En 1936, un billete de lotería valía lo que un lavacopas ganaba en una semana. Martín Kobse compró uno –con parte de la plata que había ahorrado en su primer semestre en Argentina-, motivado por el premio ofrecido: unos cuantos millones de pesos.
Martín compartía la pieza de una pensión con José Malevic, un amigo de su pueblo con el que se había subido a un barco para hacerse la América; y comían en el restaurante donde trabajaban lavando platos, cubiertos y copas, tanto al mediodía como a la noche.
-¿Por qué lo compraste?- preguntó José, al oír que su amigo se reprochaba por haber malgastado sus ahorros.
Sin esperar una respuesta, José le ofreció una solución: él, su amigo y paisano, le compraría la mitad del billete. Martín no dudó un instante.
A los pocos días, desconsolado por haber perdido su único sombrero, Martín provocó que su amigo le propusiera comprarle el resto del billete de navidad. Por supuesto que Martín resignó, sin dudarlo, su mitad del billete para poder comprarse otro sombrero.
En la víspera de nochebuena, Martín vio cómo su amigo regresaba a la pieza de la pensión totalmente borracho. Lo ayudó a desvestirse y acostarse. A la mañana siguiente, se negó a recuperar la mitad del billete, ante la insistencia de su amigo que había gastado todo su dinero en ginebra.
Martín Kobse era mi abuelo. Lo recuerdo contando esa historia, cada navidad, ante la mirada resignada y condescendiente de toda la familia. Mi abuelo evocaba con melancolía cómo el 24 de diciembre de 1936 vio llegar a José otra vez totalmente borracho. Pero con un gesto distinto al de la noche anterior: a horas de la nochebuena, en la que ambos tendrían que trabajar en el restaurante, José se tambaleaba fanfarrón y relajado.
Sí, José Malevic era millonario. Había ganado la grande. Había hecho la América.
En menos de una semana, antes de fin año, abordaría el barco que lo llevaría de regreso al Mar Adriático.
Camino al puerto de Buenos Aires, después que José le dejara una buena recompensa por haberle permitido ser millonario y le pidiera que lo acompañara hasta el barco, se cruzaron con un grupo de chicas que paseaba por Florida. Entre esas chicas, a las que José presentó a su amigo, estaba mi abuela Ángela.
La historia que mi abuelo contaba cada navidad terminaba siempre con la misma moraleja: “José ganó millones, pero yo me gané la grande”. Minutos después, siempre agregaba: “Tres veces –siempre acompañaba esas palabras exhibiendo tres dedos- , desprecié a la fortuna”. Mi abuelo, por si alguien dudaba acerca de lo que estaba diciendo, precisaba cuáles habían sido esas tres veces: cuando vendió la primera mitad del billete; cuando cedió la segunda; y cuando rechazó volver a comprar una parte a José.
Ochenta años después de que mi abuelo viajara de Eslovenia a Buenos Aires, emprendí el viaje inverso. Conocí su pueblo y a quienes llevan mi sangre en ese lugar. Visité las casas de mis abuelos –ambas permanecen bien mantenidas, aunque fueron vendidas hace muchos años- y no pude evitar reconocerlos en cada niño y niña que veía correr o reír en ese pueblo rural, que poco ha cambiado en ochenta años.
Antes de regresar, también quise conocer a algún descendiente de José. No fue difícil encontrar a un Malevic en Máline. El hombre había heredado el nombre de su tío abuelo, al que jamás pudo conocer. El buen inglés de José me permitió entender que el amigo de Martín, el que se ganó la grande de Navidad en 1936, fue reclutado para combatir en la Segunda Guerra Mundial, dos años después de regresar de Argentina.
Ya en el aeropuerto, a punto de dejar Eslovenia, me propuse no volver a pensar en lo que había dado vueltas por mi cabeza durante todos estos años: ¿Por qué sólo José conocía a esas chicas, entre las que estaba mi abuela, si eran del mismo pueblo en el que vivían tanto él como mi abuelo? También decidí contar a mi familia, a partir de la próxima navidad, la historia de mi abuelo. Aunque voy a decir que, tres veces –exhibiendo tres dedos-, en 1936, Martín Kobse eludió a la muerte.