En medio de la ruta, mientras veía aparecer las nubes sobre unos árboles, pensó que entre Julieta y él todo volvía a ser como antes: un silencio tan natural y limpio que cualquier sonido parecía una profanación. Nunca se había preocupado demasiado por eso, pero ahora (en esta etapa, al menos) creía que era indispensable hablar, no quedarse atascado en los pensamientos. ¿Por qué no hablaban? Sin embargo, no se le ocurrió nada para decir y se limitó a murmurar contra la música de las distintas radios.
No había demasiados coches. Julieta fumaba a su lado, con la ventanilla baja por la mitad. Estaba cruzada de piernas y los dedos del pie derecho -liberados de la sandalia que había quedado en la alfombra de goma- se apretaban contra la guantera. A veces, las uñas hacían un ruido molesto, como de grillo, al raspar el plástico. Para no oír, para volverse tolerante y maquinal, él se concentró en las líneas de la ruta, como un novato con miedo a pasar al otro carril y chocar de frente. No quería mirar otra cosa; ni siquiera las nubes, que ya tenían un color de ceniza mojada, creciendo sobre vacas y ranchos. Sí, todo es como antes, pensó, mientras una nube con forma de oveja se recortaba atrás de un cartel. Todo era como antes. O peor. Siempre estaba esa posibilidad. Esta escapada de domingo, probablemente, fuera inútil. Pero había dicho que sí.
Se habían encontrado días atrás, después de cuatro meses sin verse, y fue suficiente un largo café y dos horas en un hotel para que jugaran a planificar. Viajemos. Viajemos. Hagamos cosas que no hicimos. Era divertido arrojar palabras, posibles futuros, mientras fumaban en la cama y Julieta sonreía y tocaba los botones del tablero. Vamos a ver las sierras, clic, se encendía el televisor en el canal porno, tomemos aire puro, clic, se bajaba la música funcional. Sí, sí, el aire hace bien. Claro, Julieta. Había dicho Julieta, no quiso retomar diminutivos o nombres íntimos.
Ahora estaban en medio del trayecto, sin saber qué decir una vez agotados los elogios al paisaje y al clima benevolente. Julieta se agachó y buscó con el brazo izquierdo la sandalia. La ajustó con cuidado y se apoyó en el respaldo. Después tiró el cigarrillo por la ventana. Él lo vio por el espejo; la punta incandescente contra el asfalto levantó chispas y desapareció enseguida.
–Dicen que hay un lugar donde venden árboles–dijo Julieta–. Árboles con forma de animales o de enanitos. Me gustaría comprar un árbol con forma de algo. ¿Cómo se llaman esos lugares donde venden árboles?
Él suspiró. Adelante, una camioneta se había cruzado para pasar a un Falcon. Oyó insultos y tuvo que bajar la velocidad, bordear la banquina.
–¿Vos sabés cómo se llaman esos lugares? –preguntó ella. No quería quedarse con la duda. Él se demoró todo lo que pudo en contestar.
–Se llaman viveros.
Julieta se miró en el espejito y se acomodó un mechón detrás de la oreja. Ya no se teñía de rubio platinado. Había vuelto a su pelo castaño y él opinaba que era una decisión correcta.
–Un vivero–dijo ella. Parecía que nunca había oído esa palabra y se puso a repetirla en voz baja.
Él recordó que a Julieta se le pegaban frases de la televisión y las iba metiendo en las charlas cada vez que podía. Recordó: “yo no voy a estar supeditada a mi familia”. Toda una noche, mientras celebraban el año y medio de novios, ella estuvo intercalando supeditar, la mayoría de las veces sin ningún fundamento. Pero eran otras épocas, cuando a él esas cosas le parecían graciosas o, al menos, le despertaban cierta ternura; una época borrosa, cuando, en el torbellino de la fascinación, confundía ingenuidad con ignorancia, paciencia con amor. Ahora, mientras manejaba, oír vivero, vivero, como un mantra, lo puso nervioso y triste.
Un auto rojo, descapotable, los pasó a mucha velocidad. Miraron al conductor. Un hombre de unos 40 años, con una larga melena de vikingo que se agitaba en el viento como un trapo. Julieta se rió muy despacio, una mueca más que una risa. Él observó como el auto se perdía de vista. Como el cigarrillo, pensó, pero al revés.
Volvió a mirar las líneas. Con una franja amarilla al costado, algunas bien pintadas, otras casi invisibles. Se concentró en ellas, las fue contando y cuando llegó a veinticuatro, vio a lo lejos un cartel: Bienvenido a Las Sierras.
–Llegamos–dijo.
Los autos, antes dispersos, se amontonaban en fila, avanzando a muy baja velocidad. Julieta se acomodó los anteojos de sol y se enderezó nerviosa en el asiento.
–Tranquila. No es una aduana–dijo él.
–¿Qué?
–Nada.
En el acceso (un arco de madera barnizada y piedras redondas) había un grupo de bomberos, parados uno cada veinte metros. Julieta preguntó si había habido un accidente. Él le explicó que vendían rifas. Un bono contribución. Frenaron. Se les acercó el bombero más joven. Él lo miró con desconfianza y bajó el vidrio porque el bombero sonreía y estaba a punto de golpear la ventana. Era un hombre alto, de unos 25 años, muy tostado, que largó todo su discurso sin dejar de sonreír y de mover el talonario de rifas.
–Ya colaboré la semana pasada–dijo él cuando el bombero lo miró. Subió la ventanilla.
–Le hubieras comprado–dijo ella.
Él aceleró despacio. Al instante se arrepintió. Había quedado como un miserable. Se consideraba un hombre tranquilo, esos hombres tímidos que parecen haber nacido para hacer comentarios y bromas amargas al margen de la vida, incluida la propia.
Julieta no dijo nada. Se dio vuelta lo máximo que pudo hacia su lado y se quedó mirando las casas edificadas sobre las sierras, distraída, acaso, por los pinos o los coches que circulaban inclinados por la pendiente, como cucarachas sobre un zapato.
–Busquemos el vivero–dijo ella. No había rencor ni alegría en su voz. Es (pensó él) la voz de una telefonista muerta de sueño a las cinco de la mañana.
Dieron varias vueltas. Los lugareños que fueron encontrando en el camino no conocían ningún vivero. A él le dio vergüenza preguntar eso (parecía un turista en busca de un souvenir), pero frente a cada negativa las ganas de conseguirle un arbolito a Julieta aumentaban. Tenía que haber uno en algún lado. Después de meterse en una calle de barro donde casi choca con un caballo, clavó los frenos. La cajita de un cd se cayó al piso. Iba a romper el auto si seguía metiéndose por esos lados. Se quedaron en silencio; se oían grillos y pájaros. Como en las películas, pensó. Otra vez el silencio. Al final, levantó la vista y vio la feria de los artesanos.
Estacionó a la sombra, al lado de un camión y caminaron por la feria, que era la atracción principal de las Sierras. Al ver los puestos diseminados en una especie de boulevard, con sus toldos de lona naranja y verde, él resucitó la idea del arbolito. Pronto se decepcionó. No había árboles ni plantas, pero les ofrecieron sandías, zapallos, varias clases de rebenques, mates con torpes caballos cincelados. Julieta tocaba todo y preguntaba precios. Parecía indudable que no iban a comprar nada. Ante las consultas de Julieta, el hombre que vendía rebenques tuvo bastante paciencia. La mujer de los cinturones con monedas incrustadas la miró en silencio y, en vez de contestar la última pregunta, se disculpó y se escondió atrás de una cortina. Oyeron risas. Se estaban burlando de ellos. La mujer no volvía y sus carcajadas eran cada vez eran más enérgicas. Él, como si guiara a un ciego, apretó el brazo de Julieta y la alejó del puesto lo más rápido que pudo. Ella no hizo ningún comentario.
Está acostumbrada, pensó él y recordó una de las primeras salidas, tres años antes. Siempre me desprecian, había dicho ella aquella vez. Me hacen a un lado porque me tienen envidia. Tomaban un café en un lugar supuestamente moderno, con palmeras de hojas amarillentas y velas siempre a punto de apagarse, que flotaban en opulentos vasos. Me tienen envidia, dijo Julieta. Él dejó de hacer dibujos imaginarios en la servilleta y la miró. Fue la primera vez que prestó verdadera atención a sus palabras, tal vez porque oscuramente supo que ella estaba siendo sincera. Julieta aseguró que las mujeres la envidiaban porque era linda y que por eso la hacían a un lado y le negaban su amistad. Los hombres, en cambio, se sentían atraídos, pero se alejaban para no ser rechazados. Esa era su teoría, la explicación a su vida social. La pronunció sin resentimiento, casi con orgullo. Él estaba mirando la llama de la vela luchando contra el agua – un pequeño brazo de fuego predestinado a apagarse, a pesar de su belleza o tal vez por ella- y no supo qué decir.
¿Qué podía decir? Julieta era todavía un misterio de ojos achinados, una risa infantil, un cuerpo joven, deseable, que había aparecido en su vida y se había entregado con una docilidad inesperada. Aunque la creencia de Julieta le pareció vanidosa y limitada, no quiso discutir. Aceptó.
Ahora, mientras caminaban por la feria, reflexionó sobre esas viejas frases. Al final-pensó- soy el que vuelve una y otra vez, después de meses y años. Los otros –los que se sentían atraídos– huían, agitando las banderas de la racionalidad. Pero yo no puedo huir. Yo estoy acá. A cientos de metros sobre el nivel del mar. Soy un hombre mirando sandías, feliz por negarse a comprar una rifa de cinco pesos.
Tuvo ganas de romper algo, de cometer un hecho irreparable, Trató de borrar todo pensamiento, enfocar sus energías en gestos mínimos, en detalles ajenos. Julieta recorría todos los puestos y cada cosa le gustaba. Quiso probarse un poncho. Él se quedó a un costado, viendo como la cabeza de Julieta desaparecía debajo de una tela con vicuñas y cactus de lana y aparecía, al rato, despeinada, aturdida, como si saliera de abajo del agua. Me mareo, dijo ella, riendo. El tiempo parecía no rozarla. Sus dientes eran muy blancos y sus ojos lo buscaron a través de la tela. Tendría que ser feliz con cosas como estas, pensó él, pero se quedó fumando, pateando piedras y viéndolas rodar hasta caer.
Miró hacia todos lados y empezó a sentirse molesto. El aire, en ráfagas violentas, estaba lleno de olor a humo y a embutidos. Un montón de gente acampaba al costado de las sierras. Contingentes de jubilados iban y venían a los gritos: siempre alguno se perdía y todos se movilizaban para encontrarlo. Un guía, vestido con un jogging de tela de avión turquesa, tocaba un silbato y gritaba desesperado: ¿Dónde está Omar? ¿Alguien vio a Omar? ¡Busquen a Omar! Chicos jugaban al fútbol, remontaban barriletes que morían enredados en los postes de luz.
Él tiró el cigarrillo, trató de patearlo en el aire y no pudo; lo aplastó contra la tierra. Me quiero ir, pensó. Ya. Ya. Buscó a Julieta en el puesto de los ponchos y no la encontró. ¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Qué lugar es éste? Todos gritan y se pierden. Para ahondar la sensación de ridículo, se imaginó con el silbato del guía: ¡Busquen a Julieta!
La vio enseguida. Estaba parada en un balcón de piedra, con las manos en la baranda de fierro oxidada; miraba abstraída el paisaje: casas que parecían de juguete en el atardecer, distintas gamas de verdes de los sembradíos. No lo oyó acercarse. Él –observando con recelo hacia el abismo– vio un cartel amarillo, un poco torcido, que decía Punto Panorámico; otro, de una gaseosa que ya no existía, anunciaba: El lugar de la belleza. Un pájaro descansaba en el ángulo derecho. ¿Un mirlo? ¿Un gorrión? No sabía nada de pájaros. Belleza. Murmuró esa palabra y miró hacia abajo. No sintió ninguna emoción purificadora ni bella: solo un poco de vértigo, un tirón cerca del ombligo, náuseas. ¿Qué le pasaba? Debía gustarle. Era la Naturaleza. Un punto panorámico. ¿Había perdido la sensibilidad? Lo único que sentía era vacío.
Sin embargo, ¿no habían ido ahí para eso, kilómetros y kilómetros para buscar refugio, sosiego en el espectáculo del verde multiplicado, en el sol naranja, los rincones todavía vírgenes al hombre? Viajemos, viajemos. Aire. Las Sierras. Aire. Las palabras que llenaron el silencio después del sexo daban vueltas, casi visibles como esos pájaros sin nombre que cruzaban el cielo.
¿Y Julieta? ¿Disfrutaba? La estudió un rato, sin que ella lo notara. Miró la perfección de sus ojos, imperturbables, fijos en el paisaje. ¿Qué veía ella ahí? ¿Veía esperanza para ellos? ¿Esa inmensidad le comunicaba algo que a él estaba vedado? ¿Le daba paz a su espíritu? Tal vez ese gesto de hipnotizada –mirada perdida, labios entreabiertos– fuera el primer síntoma de la armonía espiritual. Lástima que se pareciera tanto al gesto de un idiota.
Se acercó despacio hasta que la abrazó de atrás. Ella no giró la cabeza, pero apoyó lentamente su cuerpo en él. Por un segundo le pareció que los olores y los gritos de los viejos y los jóvenes habían desaparecido. Cerró los ojos y apretó a Julieta, sintiendo sus dedos entrechocarse en la cintura de ella.
Anochecía. En un rato estarían con hambre, con sueño, con imágenes y sensaciones que se ocultarían para golpear cuando fueran dolorosas. ¿Cuánto iba a durar ésta vez? ¿Pasaría mucho tiempo antes de lamentarse de todo?
–Volvamos–dijo él.
Una vez en el auto, esquivaron un colectivo enorme, repleto de jubilados. Volvían a la ciudad, con las caras apoyadas contra las ventanillas, mirando hacia afuera como peces que se asombraran del mundo. Él pensó si habrían encontrado a Omar. Era estúpido pensar en eso, pero no pudo sacarse de la cabeza la figura de un imaginario Omar, caído en un precipicio, solo, sin poder pedir auxilio, mientras llegaba la noche.
Aceleró, dejó atrás el colectivo y entró en la ruta. Julieta, súbitamente jovial, fumaba y –ahora– hablaba sin parar. Se había desatado las sandalias y apoyado un pie desnudo en el tablero. Él apenas oía fragmentos, oraciones que sobrevivían al ruido del motor y al ruido en espiral de la mente. Caminar es bueno. Abdominales. Al final no conseguimos ningún árbol. Qué lástima. Me hubiera gustado. Hacen aire con las hojas. Oxígeno. Para ponerlo en el jardín, a la entrada de mi casa. Hambre. Tengo hambre. Lo mejor es no comer de noche. Aunque tengo hambre. O comer poco.
Las líneas de la ruta no se veían y él, de pronto, como si despertara de un sueño incómodo, todavía aturdido y casi un autómata, se encontró respondiendo. Sí, Julieta, estás bien. No, no estás despeinada. Encendió la radio: un locutor resumía los resultados del fútbol. Apellidos y estadísticas, publicidades vociferadas como gritos de incendio. Julieta comentó que la pasaron bien, que tendrían que volver otro día. Otro día. Sí, dijo él y con la mano derecha rozó la pierna de ella, hasta abrir la guantera y sacar los cigarrillos.
Mauro De Angelis