Manzo y la máquina

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Para el tiempo en que el alemán le vendió la máquina, Manzo ya tenía cierto renombre como tornero concienzudo y cumplidor. Trabajo no le faltaba, porque en esos años de la década del cuarenta no existían aún artefactos descartables ni de corta vida; por entonces todo mecanismo, fuera carburador o tostadora, al llegar al punto crítico de su existencia útil era remozado con mayor o menor grado de pericia y éxito, para seguir sirviendo a sus propietarios de la mejor manera posible.

Manzo había instalado el taller de tornería en el garaje de su casa, una vivienda chata y modesta construida al frente de un gran lote. Una puerta lateral comunicaba el ambiente de trabajo con el patio; a través de ella, abierta invierno y verano, su mujer doña Indalia acercaba el mate constante. También la puerta de calle del garage devenido taller permanecía abierta durante todo el día, a vista y paciencia del barrio.

Quienes recuerdan al alemán dicen que llegó tres o cuatro años después de terminada la guerra. Si bien Manzo jamás hablaba del asunto, se comentaba por entonces que se trataba de un espía o algo así, posiblemente un sabio loco enviado por Hitler durante el conflicto a inventar cosas peligrosas lejos del Reich, donde todo era inflamable. Lo cierto es que el alemán había hablado largamente con Manzo, gesticulando y dando grandes voces hasta hacerse entender; y que ambos llegaron a un acuerdo. Cerrándose el trato con un apretón de manos la máquina tuvo nuevo dueño y al día siguiente un gran camión la descargaba, embalada en un cajón monumental, en lo de Manzo. Fueron necesarios diez peones fuertes para bajarla por una rampa, y también para cargar hasta el galpón existente al fondo del lote un centenar de cajones medianos, en los que, según se supo después, venían clasificados los distintos accesorios —picos, les llamaba Manzo— con los que trabajaba la herramienta. El alemán observaba todo y daba órdenes a los changarines, cambiando de vez en cuando algunas palabras con el dueño de casa; doña Indalia cebaba mates que el extranjero rechazaba con rígida cortesía y aceptaban en cambio los curiosos, que habían formado un semicírculo alrededor de la puerta del garaje para no perderse nada acerca de aquella máquina misteriosa.

El trajín duró hasta el anochecer; ya casi era la hora de la cena cuando Manzo cerró la puerta. El alemán se fue con los peones y el camión y nada más se supo de él. En el vecindario se comentó que había convenido en regresar cada tanto para recibir los pagos de la venta, pactada en cuotas; pero nadie lo volvió a ver. De cualquier manera, Manzo guardaba todos los días algo de dinero en una lata; “para ir achicando”, decía. Cuando la lata se llenaba de billetes la ponía entre las estanterías del galpón del fondo y habilitaba otra, que también guardaba cuando se colmaba; así hasta amontonar, a través de los años, varios metros cúbicos de latas con dinero. A veces, mientras doña Indalia le cebaba un mate entre trabajo y trabajo. Manzo se asomaba a la vereda y mirando a uno y otro lado murmuraba: «Capaz que viene hoy».

La máquina era una gran masa metálica pintada de color gris, sin salientes ni artificio alguno. Su sobrio tonelaje uniforme, que ocupaba a lo largo una mitad del garaje, comenzaba con una enorme boca cuadrada. En uno de sus laterales la máquina tenía un gran volante giratorio cromado; y una salida muy parecida a la boca de entrada en el extremo opuesto. Manzo la enchufaba a la mañana y la máquina arrancaba con un suave ronroneo, único indicio de que estaba funcionando, ya que no tenía luces, tableros ni relojes de ninguna clase.

El prestigio del taller creció en los años siguientes impulsado por las nuevas virtudes del armatoste y las ya conocidas de su operador. Desde temprano Manzo atendía a la cada vez más numerosa clientela alternando el trabajo, que llevaba a cabo sin apuro ni aspavientos, con los mates de doña Indalia y alguna breve conversación con los conocidos del barrio.

No había objeto ni aparato, por más estragado que llegase al taller, que la máquina no pudiera reparar. Manzo escuchaba en silencio las explicaciones del cliente mientras daba vueltas al paciente con sus grandes manos engrasadas y el cigarrillo negro en los labios. Entonces murmuraba varias veces «Ahá…» y «Mhmm», se limpiaba las manos con un trapo, se calaba los anteojos, rengos de una patilla, y consultaba a continuación un sobado cuaderno escrito a lápiz. «Ahá. Silla con pata trasera izquierda quebrada… pico 1306 A», decía entre dientes, y se iba al galpón de atrás, a hurgar aquí y allá entre los picos que desbordaban los cajones —parecían, en diversos tamaños y diámetros, los que se colocan en las mangas de repostería— para regresar trayendo consigo el 1306 A. Entonces Manzo introducía su brazo hasta el hombro en la boca de la máquina y enroscaba allí, en algún lugar de las férreas entrañas, el pico elegido. Luego consultaba nuevamente las anotaciones del cuaderno: «Mhm… silla… estilo antiguo… pata trasera… mhm… ¿izquierda?; sí… ahá… tres vueltas y media.»— y accionaba el volante cromado. El objeto a resucitar pasaba entonces por el interior de la máquina sin que esta alterase su ronroneo y era escupido limpiamente por el otro extremo, tan lozano y servicial como cuando fue fabricado. Manzo lo revisaba y tomaba algunas medidas; rara vez tenía que darle otra pasada. Conforme con su trabajo, entregaba el objeto y garabateaba entonces sus cuentas con el lápiz que llevaba siempre montado en una oreja: «Mhm… dos pasadas de pico 1306 A… mhm… me llevo seis… silla de madera… ahá, es por siete coma cero ocho… mhm. Es un peso veinte, don.»

Nada era imposible para la máquina de Manzo y este emprendía cada tarea que se le encomendaba con la serenidad de un lama. Un motor fundido, pico 6003 W, dos vueltas y tres cuartos al volante cromado, rum-rum-rum… y ya estaba listo, reluciente y recién nacido; un balde desfondado, pico 060 Universal, media vuelta de volante, que pase el que sigue; la radio del combinado que no pescaba Radio Montecarlo, pico 9777 F, “así agarra también Radio Carve; le sale lo mismo, doña…”

A medida que pasaban los años y hombre y máquina iban conociéndose mejor, la clientela confiaba tareas más y más delicadas: Luisito María, el lisiadito de la esquina de Castelli y la vía, fue pasado por el artefacto —pico 300 T— con bastante suceso; “ve, señora, rengo rengo ya no está… pasa que la piernita es más finita, no se puede estirar más, qué va’cer, un poco escoradito para este lado le va a quedar, vio…”. No faltó tampoco un vivo, contaba doña lndalia en la panadería, que se presentó a encargar que se lo hiciese eternamente feliz. Ese día Manzo se fastidió evidentemente y estuvo más de cinco minutos consultando el cuaderno. Pico 7621 G. Cuando el fantasioso cliente salió de la máquina, feliz para siempre, Manzo —bastante amoscado— le dijo al sujeto que por esa vez no era nada, si total había sido una sola pasada; pero que no lo volviera a molestar por pavadas, que tenía varios cigüeñales para rectificar.

Hacia fines de los años sesenta Manzo envejecía tranquilo y confiado. Veía transcurrir los días de su vida como le gustaba que fuesen, colectando sin apremio las latas de dinero para el día en que regresara el alemán, ganándose mientras tanto el sustento sin demasiado sobresalto y cumpliendo a carta cabal sus compromisos con la clientela. De lunes a sábado sus jornadas fluían pacíficamente entre licuadoras, vestidos de quince, ojos de vidrio, glándulas tiroides y cualquier otro rubro para el que hubiera un pico en el catálogo. Sólo hubo dos trabajos que jamás consintió en aceptar: la resurrección —»pico hay, decía; pero el hermano de lndalia es chofer de coche fúnebre. No vaya a ser que le afloje el trabajo y lo pongan en la calle después de veinte años.»— ni la falsificación de dinero o cualquier otro valor. «Para qué; —explicaba Manzo a quienes lo tentaban— la máquina la vengo trayendo bastante bien con lo que ya junté; y que yo sepa, otra mejor para comprar no hay». Y mejor no había, al parecer: con cada trabajo finalizado prosperaba la nombradía del hombre y su ingenio alemán, al punto de generar, en todos quienes se hubiesen beneficiado con tanta pericia, una ciega fe apóstolica: «No le dé más vueltas, Merlo. Lléveselo a Manzo que se lo pasa por la máquina y se lo deja nuevo». Todo ser bienintencionado que encontraba a su prójimo en dificultades formulaba aquella esperanzadora propuesta en la seguridad de estar aportando una solución definitiva al problema ajeno.

Al conjuro de tan rotundo predicamento, aquellos fueron tiempos de prudente progreso para Manzo y Doña Indalia: la casita y el taller lucían sus fachadas prolija y periódicamente remozadas; las pastas de los domingos al mediodía, compartidas con los hijos y los primeros nietos, eran ahora orgullosamente precedidas por el vermut con infinidad de platitos; y una muy cuidada camioneta de mediana edad anunciaba desde afuera la bonanza de sus poseedores.

En los años setenta, sin embargo, la clientela comenzó a ralear. «Claro, —decía Manzo, mientras fumaba y tomaba su mate apoyado en el dintel de la gran puerta del garaje— ahora las cosas sirven para un tiempo, y se tiran.» Paulatinamente su actividad se hacía menos intensa: ya nadie traía un reloj para reconstruir, porque ahora uno nuevo costaba dos cincuenta; ni un renguito para enderezar, porque ya no eran más renguitos, sino todos unos discapacitados motrices, que hasta daba gusto serlo. El barrio tampoco era el mismo para esa época: casa y taller estaban ahora encerrados entre dos edificios de departamentos y a cada paso florecía un local de comercio. Los transeúntes eran ganados por aquellas vidrieras deslumbrantes y plenas de novedades, prestando cada vez menos atención a la serena actividad de Manzo y su máquina.

No faltaba sin embargo el cliente que por amor a sus cosas las prefería a otras nuevas; y Manzo, como tenía más tiempo que antes, disfrutaba compartiendo con el dueño del objeto preciado la alegría de la refacción. Dedicaba por esos días más horas que en sus años mozos a revivir el rubor en las mejillas de una muñeca de porcelana, y hasta notaba la diferencia: «Ahá. Mhm. Lindo, quedó. Vamos a darle una pasada con el 2200 M, a ver si la hacemos mear como las personas.»

Doña lndalia encontró muerto a su marido al lado de la máquina, la nochecita en que lo tenía que encontrar muerto. Le acarició la frente, con el mate en la otra mano. Manzo estaba casi frío y le pareció más grande, más ancho de lo que era en vida. Doña lndalia le cerró los ojos, apagó la máquina y bajó el portón del garaje. Apenas lloró, pensando en el silencio del taller que Manzo había sido un buen hombre con ella y con todo el mundo.

Al día siguiente del entierro volvió el alemán, con el mismo aspecto que tenía la última vez que lo vieron, el día que entregó la máquina, en la década del cuarenta. Dijo algunas palabras de circunstancia, y le habló a doña lndalia acerca de papeles pagos y plazos. Ella lo llevó al galpón, y el alemán contó las latas con dinero. Meneó la cabeza. —»No alcanza», dijo. Algo farfulló sobre los mecanismos de actualización de los precios de las máquinas, allá en Alemania. «No importa, le dijo doña Indalia. Llévesela, y las latas también. Yo tengo la pensión y un ahorrito que hicimos».

El alemán volvió más tarde con un camión y peones. Cargó todo: la máquina, los cajones que contenían los picos y las latas con el dinero. Doña Indalia cerró el galpón y el garaje, ya vacíos.

El camón se fue, como se termina yendo todo en este mundo.

Jorge Freijo
Jorge Freijo
Nació en 1950 en Mar del Plata. Es diseñador gráfico, libretista y redactor publicitario. Bajo el seudónimo de Valerio Zulueta, ha publicado cuentos y crónicas en diversos periódicos y revistas.

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