Este es un sueño curioso porque se trata de dos episodios que ya sucedieron y uno que juzgo premonitorio. Como si soñara hacia el pasado y, de pronto, el sueño se proyectara imaginariamente hacia el incierto futuro.
En el primero mi hija mayor, entonces única, me mira mientras me afeito. Tiene sólo tres años, es abril, o mayo, de 1976 y hace mucho frío. En el baño de un pequeño departamento de Belgrano, me estoy quitando la barba primero a tijeretazos, luego con la afeitadora. Le he pedido que asista al procedimiento por temor a que al salir del baño acaso no me reconozca. Siento miedo pero también ansiedad, y algo de alivio. Debo ser otra persona y mi pasaporte será el de esa otra persona, que va a salir del país. Mi hija contempla en silencio la transformación de papá barbado
a papá lampiño que ahora se pasa una loción perfumada por esos cachetes tan blancos que parecen de payaso.
En el segundo episodio mi hija menor, de apenas tres años, me mira mientras me afeito. Es el verano de 2006 y pasado mañana van a quitarme un pequeño tumor en el cachete izquierdo. En el baño de la casa junto al río, agobiados por el calor tropical, me quito la barba con tijeras y luego me paso la afeitadora. Le he pedido que asista al procedimiento como quien invita a participar a un niño de un juego. Ella ríe y habla, excitada por la transformación del papá que conoce en el que va apareciendo frente al espejo.
La divierte que me dé palmadas en los cachetes blancos y juntos disfrutamos el aroma de la loción.
El tercer cuadro es un funeral y yo estoy completamente desnudo en medio de una multitud. Sobrevuelo con la vista la sala velatoria, donde entre inciensos y flores nauseabundas descansa, o duerme o permanece, el hombre que ya no vive. No veo su cara pero sospecho que puedo ser el
muerto que está en el cajón. Me acerco con temor. Se parece a mí pero me toco la barba y compruebo, aliviado, que no soy yo. Esas cosas pasan. También el caballero de la Casa Capponi, de Ridolfo Ghirlandaio, prefiguró cuatro siglos antes a Luciano Pavarotti. Suena el teléfono y despierto. Es mi hija mayor, que llama desde México. Atiende mi hija menor. Conversan. Yo me acaricio la barba, como para desmentir simetrías.