Matar a Nélida

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La escucho con su ritmo de cepillo escurrir el agua y manosear los objetos sucios. La detesto pero no le digo que se vaya. Tengo un plan. No voy a ponerlo en práctica, pero tenerlo me da seguridad.

No puedo despedirla. Me asustan la mierda y las cucarachas. Creo que soy radical y podría matarla. Cómo. Me acuesto con su muerte prendida a mil ideas muertes, incoloras y cutres.

Mañana me pongo en campaña. Voy a eliminarla, o al menos paso el tiempo pensando así. Me cuesta vivir sin un propósito firme, vivo sino a lo tonto, a pesar de mí. El asesinato me da un estímulo nuevo, hasta tengo color en las mejillas.

Aquí está traspasando la puerta: Son las dos de la tarde. Tiene la cara hinchada y dice: con calor; así se refiere al clima todas las tardes. No le contesto y pienso que estará incomoda. Ser maleducado es una forma de crimen.

La escucho hacer tiempo con las manos colgando, escondida en el lavadero y me dirijo hacia ella, silencioso, para atraparla en su pecadillo de vagancia. La sorprendo a cada rato y entonces intenta una conversación, mientras yo pretendo estar muy ocupado. Yo también disimulo. Me entretengo en el otro lado de la casa, porque en realidad no tengo nada. Mi actividad se ha ido diluyendo con los días.

Hablo por teléfono y siento su interés de lejos. Su oreja depende de mi comentario. A veces levanto el tubo y hablo de cosas raras con nadie. Ella luego no puede resistirse y opina. Donde yo vivo es puro barro, dice. Parece que este presidente es el último, hay que votar bien porque después ya queda.

Veneno en el café. Supongo que si meto lavandina en la cafetera y ella se toma una tacita debe pasar algo en su cuerpo. Tal vez se le disuelva el interior y no se entere. Nélida no usa demasiado su cerebro. Por otro lado, “Los venenos convencionales no se encuentran en las tiendas y si los compras te pillan”, Enciclopedia Básica del Asesino Ilustrado tomo I, (Sevilla 1962). Es como la bibliografía. La biblioteca de un asesino debe ser ingenua. Nada de Quincey.

Qué importante es la práctica. El café con lavandina pierde su color, ella nunca lo tomaría. Además apesta.

Al principio tuvimos una relación más simple, incluso le regalé una cartera para su cumpleaños. Pero el hecho de vernos todos los días desvirtuó el vínculo. Ella empezó con la manía de pedir aumento, o vacaciones y a mí no me gusta que metan el dinero como excusa. La nuestra es una relacional ocasional. Si no fuera tan burgués podría dejar de verla.

Me trae café y lo encuentro sospechoso. Creo que mis ideas son tan físicas que pueden verse y copiarse. Tal vez ella también esté pensando en asesinarme. Piensa. Ella debe pensar. Con palabras cortas. Hoy al llegar dijo: con ruido. Así inició su entrada. Efectivamente se escuchaban martillazos y movimientos de carretilla. Tal vez ahora diga con muerte y yo me muera acompañando su pronunciación. Tomo mi café. Espero. Sigo aquí.

Hoy no he hecho absolutamente nada. Salí a comprar productos de limpieza para ella. Se los dejé en la mesa de la cocina y me refugié en mi eclecticismo. Debe suponer que soy un inútil con suerte. Hace bien. Yo pienso lo mismo, pero no puedo demostrarlo. Tengo que distanciarme. Siempre estoy lejos del eje. Soy satelital.

Hace un instante me pidió un adelanto. Sentí arcadas. Tuve que hacer un gesto incomprensible y retirarme. Ella tenía unas bermudas largas que acentuaban su personalidad. Hui a mi dormitorio y cerré la puerta con llave. Sentí miedo. Aquellas caderas rollizas y las chancletas, la camiseta de rayas; era la personificación del diablo. Así es lucifer, una mujerota amorfa que pide dinero.

Pasaron las horas y ella golpeó a mi puerta con mucha precaución. No le contesté. Sabía que estaba llevando las cosas al límite, pero no pude detener el caballo de mi pánico. Me metí en el armario. Así, en la oscuridad, puedo comerme las uñas y pensar en calma. El olor y el encierro son como una bofetada de progenitor que te devuelve a la realidad. Dios, cómo añoro las bofetadas de mi padre.

Por fin estoy en posición de abrir la puerta. Hace horas que no se escucha nada. Podría caminar por el pasillo que conduce a la cocina. Observar cada cuarto, los baños, el vestíbulo. Llegando a la cocina afilaría mis pisadas, detendría la respiración. Los ojos inmensos. Abriría la heladera. Al cerrarla encontraría una nota: Señor Echave el martes no vengo. El baño suyo estaba lleno de caca y en la cocina había cosas raras en las tazas. Además me debe dos semanas.

Me quedo en silencio provocador. Después hago sonidos extraños con la garganta. Mi boca es un misterio de cavernícolas. Suena el teléfono. Seguro que es ella. No voy a atender. Me río. Me muero de la risa. Mañana la estrangulo. Me acuerdo de la biblioteca. Tengo que tirar todo lo que resulte sospechoso. Abandono el escondrijo y voy hacia el estante. Reviso metódicamente los seis libros que poseo y no encuentro nada que inquiete. La literatura es inofensiva. Comentarios vacíos o irracionales. Me voy a dormir. Entonces podría aparecer Nélida como una tormenta eléctrica. Colocarse sobre mi cama y utilizar la fuerza bruta para asesinarme, me asfixiaría. Intentaría apretar mi garganta, apretaría una vez más hasta nublarme como a un ciego. Me estaría matando y yo me estaría muriendo. Cada miembro de mi cuerpo concluiría, cada molécula mía desperdiciaría la vida. Desaparecer a causa de Nélida.

Tengo que meterme en el armario. Abro la boca desesperadamente, la abro y quiero lanzar algo terrible, pero la idea de ella es muy poderosa y se aparta el pelo de la cara. Está transpirando. Necesito mi cabeza viva. Se me nubla la vista y desisto. Me quedo con la muerte en los ojos y ella se da cuenta y lanza un grito de dolor. Deja de apretar y se aleja humillada. Yo quedo desarmado en el suelo, lloriqueando como un bebé recién nacido.

Pasaré la semana aquí. En la alfombrita campestre al pie de la cama. No diré nada. Mi cuello está deformado y negro.

Ha oscurecido. La casa huele a lavanda. Voy a la cocina con las manos en los bolsillos, como si paseara por una avenida moderna y bulliciosa. Me detengo en los vidrios a contemplarme borroneado y misterioso. Estoy siempre así cuando vuelvo del armario. La galería sería perfecta para albergar mujeres con cepillos y plumeroscuerpos amorfos, entretenidos por la suciedad. Paseo dulcemente entre féminas desequilibradas.

Llego a la cocina. Nélida bebe su café sigilosamente contra la pared de vidrio. Me estoy yendo, dice. Le pago el viático. Nos hacemos un gesto de despedida cortés y apurada.

Disparo en la nuca. No, demasiado sucio.

Fernanda García Lao
Fernanda García Lao
(Mendoza, 1966) fue seleccionada por la Feria Internacional de Libro de Guadalajara 2011 como uno de “los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana”. Vivió en España desde 1976 hasta 1993. Es escritora, dramaturga y poeta. Publicó las novelas Muerta de hambre (Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes), La perfecta otra cosa, La piel dura, Vagabundas y Fuera de la jaula, así como el libro de cuentos Cómo usar un cuchillo. En 2015, publicó Amor invertido, en coautoría con Guillermo Saccomanno. En 2016, editó Carnívora, su primer libro de poesía. Ha colaborado en distintas publicaciones a ambos lados del océano (Babelia, Revista Quimera, Letras Libres, El Buensalvaje, Las/12, Revista Ñ). Algunos de sus textos han sido traducidos al portugués, al inglés, al sueco y al griego para revistas digitales y en papel. Ha publicado en Francia, México y España. Desde 2010 coordina talleres de escritura.

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