Para Charly
Al tercer día, un niño golpeó a mi puerta. Tendría unos ocho años. Era negro. Vestía un traje marrón y una camisa blanca. Los botones del saco eran dorados y las mangas le ocultaban las manos, que colgaban en línea con las piernas, como si se estuviera preparando para marchar en un desfile.
―¿Usted cree que un solo hombre puede cambiar el mundo?
Miré hacia la calle de enfrente esperando descubrir al grupo de adultos que supervisaría la operación de salvataje de almas. Nadie.
―Un solo hombre. Uno solo ―insistió levantando un índice que el frío de la mañana había puesto un poco morado.
Consideré la nieve acumulada durante esos días en los que ni siquiera había podido salir de la cama, el viento, los autos con los vidrios congelados, el olor a pan tostado que subía desde el café de la esquina. Consideré los hombres que iban a alguna parte a esa hora de la mañana, los cientos de platos de cereal que se estarían sirviendo en ese mismo instante, las parejas que todavía se abrazarían en sus camas.
―Depende ―arriesgué.
El niño me miró. Quiero decir que sus pupilas se dilataron un poco, porque en realidad no había dejado de mirarme desde que yo había abierto la puerta. Parecía haber recibido cuidadosas instrucciones sobre eso (la mirada es lo esencial, le habrían dicho). Aunque lo hacía con naturalidad. Sí, en realidad no había nada más natural que sus ojos fijos en los míos y no en mi suéter manchado de café, en la pila de vasos sobre la mesa a mis espaldas, en el buzón que rebalsaba de números de Science Today o en la mugre con la que las uñas de mis pies enfrentaban la mañana.
―¿Depende de qué?
Sus manos habían vuelto a la posición inicial. ¿Por qué seguía pensando en un soldado al verlo? Era obvio que tenía frío, que el aire pasaba incómodo por su garganta, amarrada con un corbatín demasiado ajustado y de tela barata. Debo reconocer que el conjunto producía el efecto buscado. No hay nada más deprimente que un traje marrón. (Marrón inspira confianza, le habrían dicho. Marrón es el color de los que se esfuerzan).
―Del hombre ―dije―. Depende del hombre. Se puede decir que Hitler cambió al mundo, ¿no? También Flemming, a su modo.
Flemming era mi pequeña revancha, mi ajuste de cuentas con ella y (por qué no) con la biología (“Quién sabe qué vas a hacer de ahora en más con tu vida, pero ojalá que hagas algo, algo de verdad”, había dicho antes del portazo final). El niño parpadeó dos veces, como quien acaba de recibir un coscorrón. Vi cómo su cerebro trataba de procesar la respuesta. Entorné un poco más la puerta a mis espaldas, saboreando la victoria.
―¿Está tratando de decir que Hitler es una especie de héroe?
―No. Estoy tratando de decirte que no tengo dinero y que si lo tuviera no se lo daría a tu iglesia.
―No quiero dinero. ¿Parece que quiero dinero?
―Todos queremos dinero ―lamenté en seguida la facilidad del lugar común, pero también la disfruté: algo, como un ácido acabó de liberarse en el fondo de mi estómago.
―Yo solamente quiero una respuesta.
―Ya te di una respuesta.
―Me refiero a una de verdad. A una respuesta honesta.
La puerta de la casa de enfrente se abrió y expelió a un viejo todavía en pijama, con un sobretodo azul y botas de goma hasta las rodillas. Llevaba una pala de metal con la que empezó a sacar la nieve de su vereda. Así que eso es lo que hace la gente con la nieve, pensé, siguiendo los movimientos de la pala, su golpeteo triunfal sobre el cemento. No recordaba haber visto antes al hombre. Tampoco la verja amarilla que rodeaba su casa, los conejos de piedra en el jardín o el cartel que, unos metros más abajo, anunciaba un negocio de plomería.
El niño se balanceó un poco, o más bien cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. Pensé que iba a darse por vencido. Pero no, ya estaba totalmente repuesto. Enderezó la espalda y tomó aire inflando exageradamente el pecho, de modo que, cuando finalmente habló, su voz brotó redoblada, con una fuerza casi coral. (La voz es lo más importante, le habrían dicho; debe ser firme pero suave a la vez; insistente sin ser invasiva. Sobre todo insistente. Como la de un pájaro sobre un árbol desnudo).
―¿Cree que un solo hombre puede cambiar al mundo?, ¿sí o no?
Ahora el viejo había dejado de palear y nos miraba. Consideré los hombres que ya estarían sentados frente a sus escritorios, los cientos de platos sucios que se estarían lavando en ese instante, las miles de parejas que (oh, sí, estaba seguro) todavía se abrazaban en sus camas. Consideré todo esto. Y el invierno. Incluso la gente que limpia su vereda a primera hora de la mañana. Después, me di media vuelta, entré a la casa y cerré la puerta a mis espaldas.