Hubieras querido salirte de la casa como salió tu hermana, casada por el amor, o terminar la escuela y trabajar en el negocio. Hubieras querido aprender a manejar la camioneta y viajar con Selva y con la Colicha hasta el mar, tomar el sol de la tarde y bailar en una fiesta al costado de la playa. Te hubiera gustado rodar y rodar por las faldas de los acantilados hasta quedar exhausta.
A nosotras nos está negado el viento, te dijo Yeila cuando le preguntaste sobre eso de lo que nadie hablaba, pero que pasaba cada 23 de diciembre y que se había llevado a dos hombres juntos y al Hugo días después del incendio que mató al hijo. En una casa gitana las mujeres no podemos usar los vientos, dijo, de hecho ninguna lo ha usado nunca.
A partir de ese día el viento fue en lo único que pensaste. Y en convencerla a la Yeila y aprender a dónde quedaba ese punto exacto del espacio entre su casa y el galpón de los camiones para esperar las nubes redondas en el horizonte y que el aire del sur comenzara a soplar.
¿Y a dónde me lleva esto? le preguntaste. A eso no lo sé, te dijo, y sacó un rosario rojo que llevaba siempre ahogado entre las tetas. Supe del viento por tu abuelo. Antes del viento los pájaros se guardan como si viniera la lluvia, las ropas tendidas quedan inmóviles como si fueran de piedra. El aire es pesado y hay silencio. Después de que pasa todo, crece el río y esas aguas traen camalotes con animales encima o abajo, pero uno ya no está. No sé si tu abuelo pensaba que yo no era libre acá, con tu mamá, con la Colicha. Yo soy una gitana afortunada, Rosina, y lo que una siente por libertad es cosa de cada una. Me casé por pobre y enviudé porque Dios es grande. No llegué a sentirme sin suerte nunca, Rosina. Yo nunca lo usé, no sé si lo usaré algún día.
—A mí no me queda otra.
—Entonces es ahora, mamita.
Yeila lloró y besó el crucifijo del rosario.
Cuando entendiste cómo funcionaba sentiste un lazo viejo desanudarse en el pecho. Era 20 de diciembre. Faltaban tres días para que la familia llegara. Se habían conocido en Corrientes, y en un cruce de camiones tu padre y su padre habían acordaron una dote altísima. Tengo tres hijas buenas, sanas y respetuosas -le gustaba decir-, y eso vale más que el oro.
La hendija entre dos construcciones era lo que quedaba, Rosina. Y el viento que adentro de esa manga en palabras de Yeila era una bestia inclemente que abría la boca para llevarse o tragarse a sus hijos. No sabías a donde te llevaba pero con arrancarte de la casa y escupirte en un lugar a donde no hubiera mujeres con baldes y trapos mirándote atónitas por no manchar ni una gota de sangre, y a donde no estuviera él, que ni conocías, pero ya tenía en tus sueños la cara de un futuro negro, bastaba. Aunque ese lugar fuera ningún lugar.
Los días pasaron con el tiempo propio de los días que no se desean. La Yeila no le decía a todo el mundo lo de los vientos, sólo cuando la situación lo ameritaba. La sabiduría de una gitana no se le niega al que sufre, decía. Las navidades después de las desapariciones se teñían de una herrumbre de angustia para los que quedaban, aunque nadie preguntara jamás nada.
Ese día viste la camioneta de tu hermana asomarse por la lomada del Parque Industrial. Te hubiera gustado verla llegar, decirle qué bueno que viniste, dos años ya, una navidad juntas, al fin. Mostrarle el vestido que la Colicha te cosió y que tu mamá decoró con mostacillas doradas para recibir al hombre y a su familia. Mirá la mami qué mano para bordar. Te hubiera gustado llevarla al patio y enseñarle cómo se asaban lento los corderos que el Omar había mandado a comprar al campo. Te hubiera gustado reírse de su impaciencia, hacer clericó a escondidas y terminar borrachas en la mesa del patio.
Pero era en ese momento, Rosina , no había otra chance: las sábanas colgaban pesadas sobre las sogas del fondo y no había ni un pájaro en el cielo, ni un movimiento en el aire, sólo el murmullo de los patios, preparándose para la fiesta del día antes de nochebuena, que sigue hasta el 25 a la noche.
Corriste ciega, entraste de costado levantando el revoque con la espalda. Avanzaste por el pasillo y viste tu casa hacerse más chiquita y más chiquita. El humo de los corderos asándose se levantaba sobre los techos. Más adentro, Rosina. Tu vestido de mostacillas doradas sobre una silla, chau mamá, chau Selva, chau mar con acantilados, chau Yeila y gracias.
Un aire frío te envolvió los tobillos y te llenaste las uñas de arena fina. Un olor a tierra negra y secreta te hizo temer y lloraste. Ofreciste una resistencia que reconociste haber tenido en otro momento. Un viento endiablado entró por el túnel. Viste pasar la camioneta de tu hermana por el último hilo de luz. No hubo nada más, Rosina. La vida, la vida de otros atrás, el balde con los trapos blancos y puros, tu vida impura, la dote paga, el desconocido viajando a tu encuentro, tu vida para otros afuera del pasillo y vos sola con el viento. Tu cuerpo desapareció en el remolino.