Roberto Arlt murió de un ataque al corazón. Poco tenemos de él como no sean sus cuatro novelas (en realidad tres, ya que Los siete locos y Los lanzallamas forman una sola), dos tomos de cuentos, ocho piezas de teatro y dos mil aguafuertes porteñas. También andan por ahí dos o tres fotos suyas repetidas hasta el cansancio y creo que está en pie la casa de Flores donde nació el 26 de abril de 1900.
Arlt no figura en el Diccionario de Literatura Latinoamericana de Washington que hace autoridad en la materia. Tampoco en las historias de Luis Alberto Sánchez, Fernando Alegría y Arturo Torres Rioseco. En vida, sólo ganó un tercer premio municipal. Tal vez sea mejor así: ciertos honores mejor no merecerlos. Nunca viene mal recordar la expedición de Arlt por las calles y el alma de Buenos Aires. Stasys Gostautas, un profesor lituano de la Universidad de Nueva York, le dedicó un ensayo. Encontré el libro en Madrid (Buenos Aires y Arlt, Editorial Ínsula, 1977) y lo primero que me sorprendió fue una advertencia del autor: el volumen debió haber sido publicado por Eudeba en 1976 pero el interventor, un capitán de la dictadura, destruyó el manuscrito y le escribió una carta a Gostautas en la que lamentaba no poder procesarlo por hallarse fuera del país.
Naturalmente negado, ninguneado, Arlt —que no era profeta— intuyó como nadie la decadencia y el horror que iba a sufrir la Argentina. Escribía mal. Es decir: si lo que hacía Lugones era escribir bien, entonces Arlt escribía con los pies. Y, así, con los pies y el corazón destrozado, fue nuestro Balzac pequeño, a la medida de una comedia humana modesta y analfabeta, fue nuestro Dos Passos atónito y desmañado, pero, sobre todo, nuestro Dostoievski desnaturalizado y furioso.
Era periodista y, todos los días publicaba un artículo sobre las gentes de Buenos Aires que aún no se habían descubierto a sí mismas. Las Aguafuertes porteñas aparecidas en El mundo (y no en Crítica, como afirma su editor en la solapa de las obras completas) forman un universo indivisible y fantástico de los años del yrigoyenismo y la Década Infame. Entre un artículo y otro, en la Editorial Haynes de la calle Río de Janeiro redactó sus clásicos todavía incómodos: El juguete rabioso (1924), Los siete locos (1929) Los lanzallamas (1931) y una novela menor, pero considerable: El amor brujo (1932). Los cuentos aparecieron después: nueve en El jorobadito (1933) y quince en El criador de gorilas (1941). Dos tomos de Aguafuertes se publicaron en vida de Arlt: las porteñas en 1933 y las españolas en 1936. Otras aparecieron casi treinta años más tarde.
De sus contemporáneos famosos, Manuel Gálvez y Eduardo Mallea, queda un recuerdo escolar. Ellos, que escribían «bien», hoy son ilegibles. No resistieron la prueba del tiempo con que Horacio Quiroga desafiaba a sus detractores del vanguardismo: «¡Cita dentro de cincuenta años!» Y medio siglo después ahí están Quiroga, Arlt, y muy pocos más como representantes de una época en la que el país forjaba sus desgracias futuras.
Arlt sobrevive con una obra escueta si se lo compara, como hace Gostautas, con otros narradores urbanos. Apenas tres novelas contra ochenta y seis del madrileño Benito Pérez Galdós, treinta y tres del francés Émile Zola, veintiocho de Dostoievski, y quince de Dickens. Heredero del tremendismo de Eugenio Cambaceres (1843-1888), influido por las aventuras de Rocambole y El corsario negro, ambicionaba repetir el éxito popular de Gálvez (La maestra normal [1918], Nacha Regules [1919], Historia de arrabal [1922]). Arlt es consciente de que hace algo nuevo y fantástico: les da cuerpo literario a Buenos Aires y sus marginales hijos de inmigrantes: Astier, Erdosain, Balder, son los héroes por los que habla y se representa. Y los apodos inolvidables: El Astrólogo, El Rufián Melancólico, La Bizca, La Coja, que abren la puerta al lunfardo (al caló, como se decía entonces) que luego van a utilizar Marechal, Bernardo Verbitsky, Cortázar, Viñas, para desmañar del todo la idea que los intelectuales dependientes de París se hacían de la literatura. Era la primera vez que un escritor salía de verdad a los suburbios y se alojaba en pensiones con gente que «al lado del plato de sopa tiene un revólver ».
Hay una sola biografía, casi inhallable, de Raúl Larra, que cuenta un hombre idealizado. Unas líneas de su amigo Roberto Mariani. Después de un ostracismo de veinticinco años, Arlt fue rescatado por los trabajos de Massota, Portantiero, Sebreli, Viñas, Jitrik y otros que vieron en él a una voz insoslayable de la ciudad rumorosa, a un intuitivo al que Juan Carlos Onetti calificó, sin vueltas, de genial. Antes no le había ido mejor: tardó cuatro años en publicar El Juguete, que Elías Castelnuovo, pope del grupo de Boedo, rechazó en la Editorial Claridad. Al parecer Güiraldes corrigió la novela y publicó dos capítulos en Proa, la revista del grupo Florida, donde tronaban Borges, Oliverio Girondo, y el viejo Macedonio Fernández. Arlt la terminó en Córdoba y Güiraldes la llevó a la Editorial Latina donde se publicó sin que mereciera ni un solo comentario en la prensa. Es verdad que ése es el año de Don Segundo Sombra, que ocupa todos los suplementos y despierta soberbios panegíricos en el mundillo literario. Cinco años más tarde, en octubre de 1929, Arlt saca Los siete locos y tampoco llama la atención de los críticos. Una curiosidad, no obstante: un artículo anónimo en La Literatura Argentina de noviembre afirma citando a Romain Rolland: «Leí y fui sorprendido por el tumulto de su genio ». Y en esos términos habrá que poner a Arlt para hacerle justicia: tumultuoso, ¿genial? A la publicación de Los siete locos (título inspirado en Los siete ahorcados, del ruso Leónidas Andreiev, que Arlt admiraba), el escritor era muy popular por sus Aguafuertes y el libro se vendió bien. En 1931 es, por fin, la izquierdista Claridad la que editará Los lanzallamas y un año después El amor brujo. Los diez años que le quedan de vida Arlt los dedicará al teatro, al lado de Leónidas Barletta, en el legendario Teatro del Pueblo, hoy La Campana. Es en su época de autor cuando Arlt lee a Marx «sin entender nada » y se acerca, sin afiliarse, al Partido Comunista. En los últimos años colabora en la revista Bandera Roja con artículos en los que se esfuerza por comprender al proletariado, pero lo que le asoma es la compasión. Al morir su mujer, en 1940, se casa con Elizabeth Mary Shine, de origen irlandés, y de ella le nacerá un hijo, Roberto Patricio, al que no llega a conocer.
Si se hace caso a sus declaraciones, a veces contradictorias, dejó el colegio a los diez años y fracasó en su intento de cursar mecánica en la Armada. De su sádico padre alemán guarda un recuerdo odioso y de su madre triestina hereda el gusto por la lectura. A los dieciséis años huye de su casa y después de trabajar como dependiente en una librería de viejo y pintar barcos en la Boca, parte a Córdoba donde escribe los primeros cuentos. Allí conoce a Carmen, hace el servicio militar, y nace su hija Mirtha. De regreso a Buenos Aires se mete en toda clase de trabajos hasta que empieza a colaborar en los diarios. En 1927 Natalio Botana, que tenía buen ojo para los escritores jóvenes y talentosos, lo incorpora a Crítica pero dura poco con ese patrón que se parece demasiado a su padre. Cuando aparece El Mundo en 1928, Arlt comienza sus Aguafuertes que fluctúan, horriblemente diagramadas, entre las páginas 4 y 6 del matutino.
El éxito le gana enemistades y celos. Y el joven, que es buen insultador, responde: «¡Pandilla polvorienta y malhumorada! ¡Corifeos de la nueva sensibilidad! » Los destinatarios son los diletantes del grupo Florida que publica la revista Martín Fierro, dirigida por Girondo. En verdad la polémica entre las dos bandas, abierta por una carta de Roberto Mariani (Cuentos de la oficina, 1925), no pasó de ser una broma, como siempre lo afirmó Borges. El mundillo literario surgido en el clima sereno de la presidencia de Marcelo T. de Alvear se estaba pudriendo tanto como las vacas gordas. Durante la dictadura de Uriburu y el fraude que lleva al poder al general Agustín P. justo, aparecen dos libros reveladores que vienen a enhebrarse a los gritos desesperados de Arlt: El hombre que está solo y espera (1931) de Raúl Scalabrini Ortiz, y Radiografía de la pampa (1933) de Martínez Estrada. Mallea publica, en 1935, Historia de una pasión argentina mientras Marechal escribe Adán Buenosayres, que recién editará en 1948.
Arlt ya pertenece al teatro: Trescientos millones, La isla desierta, Saverio el cruel y cinco piezas más. Ha leído El capital pero dice que le gustaría viajar a Estados Unidos. Las bellas letras lo detestan y cierta izquierda no le perdona las burlas al comunismo en sus mejores novelas. Está liquidado. Ha descubierto Buenos Aires y la detesta. Todavía hoy va Erdosain humillado por la bajada de la calle Chile hacia Leandro Alem. Y después por la Avenida de Mayo, donde Ergueta lo echa de su mesa con el famoso «Rajá, turrito, rajá », que todos recogimos alguna vez como propio. Esa parte de Arlt que se llama Erdosain piensa en hacer saltar la ciudad con una carga de explosivos, envenenarla con gases. En realidad empieza a inventarla y ese descubrimiento, esa imposibilidad de ser feliz, lo empuja al suicidio en un tren en la decimoctava jornada de la novela.
«Pensá —le escribe a su hermana—, que yo puedo ser Erdosain, pensá que ese gran dolor no se inventa ni tampoco es literatura. » Arlt cae fulminado en 1942 pero sus criaturas resucitan cada día y siguen engendrando monstruos.
Osvaldo Soriano