. Digamos la verdad: al que estaba más flaco de los muchachos, le tocaba. Se dejaba la barba, le ponían una peluca y listo: a cargar la cruz.
Todos pusimos el hombro, pero con el tiempo se nos fue complicando. Nadie quería ser Cristo. La juventud (y lo digo sin rencor, ojo, que yo también hice de las mías y santos no hubo nunca) la juventud está en otra cosa, en el rock, la motoneta, la joda. No es fácil. Con esto no estoy disculpando lo que hizo Miloni. Son dos mangos aparte. Eso fue una barbaridad. Pero él, más allá de todo, fue un Jesús excepcional.
Es verdad lo que le dijo Di Marcio y le agrego más: el último vía crucis antes de que entrara Miloni fue un desastre. Yo estuve ahí. No hablo por hablar. Fui testigo. Usted conoce lo que es la Plaza Italia. Así media inclinada, casi a 45 grados, un viento terrible, huracanado, se volaba todo, en pleno marzo, con ese frío que hace ahí en el puerto. ¡Dios mío! ¡Esas noches! Se nos apagaban las velas, se nos desarmaban las carpas del mercado, un despelote. Pero eso no fue nada. A Jesús se le voló todo el pelo en la cruz.
En el momento más dramático, imagínese, se levantó un viento que le arrancó la peluca y se descubrió que era Grissi, el flaquito de la funeraria. Un papelón. En ese tiempo, me parece que le hablo del año 78 o 79, más o menos, la comisión se puso firme «hay encontrar un Jesús como la gente». Ahí apareció Miloni. Como un milagro, dicen algunos. Yo no opino.
Dante Darío Miloni, el ferretero que vivía a cinco cuadras de la plaza, tenía treinta años y estaba recién casado cuando una mañana soleada de febrero entraron dos viejos a su negocio. Miloni los reconoció: eran esos jubilados de la asociación de fomento que siempre se cruzaba en el barcito que está por 12 de Octubre. Los viejos venían a comprar unos clavos y, de pronto, mientras Miloni buscaba en un cajón, se empezaron a codear entre ellos. Y a éstos qué les pasa, se preguntó Miloni. ¿Me querrán pedir fiado? Lo único que me falta, con las deudas que tengo. Estos tanos se la gastan en Cinzano y vienen a amarretear acá…
Y justo, justo, cuando Miloni nos alcanzaba la bolsita con los clavos, entró su señora, una piba joven como él. Abrió la puerta (ellos vivían ahí mismo, en una casita al fondo) y no sé si es que yo estaba muy emocionado o qué, pero me pareció que cuando ella abrió la puerta un montón de luz lo rodeó a Miloni, así como una aureola.
-¡Jesús! –grité yo. No me pude aguantar. Se lo señalé a Pinino-. ¡Lo encontramos!
-Como dos gotas de agua –me dijo Pinino.
-¿Qué pasa? -preguntó Miloni y se nos acercó sosteniendo los clavos en las manos abiertas.
– ¡Señor! –gritamos los dos. Pasamos por atrás del mostrador y lo abrazamos.
Los clavos, testigos de ese encuentro, cayeron al piso. Los dos ancianos de ascendencia italiana le contaron, en elevado tono de voz y con abundancia de exclamaciones y gestos ampulosos, que estaban buscando un Cristo desde hacía tres meses, por todo el barrio puerto y sus alrededores, y ahora por fin lo encontraban, sos vos, no se puede negar, esa barba, esa melena. La mirada. ¡Es la mirada! Pensar, dijo uno de los dos, llamado por el mote de Pinino, que lo teníamos acá en el barrio y no nos habíamos dado cuenta. ¡Es un milagro!
Marina, la esposa de Miloni, se rio. Pero él permaneció serio, hosco, la vista perdida en el estante de los fuelles para inodoros. El Cristo. Qué locura era ésa. Estos viejos que están al pedo todo el día… Estaba orgulloso, claro, de tener un aire a Kempes, al Matador, que estaba de última moda en ese tiempo, pero nada más.
-¿Qué es esto de Jesús? -dijo-. Yo no soy actor y esas cosas no me gustan. Aparte, no hay que meterse con el de arriba.
Entre su mujer y los dos viejos lo convencieron de hacer una prueba. Un ensayo, nada más. Que probara. ¿Qué podía perder? Un poco de tiempo, nada más. Se juntaban en el salón de fiestas de la sociedad de fomento, a tres cuadras de la casa. Por calle Padre Dutto. Le queda cerca, Dante, le dijeron. Si no le gustaba o se sentía mal, se iba y listo.
Ahora que usted me pregunta le digo que fue algo raro porque Miloni (que no quería saber nada, pero terminó yendo) cuando se quedó casi desnudo, vestido únicamente con el manto que le había cosido la señora de Di Iorio, cuando le pusieron la corona de espinas, que era de mentira, claro, con los clavos que le habían comprado a él mismo (vea que casualidad, ¿no?) en ese momento, creo que Miloni sintió –de alguna manera- que era el Cristo. Vaya uno a saber qué le pasó por la mente. Es como que se transformó, se volvió otro. Los que estábamos ahí nos quedamos mudos. Era impactante. Yo recién volvía de la colimba y hacía de soldado romano. Le juro que me daba impresión tirarle los latigazos, tan parecido, tan flaco. Al mismo tiempo, entre los muchachos del elenco nos mirábamos como diciendo «este año la rompemos».
Y así fue. Ensayamos varias veces en el salón, se agregaron algunas mujeres, algunos extras para redondear las “Estaciones” y todo salía muy bien. Ya se había hecho una coreografía, algo así muy de entrecasa, imagínese que nosotros somos todos laburantes, no actores ni famosos. Había poco presupuesto, encima. Pero Miloni estuvo fenómeno, una actuación bárbara.
Yo doy fe que se tomó muy a pecho el tema. Se entusiasmó. Leía la Biblia por la calle. Él, que no pasaba del suplemento deportivo y que terminó la primaria a los ponchazos, se leyó no sé cuántas veces la Biblia. Y no era lo único que hacía. Se iba hasta la Iglesia de la Sagrada Familia a hablar con el cura y estudiar las imágenes. Los domingos iba a la Gruta con la mujer. Pobre, tan sufrida, ella dice que han gastado fortuna en las maquetas que hay ahí. En la ferretería, Miloni siempre estaba leyendo el Evangelio. Dicen que vio “Rey de Reyes” como cincuenta veces.
Ese primer vía crucis fue hermoso. La plaza Italia llena con todos los vecinos, vino el diario, la radio, un representante del intendente, un militar, el teniente Rondinara, no sé si se acuerda. Fotos por todos lados. Miloni salió en la tapa del diario. Se hizo muy conocido.
Todos le decían el Cristo. Uno iba por la calle y escuchaba: Che, voy al negocio del Cristo. Te espero en la esquina del Cristo. Lo usaban de mojón. Las mujeres lo saludaban, me acuerdo que la señora se ponía celosa. Él era medio picaflor, tenía sus cosas. Pero tampoco hay que andar chusmeando. No viene al caso.
La foto que descansa sobre la mesa de luz lo muestra rodeado de hombres y niños; sobre el margen derecho se ve al Obispo de la ciudad. Todos sonríen; la mano derecha del Obispo está apoyada sobre la cabeza de un niño que tironea el manto del hombre que simula ser Jesús. Unos quince centímetros a la izquierda del velador, sobre la misma mesa, se puede ver, desplegado bajo el vidrio, un recorte de diario amarillento con una fotografía similar a la anterior, salvo que en lugar del Obispo se destaca un hombre de traje y corbata muy sonriente. Su elegancia contrasta con el hombre casi desnudo y flaco que está a su derecha. Hay, también, -ya en un segundo plano- dos mujeres y una serie indefinida de niños. Todos sonríen hacia distintas direcciones, como si ignoraran la ubicación exacta de la cámara. Un título en letras negras describe el momento, pero el estuche de unos lentes que ha quedado cruzado, únicamente deja visible una L minúscula y dos vocales, la a y la u.
Todos le decían el Cristo. Los plomeros se recomendaban entre ellos: comprale los cueritos al Cristo. Decían: no hay como la lija que vende el Cristo. Era como un amuleto. Hasta fue padrino de varias lanchitas amarillas, la Catalina II era una, me acuerdo. En el barrio decían que Miloni espantaba la mufa, que curaba el mal de ojo y la culebrilla. Una vez le llevaron un rengo, a ver si lo enderezaba. Pavadas, pero mire lo que es la gente cuando se encariña.
Así fue durante años y años. Era un ídolo. ¿Cómo no va a quedar medio chiflado? ¿Nosotros? ¿Qué le voy a decir? La vida nuestra continuaba como siempre: trabajábamos en los barcos, en los frigoríficos, cada uno en lo suyo, la gente se casaba, se separaba, se moría y bueno, el vía crucis estaba ahí, era una costumbre y ya más que una costumbre, qué digo, era una obligación del barrio. Teníamos que hacerlo cada vez mejor. Era nuestro orgullo. Pinino y Antonini, los de la Comisión, estaban todo el año armando el espectáculo. Vivían para eso. Igual, con Miloni de Jesús ya teníamos la mitad de todo.
Es cierto. Con el papel principal cubierto, se pulieron los otros detalles. Se agregaron escenas, se hizo una adaptación libre. Elegimos a una chica muy linda y alta para hacer de la mujer de Poncio Pilato. Se hizo un buen casting, como dicen ahora. Las empresas del barrio aportaban un dinero. Un astillero construyó un templo de chapa y cartón. Ya no se podía improvisar. Es más, si hacía falta algún integrante y aparecía uno en otro barrio se lo traía. Barrabás, por ejemplo, vivía en Chauvin y manejaba un reparto de pan en el puerto. Tenía la cara justa. Se lo llamó y aceptó. En una palabra: nos fuimos para arriba.
El tema es el tiempo. Se lo digo así, sin querer hacerme el filósofo ni nada. Yo vivo acá hace cincuenta años y mi familia vino en barco sin un peso: soy un hombre común, hijo y nieto de hombres comunes. Pero el tema es que pasa el tiempo y nosotros vamos cambiando. Es la ley de Dios. Nos venimos abajo, esa es la ley. La puta ley, perdonando la expresión. Es lo que le pasó a Miloni. Cuando arrancó era un pibe, treinta años pero parecía de veinte. Flaquito, atlético, porque jugaba a la pelota ahí con los muchachos. Un buen delantero. Recién casado, toda la energía, un laburante. Pasó el tiempo. Lo pasó por arriba, como una topadora. Y un poco de mala suerte, también. No pudieron tener hijos con la mujer, se fundió con la hiperinflación y tuvo que cerrar la ferretería, vivió un tiempito con los suegros, se peleó con la mujer, se volvió a juntar, se embarcó en un pesquero, manejó un remise trucho, hizo changas de todo tipo, hasta que con mucho sacrificio pudo abrir otra ferretería. Por lo que comentan estaba muy endeudado, pero bueno… ¿Quién anda bien acá? No es excusa. Una vida como la de todos, enquilombada, con momentos buenos y malos. Todo ese sufrimiento se notaba en el cuerpo. Estaba gordo y la barba tenía canas, arriba estaba bastante pelado. Ya no parecía el Cristo. Ni tampoco se parecía a Kempes. Se parecía a lo que era: un hombre grande. Viejo, si usted quiere.
Lo dejamos porque era como una costumbre, algo que no se toca así nomás. Fueron más de veinte temporadas. Algunos papeles ya estaban ganados. Era como un derecho adquirido, ¿me entiende? Como el aguinaldo. Un derecho. Miloni de Cristo, Di Fantini como Poncio Pilato, las chicas lindas de esposas romanas, las feas de pueblo, los viejos como nosotros ahí haciendo bulto. Cada uno sabía bien lo que tenía que hacer. Y lo hacía. Pero todo se desencadenó hace tres años. Toda esta tragedia que nos envuelve. Los primeros organizadores ya no estaban, pero nosotros, los hijos, fuimos continuando la labor, consiguiendo sponsors, modernizando la cuestión. Ese vía crucis, el de hace tres años, iba a ser espectacular porque teníamos mucha producción, luces, fuegos artificiales, habíamos conseguido un láser que dibujaba frases en el cielo y me da pena decirlo, parece que hago leña del árbol caído, pero la verdad es que todo lo arruinó Miloni.
Yo no diría tanto pero es obvio que no fue lo que esperábamos. Hubo decepción, caras largas. Es que Miloni estaba como sin ganas. Claro, ya era un tipo de cincuenta años. Había un agotamiento. Su actuación era buena, pero estaba grande. Hubo que ponerle unos cuantos laureles a la corona para que no se viera la pelada. La túnica era el doble de ancha. Costó subirlo a la cruz. Casi se rompen las sogas. Alguien dirá: son detalles. Sí, detalles que te tiran abajo un año de laburo.
Y por más que teníamos láser y soltamos palomas, cuando hicimos la parte de la resurrección, cuando llegamos a esa parte que es la más emotiva, la frutilla de la torta, salió mal. Lo subimos por el aire con la grúa y Miloni no parecía resucitado. Parecía –perdone la expresión- una ballena con la lengua afuera, y encima cuando lo bajamos le agarró un calambre terrible y hubo que hacerle unos masajes atrás de la calesita. Terminó saludando medio rengo. Un papelón.
Lo mismo digo. No quiero ofender, pero hay que decirlo: fue un desastre. Y ahí fue que pensamos en el otro Cristo. Era el momento de cambiar. ¿Qué? ¿Si me acuerdo de quién fue la idea? No me acuerdo. ¿Qué importa de quién fue?
Mía no fue la idea. No sé quien la tuvo, pero se votó en asamblea. Ahí está el libro de actas de la Comisión Organizadora. Vaya a fijarse. No hay nada que esconder. Todos votamos. No fue locura mía ni de nadie.
Nadie recuerda tampoco quién fue el que trajo a Ángelo Cacusso. Pero se sabe que era hijo de un importante fabricante de puloveres de la avenida Juan B. Justo (Hilados Cacusso S.A.) que se comprometió a vestir a los niños del jardín del barrio, además de aportar dinero para el evento. De todas maneras, según los testimonios del hijo de Pinino y del propio Antonini, no fue esa asistencia monetaria lo que influyó en su inclusión en la obra. Ángelo Cacusso –dicen- era un Cristo resucitado.
Sí, un ángel. Como su nombre, pobrecito. Veinte años, un pelo largo rubio, ojos celestes así de grandes. Dos metros de altura, muy buen mozo. Nosotras con mi cuñada lo vimos un día y nos corrió ese frío por la espalda. Es el Cristo, dijimos. El Cristo en pinta. Yo lo supe, no me pregunte cómo. Una cosa acá adentro me lo dijo. Son intuiciones que una tiene, como mensajes. No sé si mensajes de Dios, pero mensajes. Ese mismo mes, se lo propuso en la asamblea y se votó afirmativo. Ni una moción en contra. ¿Quién se iba a negar? Yo estaba chocha.
La cuestión, el problema, es que no podíamos decirle así nomás a Miloni que ya no era el Cristo. No era justo, aparte. Es lo que dije yo. Hay códigos, viejo. Él se había sacrificado muchos años. Había que buscar una manera elegante. No me hicieron caso, no me oyeron. Ahí tienen…
Nadie se animaba a ir a decirle. Era un tipo con un carácter muy difícil. Buen tipo, pero difícil. Muy reservado y hasta tímido, aunque cuando explotaba, mejor estar lejos. Tenía cada agarrada.
Nadie se animó. Como si tuviéramos la sospecha de que podía pasar algo. Varios llegamos hasta la puerta de la ferretería y nos volvíamos sin decirle nada o terminábamos comprando una pavada y hablando de Aldosivi, de los precios. Ya se acercaba la época de los ensayos y había que decidir. Al final tuvimos una idea para salir de ese lío. Sí, ya sé que fue peor el remedio que la enfermedad, pero ¿quién es adivino? Creíamos estar haciendo lo correcto.
Juntamos a todos los protagonistas del vía crucis y dijimos que se habían votado algunos cambios y que, bueno, lo más sensato y lo mejor para todos era que Miloni hiciera la parte de la cruz y el calvario y Angelito Cacusso la resurrección. No era mala la idea, piénselo. Miloni estaba sentado en una silla y ni siquiera abrió la boca, ni mosqueó, pero yo vi que estaba caliente: no sé si con nosotros, con el pibe nuevo o con quién. No me gustó su mirada. Ahora me da culpa, pienso que tendría que haber hecho algo, haber intervenido de alguna forma. Todos pensamos lo mismo: «Y si hubiese dicho algo…» Pero como decía mi amigo Daniel: para atrás profetiza cualquier boludo.
Miloni seguramente pensó que fuimos unos traidores, lo que usted quiera, pero ¿sabe lo bien salió la primera vez con el pibe? Tendría que haberlo visto. Fue el mejor vía crucis de la historia. Miloni y el resto del elenco geniales como siempre. Eso hay que decirlo. Es justo. Aunque lo más impactante fue el final: se abre el piso del anfiteatro, se sueltan las palomas, se tiran las bombas, el láser, y Cacusso aparece volando, con los brazos abiertos, levantado por la grúa de don Américo.
Aquí llega, querido pueblo: es el Mesías. Bello, iluminado, joven. Es un Cristo que viene a salvarnos, lleno de luz y alegría. El Cristo que venció la muerte. ¡Fuerte el aplauso!
Nadie aplaudió tanto a un Jesús como al de Cacusso. Una plaza llena de ilusión y fe. Busque los videos, está todo filmado. Va a ver que es cierto. Yo lo miraba emocionada porque la verdad que se ponía la piel de gallina. Era un galancito, qué pinta, las chicas del barrio cómo gritaban, estaban muertas por él.
Mientras tanto, en el improvisado camarín, abajo del escenario de la Plaza, Dante Miloni permanecía sentado en un cajón de Paso de los Toros, fumando un cigarrillo, totalmente empapado en sudor y en sangre, porque él realmente sangraba. No era tomate eso que la gente veía. No, señor. Miloni le ponía el cuerpo. Péguenme en serio, les pedía a los romanos. Quería que fuera realista. Por poco pide que lo claven de verdad en la cruz.
Afuera un mar de aplausos, miles de vecinos ovacionando al pibe Cacusso que solamente subió atado a un hilo. Nada más. Subir atado a un hilo y saludar. Y Miloni, que había dejado todo, estaba ahí a oscuras, olvidado, sin una mano que se apoyara en la túnica y le dijera «hermano, estuviste bárbaro». Hay que pensar en eso.
Eso es mentira, es sembrar cizaña, es querer justificarlo. Nosotros lo llamamos para el saludo final y no quería subir. Tuvo que ir mi sobrino a buscarlo y por poco arrastrarlo a saludar. Despreció al público. La vanidad se lo comió vivo al desgraciado. La envidia.
Todo ese año el comentario fue Cacusso. Se llevó las fotos del diario, salió en un reportaje en la revistita de la Feria Comunitaria. Hasta hicieron un póster con su cara y estaba en todos los negocios. Le robó la fama a Miloni, que si bien recibió algún halago, pasó prácticamente desapercibido.
Dicen que Marina, la señora, pobre, no le quería ni hablar del tema ni hacerle acordar del vía crucis, para que el infeliz no se amargara. Le ponía música, trataba de alegrarlo un poco, pero él estaba muy caído. Y un día –mire qué mala suerte- parece que ella compró una docena de huevos ahí en la Feria y se la dieron envuelta con un póster viejo de Miloni. Ella lo quiso tirar en seguida, pero él lo vio en el tacho de basura y se deprimió más.
Lo más normal del mundo hubiese sido que renunciara al papel. Pero era testarudo, duro como una piedra. Renunciaba al papel y todos contentos. Se lo dejaba a Cacusso y chau problema. Un paso al costado. Hay que ceder. Todos cedimos nuestros papeles a las nuevas generaciones. Yo, para darle un ejemplo, empecé en el templo, haciendo fondo; después fui apóstol unos años y terminé de pueblo. Hice todo el recorrido. Hubo gente que no pasó de romano o de vagabundo y nunca hizo escándalo. Todos cedimos. Eso es lo lindo de este show barrial: que pasa de padres a hijos. Como una antorcha. Una posta.
Durante ese tiempo, Miloni no salía de su negocio y no hablaba con nadie. Se hundió en el más riguroso ostracismo. No devolvía las llamadas y no se lo vio en los lugares que solía frecuentar, como el café Calipso de 12 de octubre o la escollera norte donde iba a pescar. Sus amigos (sus pocos amigos) lo perdieron de vista y nadie supo nada de él hasta que una tarde de junio sucedió algo inesperado.
Más que inesperado, yo diría que razonable: Miloni se presentó ante la comisión organizadora y nos planteó que no quería volver a actuar. Ya sé que ese pibe anda muy bien, dijo. Además estoy cansado. Sólo les pido que me dejen hacer un último Cristo. Después me retiro. Nosotros respiramos aliviados y le dijimos que por supuesto, que iba a ser una despedida a todo trapo. Sí, dijo Miloni. Ya lo creo. A todo trapo.
Nadie interpretó nada raro en sus palabras. Ninguno sospechó que, durante todo ese año de postergación, de estar ahí en el segundo plano, estuvo pensando en la manera de vengarse. Nadie lo notó, tampoco, en los ensayos. Es más: Miloni se acercaba a Cacusso y le enseñaba a saludar, cómo abrir las manos cuando la grúa lo elevaba (él lo había hecho tantas veces…). Muchos hasta pensaron que se estaban haciendo amigos.
Aquella noche, ¿me pide que recuerde aquella noche? No, perdóneme, pero me pongo a llorar, soy una tonta. No puedo, no puedo. Se me parte el corazón. Pregúntele a mi marido. Ahí está, en el patio.
Es difícil recordar ese momento. A mí también me cuesta. La plaza estaba llena, un mundo de gente. Muchísimas familias alrededor del anfiteatro. La televisión, los diarios, los curas. Teníamos las miles de palomas metidas en jaulas atrás del escenario. Un lío de maquilladores, de sonidistas. Miloni estaba en su rincón, con la túnica y las espinas. Concentrado. Él se aislaba mucho antes de empezar, pero esta última vez se aisló más. Nadie podía hablarle. Tenía que entrar en el papel.
El pibe Cacusso, con dos o tres chicas, estaba en el otro rincón. Con la túnica de seda y el cuerpo frotado con aceite, todo brilloso. Para mí, qué quiere que le diga, tenía demasiados músculos. Parecía un patovica. Se reía y besaba a una chica y después a otra.
No había una guerra declarada ni problemas de cartel. ¿De qué guerra me hablan? Eso que salió en el diario es una mentira. Todas mentiras. Periodismo amarillo. Miloni y el pibe ni se miraban.
Algo pasaba. Si bien nunca discutieron, era evidente que algo no andaba bien entre ellos. La diferencia de edad, no sé, pero no había buena onda. Bah, creo que el pibe no lo registraba mucho, no le importaba la situación. Estaba ahí para figurar, porque lo mandaba el viejo y además para levantarse minas. Es lógico a esa edad.
¿Cómo salió? Fue tan monumental como siempre: Miloni arrastraba la cruz, los látigos caían sobre él con furia, en cada una de las paradas. Caía al piso, volvía a levantarse. Tenía mucha fuerza, eso no se puede negar. Griten, puteen, pedía Miloni en voz baja. Peguen fuerte, manga de maricones. Le juro que daba impresión. Más de uno que le tenía pica por algún asunto, aprovechaba la ocasión y se pasaban facturas, viejos rencores del barrio o del fútbol. Han llegado a escupirlo, a insultarlo de una manera increíble. Total, el público estaba bastante lejos y sólo se veía una actuación espectacular. Muy dramática, claro.
Lo colgamos en la cruz. No me voy a olvidar nunca. Los colgamos en la cruz y él nos miraba con verdadero odio. Odio en serio. Nunca antes había sido así. Eso estaba mal, no podía ser. Jesús no odiaba, ¿me entiende? Era todo amor, todo amor. José Malatesta, que le pasaba la esponja con vinagre, me miró como diciendo «está loco» y yo bajé la mirada. Por suerte es la última vez, pensé.
Alguien nos avisó que Cacusso estaba listo. Se venía el final, la resurrección. Al pibe ya lo habían enganchado en la grúa. Tenía un arnés en la espalda, tapado con la túnica. Las palomas estaban listas y el láser también. Sonaba una música muy triste, violines muy emocionantes. El locutor leía partes del evangelio. Las luces se apagaron, cayó la oscuridad sobre la cruz y bajamos a Miloni. Su participación había terminado. Ahora tenía que mantenerse escondido. Ni siquiera lo podían aplaudir, porque en esa parte nadie aplaudía. Era la Muerte del Señor.
Ya en bambalinas, en vez de descansar y abrazarse con sus compañeros como había hecho durante más de veinte temporadas, Miloni se fue corriendo por atrás del anfiteatro. Pero a ninguno se nos ocurrió seguirlo, estábamos concentrados en la obra.
Por los distintos testimonios recopilados, podemos conjeturar que Miloni se acercó sigilosamente hasta el lugar donde estaba Cacusso, parado delante de la grúa de Américo. Unos ayudantes corrían de aquí para allá. Ninguno recuerda haber visto a Miloni pero, dadas las circunstancias posteriores, es de suponer que éste, desde algún escondite, observó el tenso preparativo del final.
El musicalizador cambió el disco. No sé si fue el Himno a la Alegría o algo así, un tema muy famoso, como de película. El locutor leyó unas poesías de los vecinos. Alguien le hizo la seña a don Américo y el motor de la grúa empezó a andar, se soltaron las palomas blancas, el láser dibujó cometas y estrellas y el Cristo de Cacusso comenzó a elevarse lentamente, como un milagro, le juro, un milagro nuestro que subía desde el fondo del anfiteatro hasta el cielo iluminado de la Plaza Italia.
Aquí llega el salvador, vuelto de la muerte, subiendo al cielo infinito, a la diestra del Santo Padre.
La multitud empezó a aplaudir, maravillada por las luces y el ascenso del Cristo. Las palomas blancas parecían acompañar al resucitado en una danza aérea, a la que se unían los haces de luz y las bengalas.
Él, que murió por Nosotros, sube al cielo, colmado de amor.
Fue entonces, en pleno ascenso, cuando Miloni salió desde su rincón, lo amenazó al viejo Américo y lo obligó a bajarse de la grúa. Dicen que Américo quiso resistirse, pero Miloni lo empujó contra unas cajas.
Mírenlo ascender hasta la derecha del Padre.
-¿Qué hacés, Dante? ¿Estás loco? -preguntó en un hilo de voz Américo, desde el suelo.
-No te metás, viejo -le respondió Miloni-. No es con vos la cosa. Rajá de acá.
Ya fuera de su lugar, Américo siguió hablando o tal vez insultándolo, pero Miloni ya no escuchaba. Sentado en la diminuta cabina, empezó a mover las palancas, a pisar los pedales, a golpear con furia los relojes y manivelas.
Él, que tanto nos amó y sufrió por sus hijos.
La grúa, saturada de ordenes contradictorias, empezó a girar, cada vez más rápido, fuera de control, como un enorme dinosaurio de lata, revoleando al Cristo de Cacusso primero en un bamboleo de derecha a izquierda y luego, en un crescendo de velocidad y fuerza, en todas las direcciones, utilizando al joven galán a la manera de una bola de acero, arrasando en su agitación con el templo de cartón y lata, destruyendo toda la escenografía, los árboles, el Mercado, el aro de básquet, al mismo tiempo que las palomas amaestradas, torpes en su inesperada libertad, se enredaban en los cables de acero y colmaban la plaza con una lluvia de plumas.
Todo era griterío, caos: se mezclaba el Himno a la Alegría -sus cientos de voces ardientes y felices- con el terror de Cacusso que gritaba que por favor lo bajaran porque se iba a matar, parecía un muñequito dando vueltas y vueltas en el cielo ennegrecido. Confusión, espanto: la gente empezó a correr, se fusionaban romanos y gentiles, apóstoles y taxistas, bajo una lluvia de plumas, hojas y sangre, mientras el pánico se apoderaba de todos y nadie entendía por qué pasaban esas cosas.
Quien sí supo la causa del desastre –o, al menos, tuvo la intuición- fue Marcelo, el hijo de Pinino, quien corriendo en contra de la muchedumbre que huía despavorida, pudo llegar hasta la grúa y, subiendo con dificultad a la cabina que giraba como un trompo, se trenzó en una pelea de codazos y piñas con Miloni. Pero tal vez por su escaso tamaño o porque la fatalidad ya había dejado escrita su inexorable página, no pudo evitar lo peor: las palancas habían sido arrancadas de cuajo por las manos frenéticas de Miloni, y, en el aire, girando como mecido por un huracán a casi sesenta metros de altura, Ángelo Cacusso se desenganchó del cable y salió volando desnudo entre las nubes y los cometas de láser para caer sobre el capot de un coche estacionado en la calle Lanzilota.
En el preciso instante en que Cacusso volaba rumbo a su muerte, Miloni había derribado de una trompada a Marcelo Pinino y, viendo que se le venía encima un montón de vecinos rabiosos, bajó de la cabina y empezó a correr.
Corría en patas y la verdad que lo íbamos a linchar, lo queríamos matar, asesino gritábamos, éramos un montón de gente enloquecida y lo fuimos acorralando, asesino, asesino, todo el barrio atrás gritando asesino, ahí va, es el Cristo viejo, agárrenlo, es Miloni, asesino, íbamos atrás pero él era muy ligero y había poca luz, agárrenlo, uno se confundía con tan poca luz y tanta gente que aparecía por todos lados, los nenes que gritaban, los curas, nos chocábamos entre nosotros.
Una de las escasas filmaciones recopiladas por la policía permite ver a un hombre semidesnudo, corriendo a través de los árboles, en el terreno perpendicular de la plaza, mientras numerosas personas vestidas como soldados romanos, como mercaderes judíos o como simples habitantes del barrio puerto de Mar del Plata intentan, en vano, atraparlo. El perseguido, de gran porte físico y enfurecida agilidad, se asemeja a un jugador de rugby, marchando a brutales golpes y fintas certeras hasta el fondo de un campo de juego.
¿Quién lo iba a parar? Tenía unas manos como tortugas. Te dormía de una trompada.
Pasó entre medio de las chicas de la Guardia del Mar que estaban todas paraditas en fila muertas de miedo, pasó entre el intendente que se tiró al piso pensando en un atentado, esquivó dos vendedores de panchos, derribó a un policía, se sacó de encima a otro y, sin mirar, cruzó la calle.
Yo traté de frenar, pero no pude, venía en bajada, lleno de pasajeros. Me apareció de golpe. Clavé los frenos. No llegué…
Lo había perdido de vista y de pronto escuché una frenada y un golpe seco. Pum. Ruido de caucho y de vidrios, después unos gritos. Cuando me acerqué, cuando pude acercarme entre la gente, lo vi a Miloni en el piso, al costado del colectivo. El 522 si no me equivoco.
Rodeamos los cuerpos. No sé cuántos éramos, pero imagínese como mil personas. A dos o tres metros de distancia de Dante Miloni estaba Cacusso, boca abajo, sobre un Renault 12.
Un horror. Un horror. Ni me hable. No quiero saber nada.
Mire qué casualidad. Qué triste coincidencia, los dos Cristos agonizando juntos. Miloni tampoco se movía. Tal vez si había un par de médicos se salvaban los dos, pero fueron golpes tan fuertes…
El canto alegre del que espera un nuevo día
Me acuerdo del silencio. Era total. Se había levantado un poco del viento del sur y todo estaba en un silencio absoluto. Mi mujer me abrazó y lloraba. El hijo de Pinino se acercó -con el ojo negro- arrastrando al viejo Américo y se quedaron duros al ver a los Cristos. Al viejo le subió la presión, se descompensó y lo dejaron sentado en el cordón de la vereda.
La mujer de Pilato se tapaba la cara con las manos y sollozaba. «No puede ser», repetía. Unas adolescentes sacaban fotos al cuerpo de Angelito Cacusso y lloraban. Todo parecía haberse congelado, no sé si me explico. Como si el mundo no supiera para dónde seguir. Capaz que exagero pero es lo que sentí.
Un gran vacío donde no se reconocían las caras y donde no se escuchaba nada. Estábamos parados ahí, mirándonos, como perdidos. Parecíamos los árboles de la plaza.
Cuando los hombres volverán a ser hermanos…
Tiene razón. Hubo un silencio que helaba la sangre. Después sí, al rato, muy despacio, empezó a oírse el viento y en el viento el final del Himno a la Alegría y, a lo lejos, las ambulancias que venían.
Mauro De Angelis