Cafuné sopla y sopla la flautilla de hueso. Es un chorrito de aire, un raspón de metal, un alma finita de viento que se enrosca en el aire. El día aquí es esta música que anda por todas partes, gota, bolita, tiempo desnudo, sin recortes. Cada tanto agita un sonajero de uñas para acompañar la música o espantarse las moscas.
Oreste ha pasado la noche en vela, sentado a una mesa. Los músicos estuvieron soplando y rascando hasta que cayeron dormidos, menos el arpero ciego, que no vio venir la noche y siguió tocando, y recién paró cuando se le agarrotaron los dedos. Mitad de la madrugada. Paró y los envolvió el silencio. El arpa ha quedado en medio del salón. Es un arpa bonita, con el clavijero labrado como un altar y el mástil que remata en un ángel que se sostiene en la punta de un pie como si fuera a saltar al piso. El ángel es pequeño pero preciso. Piel de humano, ojos de vidrio, alas de pichón. Está en el aire, livianito. El arpero es hombre a medias sin el arpa. Él entero es el arpa y el angel y el ciego que cuando toca se sacude con gracia, ve cosas de adentro sin la molestia de la carne, raspa de un lado y de otro en lo seguro, comanda. Vida sin peso.
La cuadrilla tiene fama de letrero. Se transporta. Hoy aquí, mañana allí. La leve vida del camino. Se anuncia por cartel como La Trova de Arenales. Arenales es este pueblo. Hay un violín, un acordeón, un redoblante, una flauta dulce, una guitarra y el arpa. El guitarrero es un negro de motas blancas. Toca de sentado, con las piernas cruzadas. El violinista es un viejo legañoso, Madariaga, con un sombrero aludo, grasiento, los ojos mellados, un saco blanco, un pañuelo negro, pantalones a rayas, alpargatas. Apoya el violín en el pecho y mira para adelante. Todo tiempo. El violín está hecho con madera de embalar y suena a cascajos. La trova hace música de ruido con asunto sencillo. Polca, marote, zamba, chotis, valseado, pachanga, cositas de retozo como Corazón de canela o Adiós Mariquita linda. El arpero canta la letra cuando cuadra, a veces el negro, que tiene una voz áspera, sumida.
(…)
Los ranchos del pueblo se abultan hacia el poniente. Tienen un lado blanco, preciso, y un lado oscuro que se alarga en punta hacia el mar. El faro sobresale por detrás de los ranchos, todavía en el sol, por lo que parece más apartado y más alto. A medida que Oreste se acerca al faro se corre hacia la izquierda, siempre sobre los techos, y después entra en el mar.
El faro es anterior al pueblo. Lo levantaron unos italianos que vinieron desde Palmares, sobre el Cabo de Santa María, ese peñón solitario ahora completamente oscuro, que se hace a la mar a medida que Oreste se aproxima al pueblo. Figura en cartas y cuarterones como un asterisco.1
La historia de Arenales es sucinta. Cabe en una canción. Primero llegaron unos hombres y empezaron otro faro, un poco más adelante. En la mitad saltearon alguna piedra y el faro les cayó encima. Al pie del nuevo faro, el verídico, hay una huerta, un cementerio con siete tumbas, un ángel de cemento, que llora, y un promontorio renegrido. En la canción son siete hermanos que llegan de Palmares. Levantan el faro y lo tumba una maldición. El ángel del baptisterio de la catedral de Palmares desaparece en un vuelo con rumbo al sur. La maldición le pertenece a don Diego de Almaraz, que fundó Arenales, de pedo. Almaraz, que iba en una carraca hacia Ocolora2 fundando de paso ciudades y aun naciones, extravía el rumbo al confundir un presagio y embiste la costa. Por si fuese un designio, funda Arenales. La maldición se presume, porque a partir de ahí no se sabe nada más de Almaraz como persona. Se trueca en peñón, pervive en las tinieblas, vaga quejoso por la playa, alma dolida, deuda sagrada, materia de espanto. Llegan otros hombres, otros siete, según el canto, en busca del ángel. Un obispo con ornamentos morados asperja el peñón, conjura el alma penosa que se sumerge en el mar o se dispersa hacia los cielos según los cantores. En el primer caso es el peñasco que asoma con la bajante a media milla de la costa. En el segundo es el penacho de arena que levanta el viento al atardecer. En regla el peñón, por si acaso bautizado como criatura humana Cabo de Santa María, levantan el faro tal cual se ve.
(…)
El Cara suelta el cabo y el Mañana arremete a toda máquina.
El caballero jinete desaparece rápidamente de la cubierta. Sólo permanecen en ella el Príncipe y Oreste, los dos de pie como en un palco, silenciosos. Se parte. El muelle se va achicando muy despacio, hasta que cabe en un ojo. La gente son puntos y crestas que al fin se emparejan con el muelle. La barraca se eleva por un momento, porque está sobre una loma, pero después se junta en una misma línea con los demás ranchos y al rato todo Arenales es una sola mancha, un único perfil. Después se borra y no queda nada más que la línea interminable de la costa sobre la que ruedan los ladridos de Lucumón, cada vez más espaciados. Sólo permanece el faro, que al principio crece, luego se afina y se hunde, pero persiste largo rato, aunque el ojo lo pierde a veces y es necesario
reparar la costa para notar el bulto.
—El que viaja se muere más fácil —dice el Príncipe con voz reposada, medio para adentro, a cuenta de otras meditaciones.
Oreste lo había olvidado.
Dentro de un rato será de noche. Lo siente en la espalda. El ruido acompasado de la máquina, el remezón de las olas y la noche. Todo una misma cosa que avanza sobre ellos, los rodea, los cubre.
La costa se borra también, pero al rato una lucecita parpadea muy lejos. El Bimbo acaba de soltar el contrapeso del fanal. Allí queda Arenales.
Al caer la noche y en el momento que el faro de Arenales comenzaba a destellar el capitán Alfonso Domínguez ordenó izar mayor y foque, maniobra que él mismo ejecutó con notable agilidad para su contexto. Luego se redujo máquina y a un mismo tiempo comenzó la noche y el largo viaje a Palmares. Largo por los motivos que son de conocimiento y todavía más largo por otros que ellos en este momento ignoran, incluidos el propio capitán, y que acaso sólo prevé el Ángel que se zambulle a proa, alegre como un delfín. Palmares, en línea recta, queda apenas a doscientas cincuenta millas, pero si todo va bien, el Mañana echará lo que va de la tarde, la noche entera y una parte del otro día. Cuando hacía la carrera el Fierabrás a todo trapo, desplegando aquella escandalosa de cuatro puños, tardaba un día. Era una aparición. El Canela, bandolero antojadizo puesto en verso, lo corría a caballo por la playa, por puro placer, alocado, rajando tiros. Ambos murieron por desaparición, el
Fierabrás tan bonito y el Canela tan facineroso.
Al comienzo, el Canela hacía la carrera de un día para otro, en números de calendario. Después vinieron los achaques, y cuanto más se alargaba el viaje por defecto o avería, más lo alargaba el tiempo por su cuenta, pues el barco topaba más borrascas y calamidades. Ahora sale y entra a cualquier hora, sin fijar día.
El chirrido de los motores, el raspón de los garruchos al trepar la vela y el golpe del paño al tomar el viento inauguran otra vida para Oreste. De repente se vuelve pájaro y madero. Travesías.
(…)
El Príncipe y Oreste aguardan en silencio que encarne la primera estrella. El mar y el cielo se borran poco a poco. El espacio se reduce al barco.
El Andrés enciende los faroles de posición, repasa las escotas. El capitán Alfonso Domínguez ha vuelto a ocupar su lugar en la timonera.
En este momento la estrella tiembla en lo alto como una gota de miel. El Príncipe la saluda con una reverencia.
Mascaró vigila a proa. Su sombra trepa contra el pálido cielo, se borra contra el mar. Alumbran otras estrellas ahora que la oscuridad es casi completa. Pero no se avista ningún resplandor.
Durante la cena, el Capitán induce que están más lejos de Palmares de lo que suponía y que el temporal no sólo los apartó de la costa, sino que inclusive los arrastró más arriba. Mientras dure ese viento no es mucho lo que pueden avanzar. Aparte de tenerlo en contra, que tal ocurre de hecho, el Mañana no se puede forzar de vela porque abate demasiado. Se hacen otras suposiciones. En realidad la situación podría ser peor. Hay en perspectiva una gran variedad de calamidades, pero no tiene sentido tomarlas en cuenta, pues se carece de gobierno sobre ellas. El Mañana, además, es un barco bien nacido, jamás zarpó un martes 13, no cambió de nombre, nunca embarcó un pingüino u otro animal de yeta, nadie murió a bordo de avería recibida o provocada, ni siquiera de muerte natural, embarcó la venerada imagen de Nuestra Señora de la Paloma, tallada lo mismo que el ángel en un taco de fresno por el maestro Silvestre Nardi, en viaje al puerto de Albardón, donde reside y milagrea desde entonces en la iglesia-faro que se levantó para la ocasión, condujo asimismo al obispo monseñor don Alipio Morejón, prelado doméstico de Su Santidad y misionero apostólico que llevaba el palio al ilustrísimo señor don Fernández Sánchez Arce y Peñuela, obispo de Irala, descubrió el islote del Pelado, que se presumía a unas cien millas al este de Puerto Miruelo, rescató a los náufragos del Navarro y más tarde a los del Tacoma y, en fin, cometió otros beneficios que obraban en su favor, además del ángel que portaba a la pendura y de una «contra» especialmente concebida que llevaba ensartada en espiga del palo.
La conversa derivó de allí a la hechura, virtudes y efectos de este y otros elementos metafísicos, como la piedra imán, la piedra bezoar y la medalla de San Antonio, siempre que sea robada, estableciéndose una erudita competición entre el Príncipe y el capitán Alfonso Domínguez, con lo que Palmares se perdió de vista una vez más. El Capitán mencionaba a cada rato su amistad con el turco Velorian, célebre curandero de Las Flores que nació a las tres de la tarde de un Viernes Santo, tiene una cruz marcada en el paladar y cura por el aliento y la saliva, de manera que, con propiedad, se trata de un «saludador». El Príncipe llegó a asegurar que había sido tocado por un rayo, sin testigos ni daño, señal de que Santiago lo había elegido para la misión de adivino, algo de lo que no quería abusar. La discusión subió de punto cuando se debatió sobre el sitio y ubicación de la Salamanca de Arenales, que es de donde salieron los mejores brujos de la comarca.
Esta discusión terminó algunas horas después con un tremendo bandazo, en el momento que el Príncipe descifró el aspecto y carácter de un kaparilo que se le apareció en el camino entre Saladillo y Punta Gorda. Había cambiado el viento.
El Príncipe está echado en la cucheta, y salvo sus grandes pies, que sobresalen desde los tobillos y que en verdad hacen bastante creíble su ascendencia patagónica, el resto del cuerpo yace en las sombras. Antes de acostarse, Oreste bajó la mecha del farol y observa ahora con las manos cruzadas debajo de la nuca esa ampollita de luz que se agita como una mariposa. El barco embiste las olas y se conmueven sus viejas maderas, pero su cuerpo ya se ha acostumbrado a aquella agitada cavidad, es una parte del barco y con él hiende confiadamente la noche. Ya no piensa en Palmares.
—Oreste, ese número «Del Reino Animal» fue una verdadera ocurrencia —dice el Príncipe—. Del Reino Animal y ¿qué otra cosa?
—O «la visita del señor Tesero».
—Eso es. Hasta el título es una ocurrencia. Algo elegante y mágico. Hace un rato que estoy pensando en ese señor Tesero. ¿Cómo te lo imaginas?
—En parte como mi padre. Mejor dicho, pensé en mi padre, porque como figura no lo recuerdo.
—Bueno, no es uno, sino varios y magníficos señores. Tú mismo estabas ahí.
—Yo mismo.
—Me pregunto cómo se te dio así de pronto.
—Tal cual, de pronto.
—Lo creo. El arte es un arrebato. Fue una pregunta al pedo, o mejor dicho, para que te respondieras tú mismo. Sé bien lo que es eso. Puedes hacerlo con una figurita de nada, con una rasposa historia, no sólo con sencillos materiales, sino hasta con los más vulgares. Todo depende del aliento, la forma y disposición… Si el señor Tesero se hubiese llamado Raimundo tal vez hubiese cambiado todo el asunto.
—Es probable.
—Es seguro. Pensó un rato.
—Yo creo que basado en esa historia se puede componer un grande y magnífico número. Para empezar habría que añadir algunos otros animales.
—Puede ser.
—Por lo menos una visita a la jaula de los pájaros. Los pájaros son siempre motivo de exaltación y lucimiento. En verdad, lo que más me conmovió fue cuando el señor Tesero se convierte en cisne. ¿Estás seguro de que vuelan los cisnes?
—…No.
—No importa. Los haremos volar de cualquier forma.
Vuelve a pensar.
—Oreste, no sé lo que te propones realmente.
—Nada, señor.
—Bueno, en eso ya eres un artista. Oye, muchacho.
Te lo diré de una vez.
Se volvió en la oscuridad.
—Voy a Palmares con un contrato para el grandioso y afamado circo de los hermanos Scarpa.
—No lo conozco.
—No has perdido nada, pero siempre son grandiosos y afamados así sean una mierda. Vicente Scarpa murió hace algún tiempo por una sobrecarga del cañón que según malas lenguas preparó su hermano, José Scarpa, el actual propietario, un rufián.
—No entiendo lo del cañón.
—Vicente Scarpa era «la bala humana», entre otras cosas. El pobre perforó la carpa y cayó dos manzanas más allá. Por esas ironías del destino fue su mejor número. Pero no es eso lo que te quiero decir. Vicente Scarpa fue un gran artista, por el estilo de Raffetto, un gran artista y un hombre de empresa. Él presentó la primera cuadrilla de caballos amaestrados a la palabra y fundó en Palmares, hace ya años, la academia de pruebas físicas, mecánica y gran ligereza de manos, de la que salieron tantos buenos artistas. Si el circo sobrevive entonces es por el lustre que él le dio. En resumen, que el circo de los hermanos Scarpa es de cualquier manera un grandioso y afamado circo.
—Y bien…
—Hijo, es tu oportunidad en la vida.
—No entiendo.
—Para empezar, te propondría como mi ayudante.
Desde ya te revisto.
Oreste tardó un rato en responder.
—Jamás se me hubiera ocurrido.
—Así es el destino. Se vuelve y te mira una vez…
¿Te imaginas?: «El Príncipe Patagón y Oreste el Magnífico», o bien «El Circo de los Príncipes Magos».
Oreste sonrió suavemente.
—Lo haremos con el tiempo.
—No espero terminar como Vicente Scarpa.
—De cualquier manera, debe haber sido un magnífico disparo, un estupendo vuelo… Y bien, ¿qué dices?
Oreste dudó un momento.
—Tú ya lo sabes, sólo me interesa andar de un lado a otro.
—Hay formas de hacerlo. Mascaró lo hace de una, tú de otra. Creo que lo importante es hacerlo con alegría.
—¿Por qué se te ocurre que la tuya ha de ser así?
—Porque el arte es la más intensa alegría que el hombre se proporciona a sí mismo. ¿Acaso no lo has visto? Esa forma blanda y jubilosa de pisar la tierra.
Oreste aprobó con la cabeza en la oscuridad, pero el Príncipe no podía verlo.
—¿Lo has visto o no, señor Tesero?
—Desde una graciosa y dorada jaula.
—Estaba en ti quedar o salir de ella.
Oreste adivinó que le apuntaba con un dedo.
—De acuerdo, señor. Iremos por esos mundos.
—Cantando y bailando, en representación de la vida.
Quedaron en silencio, cada cual pensando en lo suyo.
—Hasta mañana, muchacho.
—Hasta mañana, señor.
(…)
Haroldo Conti