El turismo era algo muy ocasional, anual digamos, entre los chicos de allá por los sesenta. Así como la Coca Cola era un bien escaso reservado a los cumpleaños y el vino con soda suplía cotidianamente muy bien a la bebida de fórmula secreta, los pibes sabíamos que la playa o las sierras quedaban a varios meses de ahorro de nuestros viejos. Pero cuando la ocasión llegaba todo era una fiesta y arrancaba una semana antes de la partida.
En mi casa, mis tres hermanas y yo nos repartíamos las tareas que iban de conseguir quién riegue las plantas y le dé de comer al perro, a preparar la ropa, seleccionar los libros que nos íbamos a llevar, -en mi caso los de la colección Robin Hood-, y los juegos de mesa como El Estanciero, El Mago Chan, El Cerebro Mágico, un par de mazos de cartas y dos pelotas: una para la playa y otra para el futbol, donde se pudiera.
El viaje era largo, no había cinturones de seguridad y el aire acondicionado era un lujo inexistente. Se conversaba, pasatiempo hoy casi en extinción, y a la hora más o menos, los chicos sabíamos que había que darle alguna ocupación a nuestro embole y mientras esperábamos los sándwiches y la gaseosa que se había contagiado del sabor metálico del termo, aparecían los juegos verbales como ni sí, ni no, ni blanco, ni negro, adivinar los colores de los coches que venían de frente, el veo, veo y otras yerbas, mientras la radio colaboraba con algunos temas que todos conocíamos y entonábamos limitados a la paciencia de mi padre, el gran conductor.
El parador quedaba a unas cuantas horas, pero cuando llegábamos, nadie nos podía sacar de encima la sensación de Oasis. Nos esperaba una Cindor o un Vascolet con un suculento salame y queso. Los grandes “estiraban las piernas” y se lavaban la cara, los chicos disputábamos las hamacas y nos intercambiábamos los destinos, deseando con esa fuerza casi religiosa de la infancia que la chica de trenzas también fuera para Punta Mogotes, cosa que nunca sucedía.
Cumplidos los rituales, seguía la travesía y el viaje, que ya era más corto, se volvía increíblemente largo. Los postes y carteles parecían pasar más lentos. Llegábamos finalmente a la noche, cansados, como ajenos, pero alentados por el cercano sonido del mar y la prometedora cena en alguno de los boliches del puerto que certificaba que estábamos en la ciudad en la que se podía ser feliz.