Había escrito mi mejor obra y era, sin embargo, incapaz de compartirla. Veinte crónicas escupiendo al mundo toda mi verdad. No hubiera soportado que alguien se atreviera a cuestionar una coma, la conjugación de un verbo ni esa palabra que inventé y que quería preservarla como aquel que sabe que guarda alguna munición para la posterioridad.
En el diario aguardaban mis crónicas cada semana y yo me había prometido no entregar ninguno de mis textos. Me pagaban por escribir, pero yo estaba decidido a no ofrendarles mi producción. Hice lo que hace alguien que sabe que va a mentir: buscar coartadas, inmiscuirse en el asunto, analizarlo de modo minucioso hasta encontrar el error, la falla que devele el delito cometido. Con Arlt, con Piglia, Onetti, con Kafka y Duras, sabía que tendría un buen resultado, sabía también que sería posible que descubrieran la ilicitud de mi reproducción.
El inicio de Tokio Blues me parecía un muy buen comienzo; sabía que, si lograba copiar la prosa de Duras o el sarcasmo de Arlt, ellos podían resolver la cuestión de las primeras crónicas. Debía entregar una por semana y debían ser buenas, si pretendía seguir cobrando el magro salario que daban a cambio.
El primer texto que envié no tuvo gran repercusión, pero conservó mi empleo. Visualicé, solo por curiosidad —no por saberme leído, sino por no advertirme descubierto— que tenía apenas dos comentarios. Uno era de Juan Carlos, un compañero que se gana la vida cumpliendo una única función: comentar las publicaciones para ayudar a su difusión. Lo querían rajar, ni para eso servía.Había dos o tres comentarios más, pero resultaba evidente que era él detrás de unos perfiles falsos;aplausos y libros que demostraban no haber leído siquiera el título. Pero había otro, un remitente desconocido, una mujer que, a juzgar por su nombre, podía ser una señora mayor, había escrito:«Hermoso texto, original y a la vez nostálgico como si lo hubiera vivido». Me quedé unos cuantos días verificando el alcance de mi crónica y sus repercusiones, no era tan bueno para copiar como para escribir. Pero mis cuentos, aquellos que guardaba con recelo, eran míos y nada en el mundo ni en la vida había sido tan mío como ellos. A nada yo había alumbrado alguna vez como a aquellos textos y eso me bastaba para continuar con esta farsa sin culpa.
¿Los hubiera publicado al mejor postor? A veces me lo pregunto. Creo que, si alguien los hubiera leído, entonces nada ya sería mío y yo, a su vez, sería de todos. No me arrepiento del destino que les profané, peor hubiera sido verme citado en publicaciones berretas y criticado por dudosos editores.
La semana pasó tan rápido como mi imaginación pergeñando nuevos recortes y adulteraciones. Conocía muy bien la ley y no temía al escarnio sino a perder el empleo que me permitía escribir. Entregué una nueva crónica, hice clic en “enviar” apenas minutos antes del plazo y me aseguré la paga semanal. Todo fluía con naturalidad, los fragmentos que introducía y que conocía de memoria y los comentarios del inútil de Juan Carlos. Así, mi trabajo consistía en chequear que nadie descubriera mi mecanismo, pero ella aparecía en cada entrega, ¿nada tenía para hacer esa mujer? “Excelente narrativa, como si la conociera. Felicitaciones al autor”, fechada el 24 de agosto; “Muy bien escrito, espero sus crónicas cada semana”, fechada el 19 de octubre. Así, no cesó, semana a semana. Saqué captura de pantalla y me dediqué a la investigación; no iba a permitir que nadie arruinara mis planes. Pero no había nada, solo encontré plantas y gatos y saludos por el día de la madre. Extrañaba a la suya que, según los comentarios, había muerto hace unos años.
Esa noche no logré dormir, no asignaba a aquella mujer grandes atributos, pero tal vez era una lectora, tal vez era solo una lectora y eso podía perturbar mis planes. La idea me surgió de madrugada, decidí escribirle un correo y persuadirla de algún modo para que me cuente la verdad. Lo programé para primera hora de la mañana, escribí un largo texto, tal vez demasiado. Le agradecí por sus elogios y terminé el correo con un tono amenazante donde le decía que ya sabía toda la verdad.El correo fue leído apenas a segundos de ser enviado. ¡Esta mujer no duerme!, pensé. ¡No se rinde! Si contesto ahora pensará que, como ella, no tengo otra cosa que hacer y, nuevamente, no equivocaría sus sospechas. Leí su respuesta y me quedé pensando en su habilidad para la mentira. Al final, éramos parecidos. Me decía que no entendía a qué me refería, pero que me felicitaba por mis crónicas, parecía obsesionada, decía que yo escribía como sus grandes ídolos de la literatura, que la disculpara por atreverse a comentar tanto, que no quería molestarme y un montón de otras palabras que demostraban su talento para la cursilería. ¡Esta tipa quiere mis textos, a mí no me engaña! Lo descubrió todo y busca la manera de robar mis cuentos, de engañarme a mí, así como yo he engañado a todos. Creo que me equivoqué en subestimarla, ¿trabajará sola? ¿Cuántos otros querrán llevarse mis textos y acuden a su ayuda para robarme? ¡Eso es! Esta mujer trabaja para otros, aquellos que saben lo que he escrito y buscan quedarse con mi obra. Le respondí que la esperaba en mi casa por la tarde para arreglar el asunto, que venga sola, porque conocía sus planes.
—No demos más vueltas, mis textos están allá—dije, mientras señalaba un rinconero— el segundo estante tiene una solapa, están ahí.
—No sé a qué se refiere, señor, yo solo quise ayudar.
—No es necesario que siga fingiendo, ¿para quién trabaja? ¿Quién quiere mis textos?
— No es precisamente un trabajo, como le decía, yo solo quise ayudar…
— ¿Para quién trabaja?
— ¿Cómo?
Me acerqué y tomé la pesada pila de papeles y se los di.
— Aclaro que soy muy caro.
— ¿Qué es esto? Carlos no puede pagar.
— ¿Quién es Carlos?
— Mi esposo, me dijo que pensaban despedirlo si las crónicas no tenían la interacción que esperaban, entonces me pidió ayuda, lo hice por él.
— ¿Juan Carlos?
— Sus crónicas son muy buenas, yo no soy una gran lectora, pero intuyo que deben serlo.
— Entonces, ¿nadie quiere mis textos?
— Por favor, no lo exponga, necesita el trabajo.
— Claro…
— Pero, señor, ¿qué son estos textos?
Lucía Cass