Todos queríamos creer

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El tiempo de búsqueda se hubiera dilatado infinitamente – un ir y venir por las mismas esquinas, una sensación de que tiempo y espacio estaban disociados y mientras uno corría el otro permanecía estático, era siempre el mismo, y a veces alguno decía Ese lugar no lo habíamos visto, y cuando nos acercábamos siempre pasaba algo: estaba cerrado, una parte estaba derrumbada, alguno de los cinco tenía una extraña sensación sobre el aire.

Pasó media hora. Tal vez más, es igual. Lo encontramos: era un cuadrado perfecto, alto y luminoso, con luces disímiles que le daban un aspecto de locación de película de mafia o de peluquería, y cuando me senté en la única mesa libre – yo fui la primera, el orden de los demás no lo recuerdo – miré las fotos pegadas en la pared de mi izquierda: registros en blanco y negro de una inundación en ese mismo barrio, entre las cuales aparecía un cartel con su nombre, y, de repente, alguna clásica, una reproducción de esas fotos artísticas de mujeres vestidas con trapos paradas en un callejón. La relación entre los elementos, o el intento de comprender esa relación, fue quizás lo primero que dije yo luego de que todos se sentaran y también, quizás, hicieran comentarios sobre alguno de los elementos que constituía el espacio. Ese primer intercambio – M destacó la relación entre los músicos cuyos discos estaban pegados (realmente parecían pegados) en la pared de nuestra derecha, como si hubiera, ahora sí, un mensaje cifrado, como si cantantes románticos y bandas pop de los ochenta tuvieran que convivir ahí, estuvieran forzados a conformar entre todos un nuevo género, distinto a todos los conocidos, al que solo ellos podían pertenecer – inauguró un tono. No hubo silencios. 

Pedimos.

Dos de nosotros, por puro azar y disposición del espacio, estábamos frente a dos pantallas gigantes, ubicadas sobre la barra. Una pegada a la otra, como cámaras de seguridad, como asientos de colectivo. En la de la izquierda se transmitía un partido de fútbol con los colores saturados, azules, amarillos y verdes que llamaban a observarlos y a la vez generaban un rechazo que llevaba, claro, a observar la otra pantalla: una cámara ubicada a pocos centímetros de los protagonistas, dispuesta para un plano contrapicado con los ángulos disímiles: el de la izquierda era abierto, profundo, y llegaba hasta el final del espacio. El de la derecha se cerraba, dejando ver apenas lo que sucedía en su cercanía y haciendo que todo el resto fuera un misterio insoportable pero compensado por lo que sucedía en la parte registrada: una mesada de mármol reluciente, dos hombres de blanco, un horno. Uno de los hombres grande, robusto, musculoso y bien formado a pesar de la panza que se le asomaba por la presión del delantal en la cadera, el otro más pequeño, más joven, más anónimo. La cara del primero aparecía por la mitad, dejando ver solo una barba tupida pero prolija, y la del otro, si bien aparecía entera, era imposible de observar en detalle. Este orden, el grande adelante, el pequeño atrás, nunca cambiaba. El grande agarraba bollos de masa de algún lugar fuera de escena, los apoyaba en la mesada – eran cinco, seis, siete bolos de tamaños perfectamente iguales – y empezaba a estirarlos. En ese momento parecía que la imagen estaba acelerada: la forma en que se convertían en una lámina fina y elástica, que el hombre, con admirable destreza y consciente de eso, estiraba y acomodaba para dar forma a un rectángulo cuyas medidas, sin dudas, respondían a una convención que era incapaz de incumplir, era digna de un profesional sólido, indiscutible y hasta inhumano. Su compañero, por su parte, respondía a la entrega de los rectángulos colocándoles una capa de salsa muy fina, que tampoco era posible saber de dónde salía, y algunos ingredientes encima (cuáles eran, quizás por el nivel de detalle del plano o por la distancia a la que estábamos sentados, era imposible de saber). Luego la recogía con una pala gigante, perfectamente encajada en la forma del rectángulo, y la introducía en el horno que estaba detrás. El hombre grande, entonces, tomaba más bollos y hacía más pizzas: su dinámica era perfecta. 

Observamos. No, más: admiramos. Más: vivenciamos esa sucesión de imágenes durante media hora, quizás una. M y S, que estaban frente a mí y a A, veían todo esto reflejado en el vidrio, por lo que, para entender mejor lo que sucedía, yo tenía que contarles algunas cosas, sobre todo relacionadas con la colocación de los ingredientes. Esa cocina estaba en el fondo del lugar y lo supimos porque detrás de la barra había un pasillo blanco que ni siquiera yendo al baño, que estaba a su izquierda, podíamos observar más allá de su entrada. Ese pasillo, entonces, desembocaba en la cocina y un hombre que a veces pasaba por la barra, vestido de blanco también, de vez en cuando desaparecía de la realidad para entrar en escena y guardar las pizzas en una caja de cartón (lo hacía desde atrás, muy atrás, y yo era la única que podía verlo y contarlo, y todos me creían, así era). 

M hizo un comentario al pasar que, como todos los que hacíamos, se asentó en nuestra verosimilitud: ¿a dónde iban todas esas pizzas? Seis, siete, ocho pizzas que luego salían, que el tercero introducía en cajas, ¿dónde estaban? La respuesta era clara: a algún lugar que estaba detrás del nuestro. Los de adelante, mientras tanto, esperábamos. Ninguna de las otras mesas ocupadas tenía una pizza servida. Todos esperaban como si fuera natural, como si esa espera larga – contrastante con el resto de las esperas exigidas en la mayor parte de los restaurantes de la Capital, que despachan alimento con habilidad de servicio militar – fuera una condición indiscutible para recibir una pizza hecha de esa manera, tan natural y habilidosa, seguros de que la experiencia de comerla anularía el disgusto de la espera, y hasta lo convertiría en un motivo más para la satisfacción. 

El hombre grande estaba orgulloso de estar filmado y le hacía comentarios, encarnados por la voces de M y de S respectivamente, al hombre pequeño, ostentando su experiencia y diciéndole que algún día, quizás, tomaría su lugar de primer plano, de protagonista de la historia, pero que por ahora le correspondía la parte secundaria. El tercero, visto por A en un momento en que fue al baño, era un elemento destinado exclusivamente a fines prácticos, y era imposible que tuviera voz, que se la diéramos. En un momento hacen una pizza grande, más grande que todas las demás, y todos la vemos con la misma fascinación: contentos de estar viendo lo que luego sería nuestro. 

La pizza llegó. La trajo una camarera que no paraba de sonreír – en ningún momento lo hizo – y al llegar a la mesa convirtió la sonrisa en una risa. Parecía la emperadora del espacio, la única dueña de la dinámica que articulaba los elementos dispuestos en él. Ya se acabó el show, dijo, mientras apoyaba en el centro de la mesa una tabla de madera redonda con una pizza convencional, repleta de cebolla dorada. Y tuve que preguntar.

El silencio que sobrevino fue un manto claro, clarísimo, fue el momento en que descubrimos que las preguntas son el recurso más traicionero del discurso: solo preguntamos lo que no queremos saber porque lo que sabemos ya lo sabemos, sabiéndolo o no. Lo hizo cada uno en su momento de la infancia, un poco antes, un poco después, en el 96 o en el 84 (como las fechas en que sacaron los discos o las fotos), pero todos revivimos de igual manera la sensación plana, sin aristas: la necesidad de recibir la información que anulará nuestra verdad, estirándola y moldeándola burlonamente para decorarla y someterla a 250 grados sin darle la chance de escapar. 

Repartimos la pizza, quizás alguien sirvió para todos, quizás cada uno eligió su porción y el silencio fue sentencia, una única palabra indescifrable.  El dolor llevó a la gente (porque ahora eran eso, gente, sujetos, miradas) a una acusación proyectada directamente sobre mí, y en mí, mientras tanto, solo quedaba una seriedad sin especie, habitada por silencios interrumpidos por comentarios banales. Imaginé, supe, confirmé sin pruebas que luego de esto vendría otra cosa, que el mundo exterior, ese desfile de autos, luces y gente, estaba ahí, que nunca se había ido, y que el aspecto unidimensional e indiscutible de la vida siempre estaba un paso adelante. Eso era todo. 

Salimos. La camarera sostenía la puerta mientras todos pasaban. Fui la última. Le dije que lo creímos, realmente lo creímos. No paraba de sonreír. Buscamos el video en internet, lo buscamos en cualquier lado y elegimos ese. Los esperamos de vuelta. 

Caminamos. El frío no era tanto como pensábamos. Íbamos a una fiesta. Entramos. Hicimos una ronda y nos quedamos quietos, observando el movimiento de la gente a nuestro alrededor, una imagen prefabricada, caótica, repleta de colores. Alguien vino a saludar a S. Se sacaron una foto. La cara de S, iluminada por el flash fue, por un momento, el elemento más blanco del espacio.

Paula Fernández Vega
Paula Fernández Vega
Nació el 24 de febrero de 1993 en Junín, provincia de Buenos Aires. Vivió en Mar del Plata desde los 6 hasta los 20 años. Allí participó de varias publicaciones literarias y talleres y recibió algunos premios. Después viajó un poco por el mundo y actualmente vive en la ciudad de Buenos Aires, con 26 años.

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