Trasiego con otra novela a lo largo del verano, voy abriendo puertas y planeando tramas. A falta de decidirme sobre el escritorio y las librerías que quiero para el nuevo hueco de trabajo que acabo de agenciarme gracias a una ampliación añadida sobre el tejado, tengo desparramados mi ordenador y un buen montón de libros y papeles por el suelo de una habitación vacía y a lo largo de una gran mesa portátil sobre la que hace años solíamos celebrar las fiestas de cumpleaños de mis hijos. Mis vistas las componen un generoso trozo de cielo, la desportillada azotea de una casa cercana y una franja larga y estrecha de mar. Por todo atrezzo, en mi improvisado estudio hay un flexo y un bote de cristal lleno de pequeñas caracolas. Apoyado contra él, una tabla con letras azules que me regalaron en una librería de Nueva Inglaterra. May you always have a shell in your pocket and salt in your shoes. Un gorrión común, uno de los miles que a diario sobrevuelan nuestras vidas, se posa debajo de la persiana de caña, en el borde de mi ventana abierta, y me mira curioso durante un par de minutos. No me muevo, apenas parpadeo. Me fascina y no sé por qué.
Un amigo con cargo político me manda un wasap. A diferencia de otros muchos de su rango, no está en Mallorca, ni en el Caribe, ni navegando las aguas del Adriático. Su destino ha sido este año un pequeño pueblo del interior. Y la alegría que me transmite es algo tan simple como el descubrimiento de una delicia gastronómica. Nada de foie reducido al vinagre de pitiminí, crujiente de ni se sabe o espumas volátiles de cocina fusión. De lo que me habla es de un bocado capaz de levantar a un muerto a base de superponer capas de pan, chorizo churruscado, patatas bien fritas y un huevo en lo alto. Acaba de zampárselo y quiere compartir su inmensa sensación de bienestar.
Suena música a la hora de la siesta, pero todos nuestros aparatos están apagados. Salgo entonces al porche y por fin creo descubrir de dónde viene. Aunque no logro verlos, intuyo que nuestros vecinos han tenido invitados a comer. Y una vez agasajados, se han puesto a cantar acompañados de una guitarra. Habaneras, tangos, algunos boleros, algo de Serrat y de Sabina, un puñado de rancheras. Voy a la cocina a por un helado de dulce de leche, me siento descalza en un escalón y les escucho. La paloma, Volver, Solamente una vez, Mediterráneo, Calle Melancolía, Amanecí en tus brazos… Concierto de lujo nostálgico y casero en una tórrida tarde de agosto, interpretado por un grupo de espontáneos quizá un pelín chispados después de haber compartido bajo la sombra de un pino unas cuantas botellas de vino blanco bien frío.
Va cambiando ya la luz cuando aparece mi hermana Ana con un regalo de lo más rumboso: un cañón proyector. Rumboso y diminuto, del tamaño de un despertador. Voy en un vuelo a la ferretería, compro tres metros de hule blanco y los sujeto con piedras al murete de la ducha del jardín. Ya tenemos pantalla. Espero impaciente a que caiga la noche, vienen amigos, sacamos tumbonas. Cine bajo las estrellas, como en tiempos de la infancia, mientras las vidas de otros y las salamandras trepan por la pared.
Placeres de un verano que se ha ido como un soplo. Que la memoria nos conserve luz para recordarlos y la ilusión de que algún día vuelvan otra vez.