Como los militares gobernaban el Uruguay, Punta del Este faltaba en el mapa del exilio argentino. En la lista de países que recibieron a los que escapaban de la dictadura aparecían primero España y México y después Venezuela, Brasil, Suecia, Francia, Italia, Israel, Bélgica, Suiza, Holanda, Estados Unidos, Canadá y Australia. Sólo cuarenta y cinco minutos separaban el Aeroparque de Buenos Aires del aeropuerto de Punta del Este. Su aveni-da principal no contaba con una oficina de las Naciones Unidas para refugiados.
Cuando papá llegó con mamá y conmigo a fines de 1976 (mi hermano nació dos años y medio más tarde), Punta del Este parecía un pueblo fuera de temporada que entre las fiestas de diciembre y la primera quincena de febrero se ampliaba con el despliegue de los argentinos.
No encontré ese Punta del Este en los libros enciclopédicos sobre la historia del balneario, ni en el ensayo Punta del Este, la política excluyente de Américo Cristófalo. Pero sí en los artículos de Enrique Raab publicados en La Opinión en el verano de 1975 y rescatados en los dos libros que recopilan parte de su obra. En los dos títulos aparece la tensión entre los dos caminos posibles para el balneario: «Un turismo heterogéneo desvaneció los sueños de Punta del Este de convertirse en el Biarritz de la América Latina» y «La disyuntiva de Punta del Este: ser el reducto de quinientas familias o convertirse en un balneario popular».
Para ilustrar el pavor a la invasión de las clases medias acomodadas de la Argentina le dio voz a la franco uruguaya Marie-Francoise Escoromel:
«Punta del Este era una cosa en 1940 y otra ahora. Entonces venía un sector selecto de la sociedad porteña que no quería salir en las sociales de La Nación. Un sector aristocrático de verdad que amaba el recato y la vida privada. Yo era una niña entonces —dice—y cabalgábamos salvajemente por estas playas, nos bañábamos sin preocupaciones, teníamos amigos de nuestros mismos intereses, sin mezcla, sin —vacila—promiscuidad.»
Puedo imaginar que papá se veía como parte de esa mezcla. Habrá creído que no llegaba para integrarse al mundo de Madame Escoromel, sino para desafiarlo. Ricos plebeyos comunistas contra ricos aristocráticos conservadores.
Papá creyó que viviríamos en Punta del Este unos pocos meses como escala hacia Madrid, donde mamá quería instalarse para poder ejercer su profesión de psicóloga, o París. O un breve interregno hasta la vuelta a Buenos Aires. Pero el lugar de exilio provisorio se transformó en nuestra casa durante seis años y medio.
Nos mudamos —sólo por un tiempo— a un chalet rodeado por pinos y eucaliptos sobre una calle de tierra y fondo sin parrilla. Se llamaba El Tero por los teros que lo visitaban. Uno de mis primeros recuerdos visuales es papá entre los eucaliptos con las manos detrás de su cuerpo, como la llevan los esposados. No sabía que caminaba su contrariedad ante aquel exilio, la incomodidad del fugado.
Martín Sivak