Cuando pienso en vacaciones, no puedo dejar de recordar los primeros años que vivimos con mi familia en Mar del Plata y en una figura que venía a casa todos los veranos: un primo de mi viejo, al que conocíamos como Willy el chanta. Mientras vivíamos en Barracas, enfrente de una funeraria, con un sol que te dejaba ciego, Willy el chanta nunca había aparecido, pero apenas nos mudamos a Mar del Plata, a mediados de los ochenta, fue una presencia infaltable. Ya en diciembre mi viejo decía: en cualquier momento llama el que te dije. Y así era. Sonaba el teléfono, antes de las fiestas, y Willy anunciaba su visita.
Creo que vivía en Temperley o cerca de Longchamps. Según mi viejo, Willy era de mudarse mucho. Venía en el tren clase turista y lo íbamos a buscar a la estación de Luro. Nos abrazábamos a los gritos en el andén. A mi hermano y a mí nos daba caramelos sugus y nunca la pegaba con los nombres. Era alto y muy flaco. Nunca supimos su verdadera edad. Mi viejo decía que Willy era más joven que él. No lo parecía. Cultivaba un look semi deportivo, algo devaluado, un estilo de socio de club náutico que empieza a deber muchas cuotas, pero que trata de mantener la prestancia. Sus gustos, su vestuario, sus latiguillos eran levemente anacrónicos, como esos tipos que salen de la cárcel y no tienen idea de la época donde viven. Durante mucho tiempo usó un peinado hacia arriba, un jopo que fue desintegrándose a medida que pasaron los veranos. Mi vieja decía que se daba la Carmela. No le hacía asco al saco con hombreras y a los anteojos negros. Explotaba –según él, con suerte- un parecido con Steve McQueen o con Marco Estell, dependiendo de la luz. Ya camino a casa, nos contaba sus proyectos para esa temporada y los negociones que había hecho durante el año.
“Vas a ver que llegamos al departamento y el chanta hace el truco del sillón”, decía mi viejo. No fallaba. “Por hoy me tiro en el silloncito del living”, decía Willy, “y mañana salgo temprano a buscar hotel”. Se despertaba a cualquier hora. Por supuesto no conseguía lugar en ningún lado, a esa altura de la temporada, y mi viejo, al segundo o tercer día, le terminaba diciendo “quedate acá, para qué vas a gastar en hotel”. Palabras mágicas. Willy lo abrazaba: ¡Primo querido! Exageraba bastante su afecto. Debía imaginar que mi viejo no lo quería mucho. Por problemas familiares y geográficos, se habían conocido demasiado tarde y les faltaba ese pasado típico de los primos, con juegos y complicidades, que ayudan a soportarse de grandes.
Willy amaba Mar del Plata y gracias a él esos primeros años en la ciudad estuvieron llenos de descubrimientos y sorpresas. Después de cenar, donde comía como un náufrago, se ponía de pinta: camisa abierta en el pecho, pulóver en los hombros, mucho perfume, y nos llevaba a mi hermano y a mí a caminar por la peatonal. En aquellas temporadas había mucha gente. Recuerdo unos grupos brasileros que tocaban tambores. Willy aplaudía todo. Nos llevaba a tomar helados, a ver la Fuente, a los jueguitos. Mi hermano y yo acostumbrados a la calurosa y silenciosa Barracas, vivíamos un sueño desde la mudanza. Íbamos de deslumbramiento en deslumbramiento. Una noche lo vimos a Olmedo tomando un plato de sopa en el bar Jorgito, de calle Santa Fe. Fuimos, después, a ver donde se cayó del balcón. A cada famoso que cruzábamos Willy le daba la mano y por abajo nos decía que era su amigo. Fuimos a ver la casa donde Monzón mató a la mujer. Willy se sacó una foto con Guillermo Bredeston.
Cerca de la segunda semana de estadía, empezaban sus delirios empresariales. “Ahora agarrate”, decía mi viejo. “Mientras no me pida plata…” Willy siempre buscaba un negocio redondo que lo volviera millonario. A las miles de ideas que se le ocurrían, les adjuntaba miles de explicaciones por las cuales nunca se concretaban. La principal razón era simple: no tenía un peso. Aunque eso Willy nunca lo admitía. Tenía una frase: las variables a contemplar. “Las canchas de padel pintan bien, pero hay que ver las variables a contemplar”. Algunas ideas eran muy divertidas y si hubiese aparecido un capitalista aventurero, el éxito tal vez llegaba para Willy el chanta. Su proyecto más grande fue una pista de patinaje sobre hielo donde el hielo estuviera hecho de jugo naranjú. Atento al detalle, Willy había notado que los chicos se caían de los patines y lloraban. A la larga, eso pinchaba el negocio. Con la pista sabor naranja, eso no pasaría jamás. Una caída, una chupada al piso, todos contentos. El mismo hielo podía empaquetarse y vender. Willy llenaba hojas y hojas de diagramas y cifras, iba todos los días a charlar con el encargado de la pista, le preguntaba cosas. Al final, dictaminó que la idea era inviable porque el jugo -aun siendo artificial- no soportaría la presión de no sé qué gas.
Del mundo del entretenimiento pasó a la gastronomía. Pensó en crear unas rabas envueltas en papel aluminio, tipo alfajor, que se pudieran comer en cualquier momento y que mantuvieran el sabor como recién sacadas del sartén. “Raba-ravilla” era el nombre elegido. Cuando conocimos los panchos electrónicos en la rambla, Willy se interesó bastante y también hizo cálculos, relación costo/beneficio, gasto en luz, influencia de la arena en el sabor, etc. Las famosas variables a contemplar.
Cada noche, en la sobremesa, le exponía estos asuntos a mi viejo que, agotado de trabajar, le bostezaba en la cara. A eso de las once, cuando no salía con nosotros, Willy se tiraba el placard encima y se iba por los boliches. Era más de las tanguerías y boites del centro que de Constitución. “Éste lo que quiere es pegar un braguetazo”, dijo mi viejo. “Enganchar una vieja con guita y no laburar más”. Fue la primera vez que escuché la palabra braguetazo y tardé mucho en entender el significado. Me imaginaba que te daban con un jean por la cara.
Ya en los noventa Willy dejó de venir. Supongo que fue paulatino. Se había puesto en pareja con una maestra y vivía con ella en Lanús. Parece que en los veranos viajaban a Córdoba y a San Clemente. Durante mucho tiempo no supimos nada de él. Una vez hará diez años llamó a saludar. Dijo que prometía venir a visitarnos, que la relación con la maestra había terminado, pero que estaba de novio con la viuda de un médico. Todo iba viento en popa. Contó que estaba por poner un ciber-video club-locutorio con su futuro cuñado. Nos mandó un beso a mi hermano y a mí: como siempre dijo cualquier nombre. “Lo extraño un poco al chanta”, dijo mi viejo.
Willy no cumplió su promesa, nunca más vino de visita y nosotros hicimos lo que suele hacerse: lo olvidamos. En mi memoria, entró en la zona de los recuerdos imprecisos, casi irreales, de la infancia. Tal vez en el mismo lugar donde persiste enterrada esa ciudad mágica, que ahora es como cualquier otra. Lamento no tener información actual de Willy. Los familiares que podían darme algún dato han muerto. Pienso que es probable que Willy el chanta también haya muerto, como murió mi viejo. Si fue así, no quiero saberlo. Prefiero recordarlo con los ojos llenos de asombro de cuando vio a Olmedo atrás de esa vidriera, o con las manos abiertas, desbordante de entusiasmo, dibujando en el aire de la peatonal un negocio maravilloso, antes de que las variables a contemplar arrasaran todas las buenas ideas.
Mauro De Angelis