Levantó despacio la cabeza entre las salvajes hojas verdes y húmedas y goteantes, y así, de rodillas, sus alucinados ojos violáceos y su cabello rubio y despeinado apenas se vieron entre las hojas del tabacal, que eran más altas que ella. Empinándose miró hacia atrás y hacia adelante por sobre las hojas, apretando la muñeca mientras la leve lluvia caía y caía desde el bajo cielo gris y la mojaba despacio y allí estaba solamente papá, en la puerta de casa, papá que lloraba tocando la guitarra y muy lejos se oían pasar los camiones, fuera del valle, allí en las montañas, por los caminos abiertos en el monte, hacia el norte, hacia Bolivia. Loros salvajes chillaban en la lluvia, muy lejos, y ella se paró y era tan chiquita que las hojas goteantes casi la cubrían y chilló como un loro salvaje y papá tocaba la guitarra. –Tengo hambre –dijo algo dentro de ella, y entonces agarró el gran cuchillo y la sandía que papá había robado para ella y cortó un gran pedazo y hundió la carita rubia en la sandía que chorreaba sobre la remendada campera de lana, que aunque era verano mamá le había dejado antes de irse. Entonces papá dijo: –Vamos. En la invisible firmeza del viento agitando las hojas húmedas mientras, tomándola de la mano, una pequeña mano rubia dentro de la grande y huesuda y sucia mano oscura, casi negra, de papá, los dos bajaron por el medio del río casi seco, mojándose apenas los dedos de los pies en el agua que bajaba raleando entre las piedras.–No los veo –dijo ella, y antes que papá pudiera contestarle, y sintiendo que papá no le contestaría, porque eso lo decía una sola vez y porque estaba muy triste y borracho y lloraba sin hacer ruido, y antes que pudiera saber que papá no le contestaría, los vio y gritó y entonces papá la alzó con su infinita y torpe ternura temblorosa, y en un brazo llevó a su hija y con el otro abrazó por la cintura a la guitarra que había robado mucho antes que su hija rubia naciera.
Y ella vio los ojos enormes y sangrientos dando vueltas sobre ellos. Y vio a los pájaros de panzas húmedas y escamosas de lagarto y colas como víboras y grandes alas de águilas y caras de pumas feroces y ojos de sangre y dientes y garras heladas y nocturnas del color de la luna, que querían destrozarlos. –Allí –dijo acurrucada contra la piel oscura del hombro de papá.–Ya sé –dijo papá y no vio nada. Sabía que estaban ahí, rondando sobre ellos, siempre silenciosos. Los pájaros malos. Y cuando llegaron al camino papá se sentó a esperar que pasara el camión. Ella abrazó su muñeca y se tapó los ojos para no verlos, aleteando alrededor de ellos. Me voy, había dicho mamá ayer a la tarde, me parece que me voy, había dicho. Y papá estaba tirado en medio del río con el agua corriendo apenas entre las piedras. Y sus tres hermanitos estaban en el rancho de paredes de latas aplastadas y tablas y arpillera y techo de paja y entonces mamá había dicho que estaba cansada y que estaba harta y que había sido una estúpida porque se había dejado enamorar por la voz y por los ojos y por la manera en que papá le apretaba la cintura y que era una estúpida porque lo quería todavía y porque se había ido a vivir con él y porque ahora tenía diecisiete años y ya era una vieja y tenía cuatro hijos y se había puesto fea de tristeza y de hambre y de trabajar como lavandera, lavando las ropas de los demás para que los chicos pudieran comer. Y entonces gritó que papá era siempre el mismo y gritó que quería vivir. Y entonces papá agarró un sifón vacío que tenía al lado y se lo tiró, pero estaba demasiado borracho como para que le diera a mamá y entonces el sifón reventó y se fue aguas abajo y él después se levantó y abrazó a mamá que se acurrucó contra él muy fuerte y lloró. Y papá dijo que había peleado y había cosechado y lo habían echado de allí, del valle, y entonces sintió que se reían de él, la tierra y el patrón y todos esos malditos pájaros salvajes que lo empujaban y lo gobernaban y lo poseían. Y entonces la chica rubia los vio. Y dijo Jesús María y José y siguió viendo a los pájaros malos. Y mamá dijo –estás borracho José. Y dijo que se iba, porque su viejo la había echado de casa cuando se fue con papá y ahora era mujer y dijo que necesitaba perfumes y una cinta para el cabello y comida para sus hijos. Y entonces los hermanitos empezaron a berrear y ella los entró y para que se durmieran imitó el graznido de los loros salvajes. Y temblando de frío y tristeza, se durmió. Y entonces no sabían bien, porque pasó entre sueños, sintió que mamá la besaba y la quería llevar y papá decía los demás sí, pero ella no porque ella era como mamá. Y después, muy temprano, papá la despertó y ya no había nadie y entonces bajaron por el río y fueron a una quinta y papá la sentó entre los altos yuyales con la muñeca y estuvo allí, hundida y casi invisible entre la maleza y él desmontó yuyos con una guadaña toda la mañana y después le pagaron y antes de irse robó una sandía para ella.–Quiero que se vayan –dijo la chica rubia. Un gran Chevrolet venía por la carretera. La chica saltó al medio justo antes que pasara delante de ellos de modo que para no pisarla tuvo que frenar.–Kilómetro 1701. Este camino lo lleva a Salta, capital de la provincia –dijo y puso la mano. Eso no fallaba nunca. Una mujer de anteojos oscuros saltó del auto y la fotografió con su Leica. –Quietita –dijo. Del auto salió música.–Otra sin luz, che –dijo una voz de hombre desde adentro. Después le dio 10 pesos y el auto se fue. Dejó de llover. Las nubes se deshicieron y un calor pesado bajó del cielo. Los colores que la lluvia había desteñido, renacieron. El sol de verano reverberaba sobre al asfalto y lo plateaba y derretía el alquitrán que cubría los baches. El monte sobre las faldas de las montañas fue salvajemente verde, como las hojas húmedas, goteantes, cargadas de lluvia de los bananeros del borde del camino. Ahora el cielo era despiadadamente azul. Bajo los pies descalzos, los dos sintieron que el barro de la zanja se endurecía y la tierra empezó a arder. Pasaban camiones de carga que iban y venían de Bolivia. –Ahí viene –dijo por fin papá, a la siesta. Y se paró en la carretera y ella tenía las manitos sobre la cara porque sabía que estaban ahí, aunque no los viera, revoloteando sobre ellos. El camión los ladeó despacio y siguió y los peones desde arriba vieron al hombre y a la chica que quedaban atrás.
Entonces papá dijo que hoy no había trabajo en el aserradero y que no importaba y que le compraría perfumes y una cinta para el cabello y ella dijo: –Pero están ahí –y papá dijo que los pájaros no se burlarían de él y que era fuerte y que los mataría. Entonces agarró la sandía y la vació de semillas y las juntó a todas en su gran mano oscura y después agarró el cuchillo y estuvo un momento sin saber ya qué hacer y dijo:–Tierra puta –y agachándose sobre la tierra de la zanja cavó y cavó. Entonces, cuando el pozo fue lo suficientemente hondo, puso las semillas y las tapó. Y después cavó más pozos y más pozos y puso las semillas y las tapó, rabioso, desafiante, empecinado. –Ahí están –dijo la chica rubia–. Ahí están todavía. Y el cielo se cubrió de nuevo y una leve lluvia cayó sobre ellos. Y allí arriba, muy lejos, sólo graznaban los loros salvajes y los camiones iban y volvían por el camino de las montañas y ella miró a papá que se sentó en la zanja y ahora la miraba despacio, bajo el cansado cielo gris.
Germán Rozenmacher