Papá (fragmento)

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El chico que alguna vez fue mi padre era el mayor de cuatro hermanos, dos mujeres y dos varones, que nacieron y se criaron en el campo. La casona familiar estaba construida sobre una loma, encima de uno de esos repliegues o acumulaciones bestiales de tierra que cortan la monotonía lineal de la pampa cerca de sus ríos angostos y marrones, casi siempre inundados.

Eran ricos.

Tenían un campo extenso repleto de bañados pero también con sus zonas buenas. Un campo lleno de vacas en los bajos y maizales en las partes aptas que daba gusto recorrer a caballo. Un campo lindo para perderse persiguiendo teros o perdices. Espantando garzas. Lindo para llegar hasta la orilla del río y bañarse en verano o pescar en cualquier época. Siempre con la onda en la mano, por supuesto.

Había una quesería, también. Un galpón enorme de olor rancio a pocos metros de la casa. Y muchos peones y tamberos y perros y gatos y gallinas y pavos dando vueltas por ahí. A toda hora. Animales y gente que hacían más sencilla la tarea cotidiana de escaparse a la soledad de la montura de un caballo. Porque, la verdad, a mi viejo me lo imagino solo de pibe. Muy solo. Y como argumento de tal imaginación tengo en primer lugar a la herencia: soy su hijo, después de todo, y conozco bastante bien mis propias inclinaciones. El segundo argumento tiene que ver con la experiencia: he convivido con él durante un montón de años y es el tipo de personas, quizás también como yo, que siempre están solas a pesar de que haya multitudes dando vueltas a su alrededor. Y me apuro a afirmar que no creo que se trate de ningún defecto o de ninguna virtud en particular, sospecho que se trata, sencillamente, de la mismísima condición humana llevada unilateralmente hacia algún extremo; que la sociabilidad, lo que constituiría el extremo opuesto de la misma cuestión, no es más que una muestra casi patética de aquello que es tan esencial al hombre: la imposible y a la vez imperiosa necesidad de ser junto a los demás hombres.

Una soledad a caballo, al aire libre, la de mi padre; así como la mía, treinta años después, fue una soledad del encierro, de los rincones más o menos oscuros. Distintas maneras, aunque en el fondo parecidas, de prepararse inconscientemente para la acción adulta: para la escritura, en mi caso; para las armas, en el suyo. A caballo yendo a la escuela, también. Una legua de ida y otra de vuelta, todos los santos días. Diez kilómetros cotidianos de tierra o de barro para reflexionar sobre lo por venir. Para decidir, una tarde cualquiera de invierno, que la libertad de la huella podría multiplicarse, increíblemente, en un liceo militar de la ciudad gigante.

Cosa rara, la determinación del chico que por aquel entonces era mi padre: desde el lomo de un caballo, un buen día, cambiar la onda y el río por la disciplina militar. Hacerse militar en una familia que sumaba, ya, varias generaciones campesinas.

Cosa rara.

Pero sospecho que explicable.

La década del treinta del siglo veinte fue una década contaminada de patria: de palabras sobre la patria o de la mismísima palabra patria. Una década de decisiones drásticas, de giros violentos, de saltos al vacío, y tales humores patrióticos suelen ser contagiosos. Suelen metérsenos en los intestinos o pegársenos en las arterias sin darnos cuenta, igual a como se nos mete o se nos pega el cáncer. Y también está el tema de la familia, de los límites, del mundo visto como una posibilidad casi infinita de aventura, del profundo aburrimiento que muchas veces produce la libertad horizontal de la pampa. De todos modos, y aunque las cuestiones anteriores puedan haber tenido algo que sumar en su determinación, yo me inclino por otra más íntima, más fácil. Me inclino por la ambigüedad que casi siempre encierra la soledad: la milicia le ofrecía la ilusión de la camaradería, esa suerte de nueva familia, de familia para siempre, con jerarquías verticales muy rígidas pero repleta, al mismo tiempo, de una absoluta informalidad entre pares, informalidad que no le permitía su condición de hijo mayor del patrón. La ilusión de una soledad compartida y anónima, en algún sentido. Y se me ocurre, además, que tomó la decisión de muy pequeño, quizás soñando a la caballería como una argucia: como la manera de ser chico para siempre, de poder jugar a la guerra eternamente, de tener amigos solitarios y anónimos que también supieran disfrutar de los caballos o de las guerras o de las interminables charlas sobre la patria. Con ganas, seguramente, de olvidarse por un rato largo del olor rancio de la quesería y de los peones y de los tamberos y también de los perros y de los gatos y de las gallinas y de los pavos. Mi abuela, la dueña de aquella jauría de animales más o menos domésticos, repetía hasta el cansancio que había sido su verdadera y única vocación, que mi viejo había nacido con alma de milico, que a ella no le había gustado nada que se hubiera ido al liceo, que era muy chico cuando se fue, pero que con el tiempo lo había podido aceptar, que por eso se había enojado tanto con él cuando le dieron la baja del ejército, que no le había dirigido la palabra durante varios meses, que uno no puede hacer nada contra su vocación o contra su destino, que a ella le parecía que su hijo nunca iba a poder ser del todo feliz si no era militar y que, en definitiva, había sido una lástima grande que renunciara por una cuestión de honor, por una zoncera semejante.

Cosas de la vida.

Mi caballo fue una bicicleta. Y mi campo un pueblo con cientos de hombres que salían a trabajar muy temprano, vestidos de azul desteñido, justo un rato antes de que sonara la sirena en una fábrica de larguísimas chimeneas que echaban sobre las calles un olor insoportable a maíz quemado cuando soplaba el viento del norte. Mi escuela quedaba apenas a dos cuadras de esa fábrica. Y todavía guardo la fotografía de mi primer día escolar, adelante de una puerta abierta de dos hojas con el consabido escudo en su parte superior, cargando en la exacta medida de mis posibilidades una enorme y flaca cartera de cuero marrón, peinado con raya al costado y mucha gomina, demasiada para mi gusto, las piernas flacas con cierta tendencia a juntarse sin motivo en la zona de las rodillas y mi hermano mayor riéndose incomprensiblemente de la situación a un costado. Ignoro si mi padre era quien estaba tomando la foto. Me encantaría que sí. Pero no lo sé y él no se acuerda.

Lo cierto es que muy poco tiempo después de esa escena fue que descubrí que la escritura me permitía ciertas libertades que ni siquiera la bicicleta o las hamacas, que tanto me gustaban, me permitían. La escritura, una máquina colosal de hierro negro con base de madera que había pertenecido al padre de mi madre. Un montón de teclas duras a las que había que pegarles para que se hundieran. Una pesada herramienta que me dejaba, alegremente, inventar el mundo a mi verdadera imagen y semejanza.

La escritura.

Esa posibilidad infinita de ser chico y solo para siempre.

Aunque mirando el asunto con algún cuidado, resulta bastante extraño pretenderse escritor en una familia de varias generaciones campesinas y con un padre frustradamente militar.

Cosa rara.

Pero creo que explicable, también.

Tengo, con mi viejo, un par de recuerdos primordiales borrosos. Bastante borrosos. El primero de ellos tiene que ver con la lectura. Y con el amor, por supuesto. Estoy sentado a su lado en un sillón doble de caña, sillón que todavía existe y sobre el cual mi padre sigue pasando buena parte de lo que aún le queda de vida. En el recuerdo compartimos ese sillón en alguna de las muchas casas por las que anduvimos mudándonos al inicio de los tiempos familiares. Es temprano, por la mañana. Los dos estamos leyendo distintas secciones del diario y a mí me cuesta mucho conversar con él. Sólo parece interesarse por la política. Creo que por eso estamos hablando de un presidente canoso al que le queda muy poco tiempo de presidente, según mi desmedida impresión infantil, y a él le da mucha risa que a mí, de apenas ocho años, me dé tal desmedida impresión.

Todavía hoy se acuerda de esa charla. Y yo también me acuerdo.

Me acuerdo de lo difícil que me resultaba conversar con aquel hombre silencioso al que amaba tan profundamente; me acuerdo, sobre todo, de los cuantiosos esfuerzos políticos que tenía que hacer para arrancarle unas pocas palabras o alguna sonrisa enorme. Nunca conocí a nadie que leyera más que mi padre. De ahí, quizás, mi necesidad de leer desde antes de ir a la escuela o mis ganas inmediatamente posteriores de escribirlo todo. En esa época ya redactaba un periódico, le había puesto de nombre “El familiar”, y allí, entre chistes y notas más o menos serias, me hacía un lugar, en los editoriales, para publicar algunas quejas muy puntuales acerca de lo que consideraba el comportamiento arbitrario de mi hermano mayor para con mi manifiesta fragilidad. Mi madre guarda varios ejemplares de aquel engendro.

Entonces.

Resulta bastante explícito, me da la impresión, el motivo por el cual llegué tan pronto a la escritura: un intento desesperado de comunicarme con mi padre, de establecer algún tipo de relación con su silencio o con el pasado de ese silencio. Una ilusión casi absurda de entender lo inentendible, la escritura. O de querer salir al galope de aquellos rincones más o menos oscuros que habitaba.

El segundo recuerdo es un viaje interminable a Buenos Aires por una ruta angosta. Mirando el paisaje por entre su nuca y la nuca de mi madre, haciéndome el dormido, aprendiendo a sus espaldas, desde el fondo encerrado de un volkswagen, la infinitud de las distancias pampeanas mientras descubría, casi al mismo tiempo, las innumerables diferencias de personalidad que existían entre esas dos nucas delanteras que tanto tenían que ver con mi corta historia.

No sé por qué recuerdo ese viaje a Buenos  Aires y no cualquier otra cosa. Tal vez porque mi hermano sólo quería jugar a adivinar las marcas de los  coches que se nos cruzaban por el camino y yo no sabía nada de marcas ni de coches, yo sólo tenía ojos para observar cómo la geografía se parecía entre sí o se nos parecía. Pero repito que no sé por qué recuerdo ese viaje. Tal vez sea por lo que acabo de escribir o tal vez se trate, simplemente, de que ya por entonces empezaba a disgustarme que el mundo fuera tan plano o tan inabarcable. Tan aparentemente definitivo.

Tengo, con mi padre, ese par de primordiales recuerdos borrosos. A los recuerdos que vienen inmediatamente a continuación, en cambio, los llevo bien grabados, perfectamente guardados en mi memoria. Quiero decir que cuando cierro los ojos se me aparecen nítidos, precisos. Imposibles de olvidar. Jamás. Una sucesión indisciplinada de imágenes que comienzan una noche, la noche del veintiocho de junio de mil novecientos sesenta y seis cerca del combinado del living, la mayor inversión familiar de por aquellas épocas, un artefacto que sumaba tocadiscos más radio en un solo mueble; un aparato ultramoderno, lleno de luces, con patas finitas y redondeadas, que había llegado hacía muy poco para quedarse en el centro mismo de la casa. Mi viejo está extrañamente verborrágico esa noche, buscando en el armario un disco más pesado y más chico que los discos que acostumbrábamos a escuchar con mi hermano, para después, loco de contento, ponerlo en el combinado nuevo y cantar a los gritos, con un vaso de whisky en la mano izquierda, emocionado, sin pegar una nota pero salvando esa pequeña dificultad con mucho sentimiento, con una alegría infrecuente. Desbordante. Una alegría realmente contagiosa.

Marcha de la libertad, creo que se llamaba la canción. Una especie de himno o marcha que tenía mucho que ver con un golpe militar bastante anterior al que estaba festejando con tantas ganas esa noche, me explicó mi padre sin acordarse de que era muy tarde y de que ya hacía rato que su hijo menor tendría que estar durmiendo. Un golpe anterior del que yo, por más que me afanara en leer los diarios y cuanto papel pasara por mis manos, no tenía ninguna noticia. Tampoco, debo ser sincero, y a pesar del comentario desmedido que le había provocado tanta risa un par de meses antes de esa noche lujuriosa, acerca de la próxima caída de aquel presidente canoso, tenía ninguna noticia de lo que significaría en mi vida que los militares hubieran derrocado a Arturo Illia.

No lo sabía.

Y, por no saber, tampoco sé, ahora mismo, por qué mis primeros recuerdos son tan tardíos. Tan escasos. Incluso aquellos que no se refieren a mi padre. De antes de la charla sobre el eterno sillón doble de caña y del viaje a Buenos Aires, apenas si registro un patio, un ventanal de vidrios de colores que daba a ese patio, una bicicleta celeste, el árbol de la esquina, el choque de esa bicicleta contra ese árbol, un tero enojado mostrándome sus púas, la repentina muerte de tres gallinas a las que había criado desde pollitos, una maceta cayendo acompañada en su caída por el reto de mi madre, la compra con mis ahorros de una guitarra, o una pileta cordobesa en la que me estoy ahogando: sólo alcanzo a divisar muy cerca de mis ojos un montón de burbujas grandes como globos y aunque sé que debo dirigirme hacia la parte playa, no lo hago, no lo puedo hacer, hago lo contrario, justo lo contrario, hasta que una tía, la hermana de mi madre, se arroja al agua y me salva milagrosamente.

¿Por qué tan poco del resto de mi infancia?

¿Por qué tanto olvido?

Federico Jeanmaire
Federico Jeanmaire
Nació en Baradero, provincia de Buenos Aires, en 1957. Es licenciado en Letras y ha sido profesor en la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desatando casi los nudos, Miguel, Montevideo, Una virgen peronista, Papá, Países Bajos, La patria, Fernández mata a Fernández, Tacos altos y Amores enanos. Con Mitre (1998), obtuvo el Premio Especial Ricardo Rojas. En 2008, ganó el Premio Emecé con Vida interior y en 2009, el Premio Clarín de Novela con Más liviano que el aire. Algunos de sus libros han sido traducidos al francés, al alemán, al griego, al árabe y al portugués. En septiembre apareció La creación de Eva, su última novela.

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