Sosa

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Bajó de la camioneta cargando el cuerpo inmóvil de su hijita y corrió, como pudo hasta ingresar al hospital. Dentro quedaron el vecino que, al escuchar los gritos desesperados, no dudó en poner en marcha su vehículo y sus otros tres pequeños que miraban por la ventanilla sin llegar a comprender del todo lo que ocurría. 

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—¡Se me muere la nena, se me muere!

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Enseguida la acostaron sobre una camilla y ahora quienes comenzaron a correr fueron los médicos. Observó los ambos celestes y blancos haciéndose cada vez más pequeños en la inmensidad del nosocomio hasta perderlos completamente de vista. Se sentó y recién cuando puso sus brazos sobre las rodillas advirtió que estaba descalza. Sus lágrimas formaban ríos que se movían cuesta abajo, desembocando, la mayoría, sobre sus empeines descubiertos. Cada lágrima, al caer, chocaba con la tierra adherida a ellos formando nuevas rutas de navegación.

Mientras uno de los médicos certificaba el deceso de la niñita, otro daba aviso a las autoridades policiales.

—Señora Rodríguez, queda usted detenida por el fallecimiento de su hija —dijo una voz severa, segura de la culpabilidad del hecho. Y así, sin mediar más palabras y sin siquiera permitirle despedirse del cuerpo inerte de la niña, la esposaron.

—Cuídenme los chicos por favor y cuando aparezca Sosa, contale lo que pasó —le pidió, al pasar camino al patrullero, a su vecino.

Dos días pasó en el calabozo, descalza todavía, hasta que un abogado de oficio se presentó. 

—¿Lo manda Sosa a usted? —preguntó con vergüenza. 

—No, señora. El señor Sosa no aparece por ningún lado, todavía no pudimos hablar con él. A mí me manda el fiscal que investiga el deceso de su hija para que hablemos acerca de lo que ocurrió ese día. 

—La nena me nació mal. Algo tenía en su corazoncito. Eso dijeron cuando nació. Yo no le hice nada. ¿Cómo voy a lastimar a mi propia hija?

—Señora, esto es fácil, si no me dice la verdad yo no puedo ayudarla —dijo, al tiempo que miraba su reloj, como si tuviera más prisa que interés en escucharla.

Azucena, porque ese es su nombre, escondió el rostro entre sus manos y sollozando relató:

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—Catorce años tenía cuando conocí a Sosa. Él antes trabajaba con mi padre y cuando se murió empezó a ir siempre a mi casa. Le creí que quería cuidarme, pero bueno… era muy tonta y tarde descubrí que tenía más promesas que buenas intenciones, el viejo. Fuimos a su casa en el campo, en medio de la nada. La casa era tan grande que tenía lugar para todos mis sueños. Una casa que quería llenar de risas, niños felices corriendo, olorcito a comidas caseras, pero que Sosa, en cambio, se encargó de llenar de miedos. Enseguida vi que tomaba mucho. A veces, en la casa y otras no sé en dónde porque se iba y cuando volvía ya estaba en curda. No tardé nada en quedarme embarazada y él no tardó nada en empezar a pegarme. Me da mucha pena decirle esto —se enjuaga las lágrimas con la manga raída del sweater —pero también me obligaba a tener relaciones sexuales. Cuando nació la Lourdes, me agarró a cintazos porque él esperaba el varón, un macho como él, decía siempre. La Lourdes ahora tiene 5 años. A los pocos meses otra vez salí embarazada. Limpiaba como podía porque entre la panza, que esa vez era más grande que el otro embarazo y la Lourdes, mucho no podía hacer, pero bueno, tampoco tenía otra cosa para hacer más que limpiar sobre lo limpio. Sabe que nunca nos visitaba nadie, si ni vecinos había. Pero resulta que ya estaba para tener y le rezaba a Dios que me diera el varón, a ver si así, Sosa, se calmaba un poco. Llegó antes de la hora de siempre y yo no había terminado de preparar la cena porque la Lourdes había estado con fiebre todo el día y otra vez, una paliza. Empecé a perder sangre por ahí abajo, mucha sangre, —dice mientras señala su vagina —y con el pedo y todo manejó hasta el hospital. Entré como pude y en diez minutos vinieron dos bebés. Eran mellizos, pero por los golpes, el varoncito – que no aguantó – antes pateó a su hermana para apurarla a salir de ahí. Ella es la Mili, que ahora tiene 4 años. Esos días en el hospital dormí tan tranquila hasta que Sosa mandó a su primo a que nos busque porque alguien tenía que lavar la ropa y cuidar a la Lourdes mientras él se iba. Esa noche, no sé por qué milagro, no volvió y pensé que estaríamos mejor sin él. Pasaron unos días y ahí conocí al Víctor, el vecino que me llevó con la Andrea al hospital. Llegó con su mujer y un perro y juntos empezaron a levantar su casita. Ellos, a veces me ayudan, sobre todo con comida para los chicos, pero es un secreto porque Sosa no quiere que hablemos. Dice que son raros, pero no es cierto eso. Me volví a quedar embarazada y ya cuando nació la Andrea, el médico me dijo que estaba malita del corazón, que iba a necesitar muchos cuidados, pero mire usted que vivió hasta sus casi 3 añitos. Estaba jugando en el patio con sus hermanas mientras yo le daba la teta al Jesús, que me debe extrañar tanto ahora, nunca tomó mamadera el Jesús ni las nenas tampoco, a todos los amamanté yo. Bueno, y resulta que se reían, y hablaban alto hasta que hubo un silencio y después la voz de la Lourdes que me llamaba como un cachorro frente al peligro. Dejé al Jesús paradito al lado de la silla y corrí con la teta al aire y cuando las vi, la Andrea estaba pálida, con sus ojitos apenas abiertos, tirada en el pasto. Grité tanto que el Víctor se asustó y después de preguntar por Sosa, voló a prender la camioneta. Cargó a los chicos en el asiento de atrás y yo subí con la Andrea y ahí nomás, nomacito, sentí que se estaba despidiendo.

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Pero le juro, señor, que yo no le hice nada, y ni siquiera la pude despedir. ¿Usted sabe dónde está ahora? —la pregunta también la hizo con su mirada desesperada.

El letrado negó con la cabeza. Tragó saliva como quien tragara piedras, finalizó sus anotaciones y antes de despedirse le prometió a Azucena que la sacaría de allí. 

Tres días más pasó en aquel lugar pensando en sus hijos, en todo lo que debería hacer en la casa al volver, en el beso que no pudo darle a su hija y en que ojalá Sosa se hubiera ido para siempre, más para siempre de lo que se fue la Andrea.   

Carolina Favini
Carolina Favini
Oriunda de la ciudad de Mar del Plata. Cursó los estudios secundarios en el Instituto Alberto Schweitzer. Es Acompañante Terapéutica y actualmente trabaja con niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad. Publicó dos libros de cuentos: “Correr el telón” en octubre de 2021, surgido luego del Taller de Escritura Creativa dictado por la Profesora Evangelina Aguilera y “Diario de Caza”, en abril de 2023, ambos editados por Gogol Ediciones. Participó en las Antologías “La voz que nos habita”, Colección Laberintos de PuertaBlanca, y “Mujeres Empoderadas, Vol. IV” de Niña Pez Ediciones, en los años 2022 y 2023, respectivamente.

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