Cuando Valentín entró al aula todos levantamos la cabeza. Parado al lado de la figura regordeta y baja del Hermano Cavia parecía un atleta escapado de un friso romano. No creo que ni él ni nosotros tuviéramos más de diez años en aquella mañana de julio. Su rostro no podía ocultar un destino trágico.
Hubo la presentación del caso, con las palabras acordes a la situación, con las risitas y murmullos que acompañan siempre estos sucesos y pasada la excitación primera y después de las recriminaciones y amenazas de estilo el silencio se deslizó por las filas de los asientos, lentamente, como lentamente pasaba a nuestro lado la sotana del cura siempre portadora de malos augurios.
En el recreo nos acercamos casi por instinto, por melancolía. Fue el comienzo de una amistad que duraría poco tiempo. Él estaba llamado a sufrir.
Valentín vivía en el puerto, en la calle costera, un departamento con un living muy amplio que denotaba que en esa casa sobraba el dinero. El piso balconeaba sobre una trotadora que iba a un garaje que permitía la presencia de no menos de tres autos, los había y de las mejores marcas.
Acabo de entrar a su casa. Entro ahora, adulto, en el recuerdo y entro niño físicamente el día en que muere su madre. No sé cómo llegué, seguramente mis padres me llevaron, pero no puedo recordarlo. Tampoco recuerdo que nadie me haya abierto la puerta, ni que nadie me haya recibido. Es más no recuerdo jamás, en las veces que estuve allí, haber visto a nadie, salvo a Valentín, solo.
Cuando pasé al living -ahora me doy cuenta que nunca conocí otro espacio de la casa- él está mirando por el gran ventanal hacia la calle. Su cuerpo alto y flaco, con el blaizer azul de la escuela y la corbata desordenada le dan un aire de dandy de película americana de los años cincuenta. Me quedo parado a varios metros. No sé qué decir. El gira y me mira. Su rostro había adquirido un marcado aire cretino, un gesto estúpido e insolente. ¿Sería que había estado llorando todo el día y sus pómulos y sus párpados se habían inflamado? Dio dos zancadas y me atropelló tirándome al piso, yo como no entendía me reía y eso lo ponía más furioso. Comenzó a golpearme en la cara y el cuerpo, me toqué la frente y estaba sangrando. El no gritaba, yo no gritaba, apenas la respiración de los dos en el forcejeo. De un movimiento me pude escapar y tomar distancia.
Nos miramos, no había en mi rostro recriminación ni en el de él arrepentimiento.
Estaba allí, en su casa, por pedido suyo el día de la muerte de su madre. Y eso le otorgaba el derecho de hacer con su furia lo que quisiera.
La tarde caía sobre el puerto y opacaba los vidrios de los ventanales. Puedo verme de niño en el amplio espejo que cubre completamente la pared opuesta a la calle, nuestras imágenes se reproducen hasta el infinito por la magia de un extraño fenómeno. Un muchacho alto y ahora desgarbado con los brazos caídos al costado del cuerpo y otro junto a él, más bajo, con el rostro ensangrentado.
En ese año comenzó a tener conflictos en la escuela, a pelearse en casi todos los recreos y a terminar inevitablemente de plantón todas las mañanas.
Algunos sábados, Valentín, Fernando , el enano Zacarías y yo merodeábamos el centro de la ciudad en busca de problemas. Valentín se escapaba del grupo en una corta carrera y se metía en la Broadway, un lugar de venta de libros y música abierto a la calle, robaba algo, pasaba junto a alguno de nosotros y entregaba el botín. La evidencia de su actitud hacía que tuviéramos que emprender todos la retirada perseguidos de cerca por algún empleado o por los gritos de algún transeúnte. Su natural habilidad para la carrera hacía que ganara la punta y nos esperara con un cigarrillo ya prendido en la boca debajo de la escollera de Gancia, mojando sus mocasines con la espuma del mar.
Pese a la emoción y la falta de aire no podíamos parar de reírnos. El mantenía su porte holliwoodense, tomaba el trofeo y acariciaba la cabeza del saqueador, como si alguien lo hubiera ungido jefe superior de todos nosotros. Después y casi sin mirar de qué se trataba, lo tiraba al mar. Ese simple hecho carente de sentido le daba a la situación la formalidad de un rito y a él lo convertía en nuestro sacerdote. No me es difícil traer a la memoria hoy, después de casi cincuenta años, la imagen de la ola tragando un libro nuevo, de tapas duras, un barco infinito ahogándose en la mar y nosotros mirando estúpidamente, resueltos a acompañar a Valentín en su caída.
Una mañana, en una de las ya consabidas carreras luego del robo, un policía le puso el pie al enano Zacarias y lo atrapó. Nosotros seguimos corriendo hasta el mar. Recién ahí, cuando recuperamos el aire, Valentín se entera de la encerrona y de la pérdida del compañero, de vuelta aparece el actor de la película extranjera, me quita de las manos el libro y no palmea mi cabeza. Como un perro la agacho para recibir la caricia, pero no palmea mi cabeza, ni tira el libro al mar, camina sin mirar atrás, fin del ritual. Lo vemos perderse por la calle San Martín yendo a rescatar al amigo.
Después, con el paso de los años, solo habladurías, drogas, robos a mano armada y la certeza de su muerte en un accidente de autos en Portobelo, Panamá. Otra vez el puerto.
Me extraña que sólo lo pueda imaginar adulto y muerto, me extraña no poder recordarlo con cara de niño. Quizás nunca la tuvo.