Por la orilla del mar, a contratiempo

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Me gusta hacer el mismo recorrido, siempre. Bajo las escaleras del edificio, doblo a la derecha y sigo por Alvarado hasta Olavarría, a veces una calle antes, otras, sigo de largo. Después, bajo hasta la costa: me gusta correr costeando el mar, ver como el anaranjado del cielo se funde con él.

Los domingos la ciudad refleja todas las vidas que no pude tener, se extiende ante mí como una muralla de arena y agua salada, la miro desde lo alto de una de las tantas subidas que ostenta la zona costera. Si tengo que hablar de ella pienso primero en su gente y después en su arquitectura. ¿Sospecharán que vine buscando perderme? Terminé encontrando: un departamento lleno de gente con la que compartir mi soledad los fines de semana. Puedo cantar las canciones más tristes porque siempre hay alguien que las va a cantar conmigo, puedo llorar porque ganó un fascista, alguien va a llorar conmigo; pueden romperme el corazón en un café, alguien me va a esperar en la puerta de su casa para darme un abrazo.

No es una ciudad tanguera, no recuerda al arrabal del barrio porteño, más bien desprende destellos de lo que supo ser un pasado glorioso ahora ausente, las casas aristocráticas- al menos las que sobreviven ante el avance del negocio inmobiliario- se encuentran mayormente frente al mar, corroídas por la salitre pero en pie.

Completa mi angustia, persiste perdida en el tiempo, vive anclada a algo inexistente como yo.

¿Qué rescato de ella? su inocente desparpajo, repleta en verano y vacía en invierno, su olor a puerto en los días de humedad, las noches frías, su población envejecida. La gente la elige tanto para morir tranquila, pienso, como la elige para vacacionar. Está hecha para marearse, no es para cualquiera esto de toparse con el infinito en una esquina, de repente. Giras y ahí está.

Le describo recurrentemente a la gente de Buenos Aires el paisaje local como si fuera algo exótico, fuera del alcance del resto de los mortales: es re loco esto de ir en el bondi y ver por la ventanilla gente vestida de traje y corbata, yendo a la oficina y a la vez otros en ojotas y malla! Lo mejor de los dos mundos.

Un día, hablando de mudanzas, mi amiga dijo: por ahora no puedo irme porque en otra ciudad me sentiría encerrada. Acá, al menos, tenés el mar.

Parece suspirar, la ciudad, secretos de un mundo que ya no existe. Contame, le digo, qué te susurra el mar cuando todos dormimos.

El café de la mañana, el té de la tarde, no duermo de noche si tomo cafeína después de las cinco, después de las cinco refresca, es casi inhumano. Me cuesta la idea de abrigarme de noche incluso en los días más cálidos del año pero más de una vez me arrepentí de no hacerlo. El cigarrillo en el balcón, en la casa de alguien, me abrigo para salir a fumar. Acá siempre me abrigo. Me protejo del pasado, elijo no pensar, pienso mucho.

No voy a quedarme acá, pero me encantaría. Soy una enamorada del condicional. Yo siempre haría algo que no hago, las calles marplatenses son imagen de todo lo que no fui ni voy a ser.

No pude con ella ni ella conmigo pero nos queremos, nos perderemos y nos encontraremos a lo largo de mi vida. Yo voy a cambiar y ella no tanto: uno vuelve después de un tiempo: cinco, diez años. Todo se mantiene. Un poco así es que conserva su encanto.

Ay

Malena Casanova

Malena Casanova
Malena Casanova
Nació en Quilmes, estudió Literatura en Mar del Plata y pasa gran parte de su tiempo en un tren yendo y viniendo entre esas dos ciudades. La lectura y escritura le sirven como espacio seguro para habitar las ausencias.

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