Es tentador creer que el presente se destaca por sus dificultades y por ser poco propicio para el optimismo o la felicidad. No es difícil refutar esa creencia porque el siglo XX rebosa de tiempos peores. La Segunda Guerra Mundial es quizá el ejemplo más citado. Fue entonces cuando Albert Camus escribió El mito de Sísifo, libro donde presenta sus ideas sobre lo que denomina el hombre absurdo. Para el hombre absurdo la ausencia de sentido de la vida es un hecho evidente. El problema que se plantea Camus es si, ante esa evidencia, es correcto inferir que la opción razonable sea el suicidio. Afirma que, en realidad, no es lo mismo decir, por un lado, que la vida no tiene sentido y, por el otro, que no valga la pena vivirla. La conclusión del suicidio es, para Camus, un error. El prototipo de hombre absurdo es Sísifo, condenado por los dioses griegos a subir una pesada roca hasta la cima de una colina, para luego verla caer hasta la base, obligado a repetir la tarea una y otra vez, eternamente. Sísifo, el proletario de los dioses, representa al ser humano obligado a realizar una tarea laboriosa, repetitiva y, en el fondo, inútil. Los dioses no carecían de argumentos, opina Camus, cuando pensaban que el trabajo inútil y sin esperanza era el castigo más terrible. Camus propone, sin embargo, el desafío de imaginar que Sísifo es feliz. En este cuadro, Sísifo juzga que todo está bien, y este juicio es menos un acto de resignación que de rebeldía ante los creadores de destinos aciagos, pues les arruina el castigo. Esta actitud enciende una luz de esperanza para los espíritus taciturnos que se identifican con Sísifo, podría aliviar su insatisfacción. Pero Camus advierte que la esperanza está fuera de lugar en el hombre absurdo; el sinsentido de la vida no deja espacio para ella; la dicha que él imagina es una dicha sin esperanza. En este punto, que resulta un poco frustrante, las ideas de Camus entran en contacto con las del budismo. El nirvana, el cese del sufrimiento o la insatisfacción, se logra cuando se elimina su causa: el deseo. Existe un método, no exento de disciplina, para eliminar el anhelo, el deseo y la ignorancia. Pero si se encara este método deseando el nirvana, ya se empezó mal. Las películas nos enseñaron que si uno desea algo con todo su corazón, y se esfuerza lo suficiente, lo logra. Bueno, no es así. Peor aún, es todo lo contrario. Y lo peor de todo, en la India lo sabían desde hace dos mil quinientos años y aquí recién nos estamos enterando. Del mismo modo que el deseo no tiene lugar en el nirvana, la esperanza no tiene lugar en la dicha de Sísifo. El anhelo o la aspiración a algo mejor deben, en ambos casos, suprimirse.
Hay que imaginarse a Sísifo dichoso, dice Camus. ¿Cómo hacerlo? Antes de intentarlo conviene averiguar qué se sabe de Sísifo. Las fuentes antiguas coinciden con la descripción del castigo, pero hay discrepancias sobre las causas. Sísifo fue rey de Éfira donde gobernaba con mano de hierro. Cometió crímenes. Se diría que tuvo un pasado complicado. Pero, al parecer, el castigo sobrevino no por sus crímenes contra los hombres, sino por haber traicionado o engañado a varios dioses. Pseudo-Apolodoro, en su Biblioteca mitológica, cuenta que traicionó al mismo Zeus: “soporta el castigo por salvar a Egina, hija de Asopo; porque cuando Zeus se la llevó secretamente por la fuerza, se dice que Sísifo traicionó el secreto a Asopo, que la estaba buscando”. En la Odisea de Homero, Ulises describe lo que vio cuando bajó al Inframundo: “Vi a Sísifo, que padecía duros trabajos empujando con ambas manos una enorme piedra. Forcejeaba con los pies y las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero, cuando ya le faltaba poco para sobrepasarla, una fuerza poderosa hacía retroceder la insolente piedra que caía rodando a la llanura. Volvía entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría por los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza”.
Lo que nos pide Camus es un desafío interesante y también exigente. Un primer paso es imitar a Homero cuando describe la experiencia de Ulises. Hoy en día podemos suponer que Sísifo hace lo mismo de siempre. Y así es, ahí va, con su piedra. Va desnudo, como corresponde a un griego de los de antes. Yo soy de otra época, llevo malla y zapatillas; no es buen calzado para subir un cerro, pero es mejor que ir descalzo, mis pies no tienen los gruesos cayos de los de Sísifo. El lugar es como el cerro Ventana, pero sin ventana en la cima. El cielo gris, sin sol, tiene un brillo lo suficientemente intenso como para iluminar el paisaje con una luz que no hace sombra. Escucho a Sísifo resoplar y gemir al acarrear el peso de esa piedra enorme. Siento el impulso de ayudarlo, pero me refreno. Él lleva su piedra y yo llevo la mía; cada uno lleva la suya, son las reglas. Mi piedra tiene el tamaño de una nuez. La tiro al aire con una mano y la atrapo con la otra mirando con fijeza la parábola que traza. Mientras me entretengo así tomo conciencia, poco a poco, que también estoy aquí desde hace bastante tiempo. Soy una mezcla de condenado y turista. Cada tanto paro y espero a Sísifo para acompañarlo. Sísifo tiene raspones en hombros y brazos. En los tramos donde el camino tiene poca pendiente, carga la piedra al hombro y camina un trecho, tambaleándose. Cuando la pendiente es mayor, deja la piedra en el suelo, la empuja y la hace rodar cuesta arriba con gran esfuerzo de los músculos de todo el cuerpo. Es fuerte y hábil; miles de años de práctica ayudan. No hablamos; no creo que sepa español y yo no hablo griego. No me presta atención, quizá esté acostumbrado a los turistas. Aunque no veo otras personas cerca, sé que muchos han venido, desde Ulises a Camus, a mirarlo. Llego a la cima. Me doy vuelta y lo veo empujando su roca. Es el último paso, le falta muy poco para poder depositarla junto a mis pies. Gruñe, gime y resopla, sube un centímetro más y entonces sucede lo que ya sabemos: la piedra se hace más pesada. Sísifo ya no puede sostenerla, se le escapa de las manos. Tiene que moverse a un costado para dejarla caer. La seguimos con la mirada: rebota, golpea, cae y sigue cayendo. La vemos y la oímos cuando impacta con estrépito en otras piedras. Por un momento desaparece detrás de una loma y después vuelve a aparecer. Se hace pequeña y los golpes casi no se oyen. La perdemos de vista, pero sabemos que sigue cayendo, no va a parar hasta la base del cerro. Piedra insolente, decía Ulises. Sísifo está sentado en el piso, agitado por el último esfuerzo, recupera el aliento. Agarro mi piedrita y, con algo de torpe solidaridad, la arrojo en la dirección en la que cayó la de Sísifo. Enseguida desaparece sin hacer ruido. Es improbable que vuelva a encontrarla, pero las reglas son flexibles conmigo, puedo usar otra parecida. Sísifo gira y me mira con una ceja levantada. Yo me inclino y lo invito, con un gesto de mi mano, a iniciar el descenso. Se pone de pie, me mira mientras palmea para quitar el polvo de sus manos. Por un instante me parece que me estudia de la misma forma que lo estudio a él. Luego emprende el camino de bajada. Camus explica que este regreso es la parte más interesante. Tengo que estar atento. Esta es la hora de la conciencia, esta pausa en el tormento permite a Sísifo meditar sin tener que ocuparse de la piedra, y conocer “toda la magnitud de su miserable condición”, como dice Camus. No parece que semejantes pensamientos conduzcan a la felicidad. Algo se me está escapando. El sendero se ensancha en un tramo menos empinado. Camino junto a Sísifo y lo miro de reojo, con disimulo. Parece tranquilo; aparte de eso, no observo nada especial. Camus dice que la conciencia de su tormento es también su victoria, pues “las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas”. Bien, entiendo que es tranquilizador comprender la naturaleza de nuestros problemas. ¿Es eso suficiente para la felicidad? Acelero el paso para mantenerme a la par de Sísifo. Camus suena exultante cuando escribe “El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre”. Recuerdo la frase, miro de nuevo a Sísifo, tan sosegado, tan lejos de un arrebato, y la euforia se me escapa, inasible, entre los dedos. Quisiera retenerla, quisiera sentirla y entender, pero no. No entiendo a Camus; puedo imaginar a Sísifo sereno, pero feliz, no, se me hace demasiado, se me hace absurdo. Entonces recuerdo otra frase de Camus: “La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra”. Sísifo es el prototipo de hombre absurdo. Su felicidad, si la posee, debe ser absurda también. No producto de la locura, sino absurda en el sentido de carecer de fundamento. Inexplicable. Una felicidad que viene de la nada. Ensimismado en mis pensamientos y mis recuerdos del libro de Camus, perdí de vista a Sísifo por unos instantes. Miro alrededor. Lo encuentro detrás de mí, mirándome. Sonríe. Lo miro fijo, sigue sonriendo. Me quedo parado, quieto como una piedra. Pasa y continúa su camino, se desentiende de mí. Hasta ahí llega mi imaginación y mi visita al Inframundo. Nunca voy a saber si esa sonrisa fue de felicidad o si, en cambio, Sísifo se burlaba de mí, de Camus y de todos los turistas que alguna vez fuimos a verlo al cerro Ventana.
Miguel Hoyuelos