El comisionado coordinador se agarró la cabeza tanteando el aire como un director de orquesta que manda silencio y clavó los ojos sobre el técnico prestado por Interpol, rogando que lo tranquilizara.
El hombre, detrás de sus aparatos -un anglo vaya uno a saber de que lado del Atlántico- le hizo un mudo OK que garantizaba que, si él no estaba filtrando la conversación, en el cuarto de trabajo no había oídos indiscretos. El gesto del comisionado de Gobierno, y moderador de eso que llamaban Gabinete de Crisis, se debía a una indicación de la comisario de la Guardia Civil, que había puesto un dedo sobre la maqueta para señalar:
-Para mí que lo mató la Virgen María.
Que la única mujer del grupo acusara a la Virgen María habilitaba una posibilidad interesante, sin miedo de ser catalogados como abominables machistas. Solo que no sabíamos para quién jugaba la comisario, y si no nos abría una puerta a un tembladeral.
Al representante de la Casa Real se le escapó una risita nerviosa y la comisario lo fusiló con una mirada de acá te agarro y acá te piso, diciendo:
-¿Qué pasa? ¿Cree que la Virgen María no es capaz? ¿Le gusta más San José o uno de los pastores? Porque de los tres Reyes usted no quiere ni hablar…
Irónica, la comisario. Guapa, inteligente y peligrosa la comisario. Tres factores que me comen la cabeza. Pero había que salir del área de fuego, por las dudas.
-¿Alguno desea otra cosa que un café? -pregunté, ya en marcha hacia la puerta.
El gesto de dedo en el aire del comisionado y el técnico de Interpol, como árbitros de fútbol que pitan jugada peligrosa, sirvió para recordarme que mientras estuviéramos reunidos nadie entraba, nadie salía, y los cafés se pedían por un teléfono interno seguro
Por suerte, cosa hoy infrecuente, todos éramos fumadores y pudimos distendernos con un tabaco y los cafés, dejados ante la puerta por un fantasma que desapareció luego de golpear la contraseña. Era, todo, una payasada fenomenal. Una payasada que nació de una jugada inteligente de los políticos. Dios nos mantenga a salvo de la inteligencia.
¿Qué hacía yo ahí, argentino, en medio de un embrollo ajeno, y con un muerto que hacía mucho ruido, el caganer del pesebre navideño montado en Madrid?
Soy escritor de novelas policiales y había llegado a Madrid para dar una charla en Casa América. Una changuita que me había pasado algunos amigos del Ministerio de Cultura y Afines de Argentina que me venía muy bien para ver a mis hijos, todos españoles -la vida es así, impredecible- para las fiestas de fin de año. Durante ese viaje, de placer pongamos, se produjo el crimen que, al enterarme, como todo el mundo, por la tele, me causó mucha gracia. Pero de golpe mi situación cambió. Citado imperativamente a la embajada argentina, me enteré, por un delegado del Ministerio de Exterior, o de Interior, no retuve el dato, que tenía que sumarme a un gabinete de crisis como observador externo, con derecho a opinión. El pedido, directo, les había llegado de la comandancia de los Mossos d´Squadra, la policía autonómica de Cataluña. Me negué, no por falta de ganas, sino para poder negociar, y el burócrata me abrió quién firmaba el pedido.
Un escritor nunca sabe nada de sus lectores. Pueden salir de debajo de una piedra o ser aspirantes al Nóbel. Pero ese no era el caso. El firmante era uno de mis lectores más consecuentes. Un tipo con un sentido del humor casi criminal. Seguramente todavía estaba riéndose.
Tal como lo estoy relatando, esto es un quilombo que merece un poco de orden. Así que, en bien de la cultura general, algunos datos necesarios.
En el pesebre navideño que se monta en Cataluña, hay un personaje que falta en el resto de España y, agregaría, en el resto del mundo: el caganer.
A un costado del pesebre, con los pantalones bajos, la figura caga un sorete como para cuatro. Según la moda del día, puede ser un campesino anónimo o una figura por todos conocida. Desde que en el Vaticano está Francisco, un Papa argentino, en muchos pesebres catalanes se lo expone con la sotana blanca arremangada y cagando. Otros ponen figuras de la tele, futbolistas o políticos; y nadie se enoja, porque es una suerte de homenaje.
Dos datos, si se quiere marginales. En todas las culturas agrícolas primitivas el excremento humano es un alimento para la tierra que no se cuestiona. Las personas devuelven algo a la tierra, para que les siga dando de comer. Y en la cultura catalana pervive ese mensaje ancestral.
El otro dato es que, para el resto de España, mayoritariamente católica, monárquica y franquista, el caganer es una ofensa enorme a la sacralidad del Belén de Navidad.
Pero -siempre hay un pero que presagia desastres- a políticos discursivamente progresistas se les ocurrió superar los encontronazos con el independentismo montando un pesebre catalán, para colmo viviente, con actores y no muñecos, en el medio de Madrid.
Entonces, en la noche de Navidad -Nadal, en catalán- el caganer se desplomó alcanzado por un disparo mortal. El culo y la mierda de plástico que mostraba como parte de su papel, no lo pusieron a salvo.
¿Quién se lo había cargado? Para determinar eso, es decir, quién era el culpable del entuerto España versus Cataluña, estábamos ahí reunidos, en torno a una maqueta que representaba las posiciones de todos los sospechosos en el desafortunado pesebre.
Venía difícil la mano. Por medidas de seguridad, al pesebre real había que admirarlo de lejos, y la bala que había matado al caganer era de un calibre muy pequeño, lo que eliminaba un franco tirador. Como no fueran las ovejas, el burro y el buey, que rumiaban ajenos a los encontronazos entre humanos, quien había asesinado al caganer tenía que ser alguno de los personajes principales del pesebre; con un tiro casi a quemarropa. La pregunta que flotaba en el aire era si lo habían liquidado por su rol de caganer o por algún mérito
propio. En el primer caso la cosa quemaba, porque era política, en el segundo era tan sólo un asunto policial.
En la primera reunión nos habíamos hecho un lío con los nombres de los actores y actrices que eran parte del Belén. Cosa que se complicaba aún más porque la Virgen María era un travesti o una travesti -definición bipolar- que se llamaba Vladimiro Lenin Fernández, metido en trámites legales complicados para tomar nombre de mujer. Otro regalo de políticos que sumaban votos con cierta amplitud respecto a los géneros. Así, sin darnos cuenta, caímos en señalar a los sujetos con el nombre de sus personajes. San José, la Virgen María, los Reyes Magos, los pastores y el Niño Jesús, papel que algún genio había asignado a un enano diminuto de un circo internacional.
Por eso la comisario de la Guardia Civil, fuerza que nadie podía suponer afín al catalanismo, había dicho:
-Para mí que lo mató la Virgen María.
Aclaro: de todo el grupo abocado a la emergencia, yo tenía claro que la comisario era de la Guardia Civil por el uniforme, que el de la Casa Real lo era porque, muy formal, a dónde fuera colocaba un cartelito que lo anunciaba, y también me quedaba claro quién era el representante de la Generalitat de Catalunya: parecía soterradamente divertido, hablaba un catalán cerrado y era sordo para cualquier otro idioma. Del resto, presumiblemente de la Justicia, la Policía y el Obispado, seguro anonimato. Bueno, yo, el que les había caído como peludo de regalo, no merecía presentaciones.
Y sigo: Esa noche de Navidad, cuando el caganer se desplomó hacia adelante, como hachado, y la Virgen y San José trataron de socorrerlo, para descubrir que tenía un agujero en la frente que le sangraba, el desparrame fue general.En el pesebre quedaron solo los animales, rumiando, sin enterarse de que se había armado la maroma.
Como en todo encuentro intercultural que se precie, las jurisdicciones estaban cruzadas, y hasta que se decidió quién tenía que intervenir, el muertito quedó tirado entre la escenografía y hubo que poner en marcha una cacería para encontrar a los personajes huidos. En ese tiempo, muchas horas, nadie, ninguno de los asesinos más probables, tenía rastros de haber disparo nada, cosa que afirmaron los estudios de criminalística. Naturalmente, uno, que escribe novelas policiales porque está convencido de que la honradez de la gente no vale una puteada, se pasaba por los huevos los análisis de criminalística. Y en eso creo que coincidíamos todos. Se imponía la necesidad de resolver el crimen sin joder a nadie importante. Fácil: había que encontrar a un gilipollas que pagara los platos rotos.
Fue en ese segundo encuentro, en el que la comisario acusó a la Virgen María, cuando recibimos, al fin, los antecedentes de quienes habían representado el pesebre viviente, con toda la basura recopilada por los servicios de inteligencia. Seamos claros. Cuando un servicio mete la nariz en tu vida estás jodido. Hasta el puto Cristo sería acusado de ejercicio ilegal de la medicina y falsificar vino con agua.
El caganer, por ejemplo, era un actor de decimoquinta categoría que se pagaba el vicio de actuar vendiendo cocaína al menudeo. Más, estaban registradas protestas de sus clientes porque cortaba la cocaína, para que le rindiera más, con anfetas, laxante para bebés y hasta cal de la pared. Puedo imaginar la cueva donde vivía, con el revoque raspado, que terminó en más de una nariz. Como, cosa rara, no había ninguna ficha del enano Niño Jesús, argumenté que ese sujeto, por razones que tenían que ver con la competencia en el tráfico, era el que lo había liquidado. Que, seguramente, por lo que afirmaba criminalística respecto al calibre utilizado, tenía una pistolita escondida entre los pañales.
Por un ratito me sentí como el que hace el gol del campeonato. Todos me alabaron y suscribieron mi teoría. Pero duró poco.
Con un carraspeo, el delegado de la Casa Real dijo, sugirió, más bien; sugirió afirmando, más bien, que el anterior rey de España había tenido una vida un poco desordenada, y que muchos de sus hijos naturales rodaban por el mundo. Cuando se entendió la falta de ficha, y caló que el enano era un Borbón no reconocido, las tornes cambiaron, y todos me miraron con bronca. Les faltaba decir: ustedes, los argentinos, siempre contra España. En esa tensión levantamos la sesión hasta el día siguiente.
Llegamos al tercer día apretados por todo lo que había por arriba de nosotros. A mí me habían llamado desde Argentina para recomendarme que no hiciera estupideces porque estaban en juego no sé cuántas toneladas de soja y lomos de novillo envasados al vacío.
No había tiempo para seguir dando vueltas. Estábamos con la soga al cuello.
Entonces el comisionado coordinador, uno de esos funcionarios grises que tanto son consejeros privados como jefes de la Gestapo, señaló a Gaspar, o Baltazar -siempre me hago un lío con los nombres-, el Rey Mago negro. No tenía sus papeles en orden, era subsahariano, es decir de alguna parte del África negra y, habitualmente, se ganaba la vida vendiendo en las calles bolsos de las marcas más famosas, hábilmente falsificados en China.
Fue como encontrar la explicación a la cuadratura del círculo. Ese tenía que ser el asesino del caganer. Era una respuesta que satisfacía a todos. Salvo por una minucia. Los políticos policulturales y plurigenéricos, nos iban a descuartizar si un inmigrante clandestino llegado en patera terminaba en la cárcel.
Ahí, apretado por la realidad, recordé que en Buenos Aires van de manteros un montón de negros, incluso con camisetas del Barcelona, que dicen claramente dónde estuvieron antes de la Argentina. Y les propuse que lo expulsaran a mí país, sin procesarlo. Algo así como un empate técnico.
Sorprendentemente, aprobaron en masa la propuesta que cerraba el caso del asesinato del caganer. Y así se hizo.
Algunos días más tarde, cuando había retomado mis actividades de boludeo cultural, me enteré de que el negro había llorado a mares cuando supo que lo expulsaban. Todavía no sé si de alivio por zafar de un asesinato, o porque su destino era la Argentina. Y no me lo quiero preguntar.