Mamá

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Ahí está otra vez, las dos de la mañana. Si parece que tuviera calibrado el reloj biológico. Mamá es puntual hasta para andar como sonámbula por la casa.

Apenas escucho sus pasos en el pasillo, me levanto para verla. No vaya a ser que no encuentre lo que anda buscando. Siempre busca algo pero no lo pide; hay que adivinarlo.

La casa no es tan grande, pero hay algunas habitaciones que usamos como depósito. La última vez estuvimos revolviendo cajones hasta que por fin apareció la foto en la que estamos con Mabel y Esteban, debajo de la parra del patio. Le hacía ilusión verla, me dijo después.

Me gusta recordarlos así, chiquitos. De grandes son iguales a todos pero de chicos eran especiales, como mágicos.

Sí mamá, ya me contaste.

Vos te parabas en la puerta del living y señalabas el pasillo, dedito levantado, queriendo que veamos algo. Todavía no hablabas pero te reías como si alguien te hiciera morisquetas desde el otro lado de la nada. ¿Te acordás?

Claro que me acuerdo, de esa y de tantas otras veces. Al principio era solo una sensación en la piel, una reverberancia que me recorría el cuerpo en pequeñas olas, una atrás de la otra. Después vino el frío en la punta de los dedos, en la nuca y un no querer mirar que me invadía de terror a la vez que me paralizaba. Me sentía obligada; era como estar en el cine sin la posibilidad de pedir permiso para salir del medio de la fila y con los ojos agarrotados, bien abiertos. No había otra opción más que ver.

Por ahí no, mamá. Cambié de lugar los muebles.

Y después vi. Cuando vinieron a avisarnos que Esteban se había matado en la ruta camino a Buenos Aires, yo ya lo sabía. Lo tenía sentado desde hacía dos horas en la mesa de la cocina preguntándome cómo iba a hacer para que mamá no se enterara.

Imaginate, te quería ocultar que estaba muerto. Pobre Esteban, siempre tan apegado a vos.

Después no lo vi más. Yo creo que se sentía culpable de causarte tanto dolor y no pudo volver. Fue la época en la que tapamos todas las ventanas y los espejos. No querías nada que brillara a tu alrededor, dijiste. La vida ya no era más luminosa. Y te hice caso y vivimos las dos en esta caja oscura. Mabel tuvo suerte de casarse antes y se fue con Martín lo más lejos que pudo. Vos no soportabas el dolor, me decías. Ahí fue cuando empezaste a caminar de noche con tanta persistencia que hasta el vecino vino a contarme que te había visto a la madrugada regando los malvones del jardín. Te dije que iba a cuidar de las plantas. Pero vos no podés con tu genio.

No hay nada allí, mamá. El portarretrato de Esteban está ahora en tu cuarto y guardé las carpetas de crochet en el último cajón de la cómoda. Con naftalina, sí.

Seguro que repetiremos la danza nocturna. Recorrerá una a una las habitaciones, tocará las paredes para recordar (la noto más confundida últimamente) Abriremos cajas y alacenas hasta encontrar algo que la satisfaga. A veces es un botón, o un señalador oculto entre las páginas de un libro. Nunca sé qué detiene su peregrinar nocturno o si hay alguna lógica en él. Yo la sigo de cerca y aprovecho para hablar de otras cosas porque de pronto, cuando el tesoro aparece, ella me sonríe cómplice y todo termina. Se va como ha llegado y no la veo hasta dos o tres noches después y eso es seguro, porque mamá es un espíritu muy persistente.

Silvia Catino
Silvia Catino
Es profesora en Letras, docente y coordinadora del taller literario El Péndulo.

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