Los Trobiani –nieto, padre y abuelo- decidieron compartir cuatro días en Mar de las Pampas, en una casa de un amigo de la familia. Nacidos en 1950, 1980 y 2010, los Trobiani tienen 73, 43 y 13 años. Horacio, el abuelo, habló desde que salieron de Buenos Aires del mejor nivel que tenían los futbolistas de su época. Mirando hacia el asiento de atrás, mientras su hijo Cristian manejaba el auto, intentaba convencer de su opinión a su nieto Lautaro. Minutos después, Lautaro le iba a pasar su teléfono con un video de Pelé en el Mundial de 1970 y con otro de Messi en el de 2022. Cristian se aferraba al volante, tratando de disimular su risa.
Ya instalados en la cabaña rodeada de árboles, a una cuadra de la playa, los Trobiani pasaron un buen rato en silencio, cada uno concentrado en sus mensajes o en las redes sociales. En un momento, Horacio se acercó a su hijo y le dijo que mentir ya no es tan fácil.
-¿Lo decís por lo de Pelé y Messi?- Cristian empezó a reírse a carcajadas.
-Lo digo por todo. Lo digo por lo de mi abuela Sara, también- contestó Horacio.
-Lo de los poderes mágicos que nunca tuviste…
-No te preocupes: no voy a repetir una vez más toda la historia.
Cristian sonrió, le dio una palmada en el hombro a su padre y le comunicó que se encargaría del fuego para el asado. Lautaro, que seguía recostado en un sillón, con la mirada fija en su teléfono, preguntó de repente de qué se trataba esa historia, la de la abuela de su abuelo. Cristian fue hacia el parque sin responder. Horacio se acercó a su nieto, se sentó en el borde del sillón y comenzó a contar la historia que tantas veces había repetido durante su vida.
Cada tres o cuatro generaciones, explicaba Sara, en esa familia nacía un prodigioso. Es decir, un hombre o una mujer con poderes especiales. Enseguida, Sara contaba cómo su hermana Inés había frenado ese auto negro que casi atropella a un grupo de niños que salían de la escuela, entre tantas otras hazañas. Y retrocedía en el tiempo, evocando anécdotas que a su vez le habían contado sus antepasados europeos. Desde que Horacio tenía uso de razón, recordaba a su abuela presagiándole una vida signada por hechos heroicos y asombrosos. Que esos hechos no ocurrieran, convirtieron los vaticinios de la abuela Sara en mitos familiares o en loables esfuerzos por entretener a todos con narraciones extraordinarias.
II
Tanto el segundo como el tercer día de la estadía en la cabaña de Mar de las Pampas fueron de mucho calor, cielo sin nubes y nada de viento. Ideales para pasarlos en la playa. Los tres disfrutaban mucho del mar y, de vez en cuando, también jugaban a pasarse la pelota o a patear al arco en la orilla. El cuarto y último día de esas mini vacaciones estuvo destinado, desde que todo fue planificado, a la llegada de Eugenia, esposa de Horacio; Morena, novia de Cristian; y de dos niños de los que abuelo, padre ni nieto recordaban los nombres. Dos niños, hijos de Morena, a los que todos habían visto un par de veces. La concreción de ese cuarto día tal cual había sido planificado, dependía de que el clima fuera propicio para la playa o, al menos, para disfrutar del aire libre. Y así sería, porque todos los adultos involucrados habían chequeado los pronósticos meteorológicos de cuanta aplicación existía en la faz de la tierra. No había posibilidad de lluvia.
Lautaro quería que nunca llegara ese cuarto capítulo de las vacaciones. Disfrutó mucho de las jornadas de playa, aunque el segundo día presenciaron un incidente tal vez no poco frecuente, pero sí totalmente novedoso para ellos.
Tanto su padre como su abuelo le explicaron que era común que la gente se confiara en el mar. Por eso había guardavidas que se ocupaban de rescatar a las personas que no podían salir del agua por sus propios medios. Sin embargo, el rescate en cuestión fue de mucha tensión no sólo para los protagonistas -rescatado y guardavidas- sino para las decenas de personas que no perdieron detalle de esa casi hora y media de dramatismo. Porque los guardavidas alcanzaron al joven en peligro, pero en lugar de regresar a la costa, se fueron alejando cada vez más. “La corriente los arrastra mar adentro”, comentó alguien. Mientras, otro guardavidas intentaba pedir un gomón o una moto náutica a Pinamar. Por distintas razones, la llegada de ambos auxilios no era posible en ese momento. Horacio, Cristian y Lautaro observaban lo que sucedía en silencio, tan preocupados como todos los que estaban en la playa. Después de otro rato, una mujer dijo: “Se están acercando”. Otra agregó: “Sí, vienen para acá”. Enseguida se oyó un aplauso.
Horacio opinó que, evidentemente, la corriente había cambiado y los había empujado hacia la costa. Cuando los guardavidas pisaron la arena, flanqueando al rescatado, sólo se escucharon aplausos y felicitaciones.
III
Lautaro no dejó de pensar en el miedo que había sentido mientras era testigo de cómo el mar vencía a esos eximios nadadores, preparados especialmente, sin ninguna contemplación. Deseó, como pocas veces recordaba haber deseado algo, que se salvaran, que volvieran a la orilla.
Esa noche, la tercera, veía cómo su padre y su abuelo hablaban por teléfono con sus respectivas mujeres y deseaba no tener que pasar nunca por ese momento. También se preguntaba cómo haría para soportar un día entero a esos niños caprichosos, cuyos nombres no recordaba, que sólo había visto dos veces. Las necesarias para saber, sin lugar a dudas, que le desagradaban.
Antes de irse a dormir, Horacio y Cristian compartieron un whisky mientras miraban las estrellas y definían los planes del día siguiente. Los dos volvieron a chequear el pronóstico del tiempo.
Fue entonces cuando Lautaro deseó profundamente que el cielo se partiera en dos y lloviera como nunca antes había llovido en Mar de las Pampas. Al rato se quedó dormido y soñó con una mujer muy anciana, que se reía a carcajadas y le decía que lo había estado esperando durante mucho tiempo. En una de sus manos, llevaba un paraguas.
Martín Kobse