La vaca y el auto

La lluvia ha fijado la médula pulverulenta del camino. La atmósfera recién lavada está fresca y limpia. El sol irradia su esplendor de fin de marzo.

Viene un auto a gran velocidad. Bajo el cielo de la pampa –caverna diáfana de turmalina– el auto es una catanga bulliciosa y rápida.

La sementera húmeda emana un olor másculo, que excita a la hermosa joven que lo conduce. Y acelera, acelera, para que las ráfagas la penetren sensualmente. Mas… De pronto, una vaca. Una vaca inmóvil en medio del camino. Chirriar de frenos y diatribas. Las estridencias de la bocina resquebrajan el aire. Pero la vaca no se mueve. Apenas una mirada acuosa y oblicua, mientras se lame y se relame. Al fin, prorrumpe:

–¡Pero señorita!… ¿A qué tanto escándalo? ¿Por qué se apura si a mí no me interesa su apuro? Mi vida tiene un ritmo idílico insobornable. Soy una matrona antigua que no cede a ninguna frivolidad. ¡Por favor: no haga ruido! El estrépito espanta al paisaje. Usted no se da cuenta porque ni siquiera lo ve. El paisaje huye de su lado, convertido por la velocidad en una pasta visual rayada y áspera. Pero yo vivo en él. Y en él educo mi sensibilidad, que no es roma como la suya… ¿De dónde saca esa sed morbosa que absorbe las distancias? ¿Para qué se dopa de vértigos? Usted serviliza la vida con apremios en vez de ganarla en intensidad. ¡Vamos: deje quieta la bocina! El tiempo y el espacio no se dominan con músculos de acero y latón. La rapidez es un engaño: hace llegar antes a la certeza de la propia impotencia. El símbolo de toda cultura está en la medulosa lentitud de lo inconsciente, que inconscientemente logra su destino. El suyo, niña, ya lo sé: estrellarse en la materia después de haberse estrellado en el materialismo. Bien. ¡No se enfade! Me retiro. Identifique otra vez sus nervios al vibreo de los cables. Anime de nuevo, con explosiones de gas, el motor y su cerebro. Ya está libre el camino. ¡Adiós! Que se conserve bien…

El auto arrancó barbotando insulto de odio y nafta.

Parsimoniosamente, relamiéndose, la vaca extendió una mirada acuosa y larga. Y, después, un mugido irónico y largo que acompañó al auto hasta doblar la línea del horizonte…

Juan Filloy
Juan Filloy
(Córdoba, 1 de agosto de 1894-Ib., 15 de julio de 2000) fue un escritor y jurista argentino. Ha sido reconocido por autores como David Viñas, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Leopoldo Marechal, Juan José Saer, Adolfo Prieto y Mempo Giardinelli, entre otros, y recibió varios reconocimientos, a pesar de lo cual, su poco interés en promocionar sus obras ha hecho que sea un autor desconocido para el gran público, convirtiéndolo en un autor de culto dentro de las letras rioplatenses. A lo largo de sus casi 106 años de vida, Filloy desarrolló una vasta obra literaria en todos los géneros: novela, cuento, artículo, poesía, ensayo, nouvelle, traducción o historia, además de crear textos híbridos que cruzan elementos de varios géneros, sumando un total de más de cincuenta obras, lo que convierte a Filloy en uno de los autores más prolíficos de su país. En vida del autor se publicaron veintisiete obras, entre 1930 y 1997.

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