Desde que tenía memoria, Makros se había sentido muy distinta a los miembros de su familia. Ellos eran grandes, coloridos, con anillos a su alrededor o climas extremos: demasiado frío o demasiado calor.
Ella, por su parte, era pequeña, sin color, blanca y brillante. No tenía anillos ni tampoco climas, simplemente resplandores. Solía titilar.
Era diferente y lo sentía, pero su familia siempre la había acogido bien, aunque de vez en cuando notaba cosas extrañas. Por ejemplo, cuando su madre arrullaba a su hermano menor, lo hacía con cariño y paciencia, cantándole hasta que sus ojitos se cerraban. Incluso su hermana mayor se ponía a su lado, admirando con ternura la escena.
En cambio, cuando ella debía ser la arrullada, todo era rápido y jamás había logrado captar una mirada llena de amor por parte de su madre. Así como se sentía protegida y contenida algunos días, se sentía desplazada y olvidada otros.
Pero estaba bien. O eso se obligaba a pensar.
Eran su familia después de todo. La familia te ama y te cuida. No quería ser una desagradecida con todo lo que tenía porque no le faltaba nada. Tenía un techo que la protegía de la lluvia de meteoritos, una cama con un diseño galáctico que le encantaba y unos hermanos que si bien eran densos a veces, se preocupaban por ella. A su manera.
Pero ese pensamiento fugaz volvía a su mente en ocasiones. Makros no encajaba ahí. No sentía que encajara ahí. Sin embargo, solo podía bloquear cualquier posibilidad que se le quisiera cruzar por la cabeza para ahorrarse dudas existenciales que podían durar hasta el infinito y porque no quería que nada cambiara.
Fue así como siguió siendo una estrella en una familia de planetas.