En el reducido, pero intrincado mundo hípico del Noreste del país, a Carry Carter lo precedía su reputación: jockey virtuoso, muy inteligente, venido a menos en los últimos años por su afición a la grapa y otras bebidas blancas. Jamás apostaba ni se metía en peleas, pero siempre iba acompañado de una petaca bien cargada. Por esto último, nadie se sorprendió demasiado cuando, un día de verano correntino, cayó muerto de su caballo a unos 60 metros de la largada de una cuadrera de pueblo.
—¿Te enteraste? Se murió Carry Carter.
Don Martín estaba terminando de bañar a Alcatraz, una yegua de tres años que estaba preparando para los mil metros, cuando llegó el peón con la noticia. Alcatraz era la única yegua de carrera que le quedaba en el stud. Hace no tantos años, los boxes estaban todos ocupados con pura sangre que él atendía como a reliquias de un museo para las carreras semanales en el Hipódromo General Belgrano de Posadas, pero hoy las carreras ya no eran esa fiesta multitudinaria que él conoció.
Como él, Carry había vivido la época dorada del Hipódromo: los desfiles de campeones cargando premios y tomando champagne de la botella, las familias enteras pasando el día y viendo hasta la última carrera, los remates que duraban horas y casi siempre terminaban en enfrentamientos con amenazas de muerte, o en abrazos con juramentos de lealtad, o en ambos y en cualquier orden.
—¿Te enteraste? Se murió Carry Carter —acodado en el muro, el peón de al lado le hablaba casi gritando por encima del agua y los golpes ansiosos de los tacos de la yegua.
—No me digas. ¿Cuándo? —le respondió don Martín cerrando la canilla.
—Recién nomás, hace como una hora en la carrera esa que fue a correr a La Cruz. Parece que largó lo más bien y no hizo ni cien metros. Cayó ahí muerto, ahí nomás.
—La puta que lo parió. ¿Estaba en pedo?
—Más vale. Estaba con todos los muchachos ahí. El Mono, Vieja, Mitaí, todos. ¿Sabés lo que habrá sido eso? Andá a saber a qué hora largaron a tomar.
Don Martín sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, se apoyó en el muro y le pasó uno al peón. “Poca”, le decían. Era la versión corta de “Pocavida” porque de chiquito siempre andaba enfermo. Era flaco, no como un jockey sino flaco de que no tiene carne, y tenía los ojos hundidos como un surubí. Igual Poca agarró un cigarrillo y se quedaron los dos mirando a Alcatraz.
—Está linda esta, eh. ¿Mil va a correr?
—Ochocientos en marzo recién. Hay que avisarle al patrón. Lo de Carry, digo.
—Sí, a eso venía. Doña Marta habló con el Mono y dice que lo están trayendo, que para las 6 van a llegar más o menos. ¿Hay que avisarle al hermano?
—Está en Paraguay hace como un año ya, después le avisamos si ni va a venir. Andá a avisar al resto, preguntale a doña Marta si tiene vino, o unas cervezas, y unas empanadas, por si hay velorio. Yo voy a lo del patrón ahora y le digo.
Poca apagó su cigarrillo y lo enterró contra el muro antes de salir para lo de doña Marta. Él secó bien a la yegua y la dejó atada a un árbol para que coma algo de pasto a la sombra. Eran casi las dos de la tarde, esa hora en la que parece que la tierra es roja porque hierve. Ni las hormigas salen al sol. Don Martín igual estaba de camisa y bombacha de campo, pero con alpargatas. Desde chiquito siempre le gustó vestirse prolijo para trabajar, pero las botas sí que no se las aguantaba en verano.
El patrón vivía en una casa de un piso con una galería adornada con plantas y hamacas paraguayas. Vivía al lado del stud, aunque tenía una casa en el centro, siempre estaba ahí. Don Martín golpeó las manos y lo vio salir descalzo y en cuero, fumando pipa.
—Martín, ¿cómo andás?
—Buen día, patrón. Acá andamos, le venía a avisar que se murió Carry Carter.
El patrón frenó, lo miró muy serio y se sentó en la mesa del comedor. Empezó a descargar el trabajo de la pipa dando golpecitos en un cenicero mientras le hablaba.
—Qué cagada, ¿hoy? ¿Llegó a correr?— le respondió con una mirada rápida entre golpes de pipa.
—Largó, sí, pero cayó muerto antes de los cien metros, dicen.
—Qué cagada, che, la puta madre. ¿Cuándo lo traen?
—Lo están trayendo los muchachos. Le pedimos unos vinos y empanadas a doña Marta, por si hay velorio, ¿no?
— A ver, pasá, sentate nomas, ¿querés un tereré? — le dijo señalando una jarra que transpiraba en la mesa y metiéndose en su pieza.
Don Martín se sentó en el sillón del living, pero enseguida se paró y salió a la galería a fumar otro cigarrillo. Iba por la mitad cuando volvió el patrón, ya con camisa y el celular en la mano.
—Dice el Mono que salieron hace un rato nomás. No lo querían largar a Carry. Van a llegar como a las seis y lo llevan directo al centro, a la sala velatoria. Cerremos todo acá y vamos. ¿La yegua está adentro?
El patrón hablaba y guardaba cosas en una cartera de cuero que siempre llevaba a todos lados. Don Martín lo miraba con los brazos a los costados del cuerpo, medio cansado, medio mareado por todo esto.
—Pero, disculpe, patrón. ¿Al centro lo llevan?
—Sí, a la sala velatoria allá por Bolívar — le respondió el patrón mirándolo confundido.
—Pero patrón, ¿quién va a ir hasta el centro a velar a Carry? Un domingo encima. Va a estar solo el hombre.
El patrón se quedó quieto por fin y lo miró.
—Hay que velarlo acá, patrón.
—¿Acá? Pero no, Martín. ¿Dónde metemos el cajón? ¿Cómo lo vamos a velar acá?
—Acá, acá no. Allá en el tattersall, o en la cantina, pero mejor el tattersall donde festejaban los campeones.
Los dos se quedaron en silencio un rato. Don Martín terminó su cigarrillo y dejó la colilla en el cenicero.
—Está bien. Anda a lo de Marta, además de las empanadas pedile carne para tirar algo a la parrilla. Decile que después le pago. Y vino, dos o tres cajas. Díganle al sereno que prenda las luces, la heladera, todo. Yo voy a esperar a los muchachos allá. No sé si se va a poder, pero si me dejan lo traigo al Carry cuando llegue.
Se despidieron con un movimiento de cabezas y don Martín salió para lo de doña Marta. No había terminado de entrar cuando la señora salió medio corriendo, medio llorando y le dio un abrazo.
—Qué pena, Martín. Qué pena el Carry. Tan joven, ¿vos podés creer? Pasá— Marta hablaba y se limpiaba las lágrimas con un trapo que después se colgó al hombro.
Don Martín le contó del velorio en el centro, y que el patrón iba a tratar de traer a Carry al tattersall. No avisó más a nadie, entre ella y Poca iban a esparcir la noticia. Esas cosas corren rápido. Más un domingo, más a la siesta.
Volvió a su casa, guardó la yegua y le dio de comer. Después se dio una ducha y se puso su ropa de noche: una camiseta blanca con una camisa limpia encima, un pantalón de jean y las botas. Esperó que se hagan las seis y volvió a lo de Marta con la chata. Guardaron las empanadas, las cajas de vino y la carne para el asado.
Doña Marta casi se va a las manos con el sereno, que decía que a él no le habían avisado de ningún evento. Después de rato lo convenció y prepararon todo. Movieron los tablones y caballetes de la cantina al tattersall, donde pusieron empanadas y unas botellas de vino. Don Martín prendió el fuego y doña Marta preparó la carne para la parrilla. Acercaron las sillas de la sala de remate y las pusieron alrededor de las mesas. Cuando empezó a llegar la gente, todos perfumados y arreglados, parecía uno de esos días de carreras de hace unos años. Algunos lloraban, pero la mayoría conversaba y ya se abrían los primeros vinos. Cada tanto alguno preguntaba: “¿y lo traen a Carry?”
Recién pasadas las siete llegó el patrón. Le hizo señas a don Martín para que saliera. Al lado de su camioneta, un coche fúnebre abría las puertas y de él salía el cajón con Carry adentro.
—¿Lo abrimos? Tenés que darme una mano para llevarlo adentro porque estos lo dejan acá hasta mañana— dijo el patrón señalando con un gesto a los empleados de la sala velatoria que rellenaban unos papeles al costado.
Don Martín tenía las manos en los bolsillos y, hasta ese momento no lo había notado, los puños cerrados con fuerza.
—A ver, ¿se puede abrir?
—Claro. Muchachos, abran el cajón, por favor.
Los muchachos obedecieron y ahí estaba Carry. Flaco y largo, tenía la misma cara de tranquilidad de cuando alguna borrachera lo dejaba durmiendo bajo un árbol. Lo habían enterrado con la ropa que tenía cuando murió: botas, pantalón blanco y celeste, chaquetilla a cuadros celestes y blancos. Todo completamente manchado de tierra rojiza y transpiración. Los dos hombres lo miraron en silencio, salvo por la música y las voces que llegaban del tattersall. Después de unos minutos, don Martín se sacó su camisa y, agarrándola por el cuello, se la pasó al patrón, que la agarró con el mismo cuidado.
—Vistámoslo, muchachos. —Le dijo el patrón a los empleados de la funeraria.
Después le puso una mano en el hombro, el único gesto de cariño que se pueden permitir dos hombres de campo sobrios que no han ganado una carrera o no han traído un potrillo al mundo, y entre los dos cargaron el cajón hasta el centro del tattersall.
Magdalena Irrazabal