Si la Navidad es para la familia, empezamos mal. La primera de mi vida la pasé a 131 kilómetros de mis padres y hermanas. Tenía nueve meses. Era tan chico que ningún recuerdo germinó en trauma. Me enteré ya grande, por comentarios familiares. Me llevaron a Necochea, a casa de mis tíos abuelos. Allí pasé casi todas las navidades siguientes hasta que tuve once años. A Don Julio I, un papa del SIV, se le ocurrió inventar que Jesús había nacido un 25 de diciembre para hacerlo coincidir con el solsticio de invierno. Pero ocurre que de este lado del charco estamos en verano y por consecuencia de vacaciones. Yo también, para no ser menos.
Tampoco me acuerdo yo, pero me lo contaron mil veces, que un día me acerqué a mi tía y le dije que todos los animalitos del pesebre se habían muerto. Por si acaso fueron a ver. Las ovejitas, las vacas, los burros, y también la virgen, San José, los reyes magos…¡y hasta el niño Jesús! yacían decapitados en su cueva artificial. Calculo que me habrán mirado con sospechas de que yo fuera la semilla del diablo. Ignoro si me exorcizaron.
Huésped temporario de un hogar de católicos observantes también yo acudía cada 24 de diciembre a Misa de Gallo, que se celebraba exactamente a medianoche. Íbamos a la iglesia de la playa, como se llamaba al barrio cercano al mar y lejos del “centro”. No me acuerdo de mucho salvo de dos cosas. Una de ellas, las cabriadas del techo. Ignoro porqué me llamarían la atención. No tenían nada especial. Pero yo me entretenía mirando el techo.
De la segunda cosa sí sé porqué me fijaba. En determinado momento de la misa se armaba una cola muy larga frente al altar. Allí, sobre una columna un canasto contenía un niño Jesús de yeso. Esmaltado. Las manitas abiertas. Las piernas en ángulo. Una de las rodillas quedaba más expuesta. Uno tras otro los feligreses se acercaban hasta inclinarse y besarle esa rodilla.
Un acólito que permanecía junto a la imagen tenía un pequeño paño, doblado en un cuadradito, con el que supuestamente limpiaba los bacilos depositados por el beso. En realidad no se empeñaba mucho. Era más la intención de un gesto. Apenas una apoyadita con el paño. No me gustaba nada el trámite de posar mi boca en el sitio en el que la habían puesto decenas antes que yo. Pero no había forma de rehuirle al gesto de adoración.
Así transcurrieron mis primeras navidades junto a tíos a quienes yo quise mucho. Pienso en qué habrán fallado para que yo les saliera un irredimible apóstata como soy. Hicieron lo posible. Se ve que las fuerzas del mal son poderosas.
Luego de mis once años, época en la que murió mi tío en Necochea, recibí las navidades en Mar del Plata. Pocos días antes ya se notaba en el aire hogareño una cierta crispación. No le encuentro explicación pero todos, empezando por mi madre, estaban algo más nerviosos que de costumbre. Ella desenfundaba el viejo árbol. “Lo tengo desde que nació tu hermana”, aludiendo así a mi hermana mayor. Era alto. Los alambres de las ramas habían comenzado a aflojarse. Envueltos en papel madera aparecían cada año las luces. Me acuerdo de una que era la carita de Santa Claus. La nieve artificial era muy acrílica. Nos picaba todo el cuerpo luego de tocarla.
La Navidad traía cosas buenas: los regalos y las tarteletas de choclo. A la mesa se sentaban invitados, parientes o no. Luchábamos por permanecer despiertos hasta las doce de la noche. La radio encendida para escuchar la sirena que marcaba la hora exacta. Al mismo tiempo los fuegos artificiales. Y entonces todo era chuick chuick…feliz navidad…feliz navidad..
Mi madre repartía los regalos. De menganito para fulanito. Y los ruidos de los papeles al desenvolver los paquetes. De todos esos regalos me acuerdo de uno. “Para Nino chico (mi viejo se llamaba igual que yo) de Papá y Mamá”. Era un sobre pequeño que estaba en la rama de un árbol en la punta de un hilo. Adentro decía “siga el hilo”. Y yo empecé a seguirlo. Tuve que abrir la puerta del departamento. El hilo seguía por el pasillo y me conducía a la puerta de la escalera. Abrí la puerta y allí estaba mi primera bicicleta.
Fue, creo, la primera emoción de la que tengo conciencia. Me puse a llorar. No podía hablar. Cuando a uno le pasa eso no es alegría. Es otra cosa. Es no poder permanecer en guardia frente a un gesto amoroso que nos desnuda. Es sentir que alguien que nos quiere se toma el trabajo de demostrarlo. Y no hay manera de decir gracias que supere lo que expresa la emoción. De grandes…bastante grandes…volvemos a emocionarnos con ese mismo temblor de niños.
La Navidad hoy navega por otros cursos. Las ausencias y las nuevas presencias cambian escenarios y protagonistas. Sueño con volver a seguir el hilito y reencontrarme con aquel niño llorando que no podía decirle gracias a papá y mamá.