En la feria del libro de Chivilcoy de 2007, de la que yo era el encargado de prensa, se organizó una muestra en homenaje a Rodolfo Walsh. Además de la máquina de escribir que supuestamente perteneciera al autor de Operación Masacre, un par de lentes y algunos libros, se expuso un juego de ajedrez con el que Walsh habría jugado sus partidas en un club de La Plata. Todo salió bastante bien hasta la última jornada de la feria, en la que los responsables de la muestra denunciaron el hurto de una pieza del tablero: un alfil blanco.
Más de treinta años antes, también en Chivilcoy, se produjo un encuentro que quedó grabado en la memoria del niño que yo era por entonces. Nunca pude olvidar la casa de campo donde me llevó mi madre a pasar un fin de semana con un grupo de personas que para mí eran totales desconocidos. Con el paso de los años olvidé a los otros niños con los que jugué durante dos días. Olvidé también a los mayores, incluido a un hombre que merodeaba a mi madre y me causaba muchos celos. Pero jamás he podido olvidar a los dos que no hicieron más que jugar al ajedrez durante cuarenta y ocho horas. Jugaron en un rincón del living, junto a una ventana, ajenos a todo lo demás que sucedía en esa casa de campo. Dejaban de jugar solo para las comidas o, muy de vez en cuando, para hablar entre ellos sobre la partida que acababan de disputar. Yo había aprendido a mover las piezas el año anterior y me interesaba el juego, aunque entendía muy poco de lo que esos dos expertos buscaban moviendo peones, alfiles, caballos, torres y damas. Sí entendí, ese fin de semana, la importancia del rey: una pieza a la que se debe proteger, que es recomendable no trasladar salvo cuando en el final de algunas contiendas, cuando los bandos se baten a vida o muerte, debe sumarse a los peones para lograr la victoria.
El dueño de la casa de campo interrumpió a todos después de un almuerzo (supongo que el del sábado) y les comunicó a los dos ajedrecistas que en su reciente viaje por Europa había ido a Islandia y comprado el juego que usaron en Reykjavik Bobby Fischer y Boris Spasky. Invitó a todos a que lo siguieran hasta el living; de un mueble empotrado en una pared sacó una caja de madera. El tablero estaba doblado en dos. Ambos ajedrecistas se abalanzaron sobre el supuesto tesoro y, rápidamente, reemplazaron el juego que usaron hasta entonces por el de antecedentes internacionales. Sí, aparentemente ese juego era el que habían utilizado tres años antes los dos mejores jugadores de ajedrez del planeta en la final del título mundial.
Ya adulto, convertido en periodista y apasionado jugador de ajedrez, leí un artículo sobre una histórica partida que disputaron Abelardo Castillo y Rodolfo Walsh. Desde que leí ese artículo, los dos ajedrecistas de mi recuerdo infantil pasaron a ser Castillo y Walsh. Aunque, aclaro firmemente, no eran Castillo y Walsh. Pero no importa: sus rostros, borrosos e indefinidos después de tantos años, tomaron las características de los de los dos escritores.
Con el nuevo tablero, los ajedrecistas continuaron con sus partidas. Entre todos los que compartían ese fin de semana –en mi recuerdo podrían haber sido diez o quince personas de las que mi madre jamás me habló-, alguien dijo que era imposible confirmar si era o no el tablero que usaron Fischer y Spasky. Lo mismo pensé yo cuando comenzaron a armar la muestra en homenaje a Walsh en la feria del libro. Sin embargo, como era imposible confirmar la procedencia de los tableros y las piezas, también lo era descartar que realmente tuvieran el pasado que les atribuían. En un momento de la tarde del último día que estuvimos en esa casa de campo, los ajedrecistas comenzaron a hablar en voz alta, como sorprendidos y maravillados. Coincidían en que las piezas se movían solas, sin que ellos pudieran incidir en el juego. Y en que tenían movimientos de calidad muy superior a los que ellos podían hacer. El dueño de casa comentó que esa situación le hacía recordar un cuento de Borges. Los dos ajedrecistas precisaron el título casi al unísono: El encuentro, de El informe de Brodie. “Bueno”, agregó el dueño de casa, “Borges sabe mucho de ajedrez…”.
El que para mí podría haber sido Castillo dijo que Borges mencionaba el ajedrez en muchos de sus textos, algo que difería mucho de saber del juego. A eso, el que para mí podría haber sido Walsh, agregó que Borges había aprendido los movimientos de las piezas y el reglamento del juego de niño. Pero que eso no significaba saber jugar.
Con los años concluí que los supuestos Castillo y Walsh habían hecho una broma al decir que las piezas tenían autonomía. También comprendí a qué se referían cuando decían que Borges solo conocía los rudimentos del juego. Jugar al ajedrez, he entendido después de años frente al tablero, implica mucho más que saber mover las piezas, mucho más que conocer los secretos de las aperturas, medio juego y finales. Jugar al ajedrez es también reconocer la belleza que puede esconder una jugada o una partida completa. Es encontrar un estilo, como en la literatura; ese estilo requiere del buen empleo de todas las piezas, aunque el ajedrecista siempre tiene su preferida. En mi caso, aunque el rey es la pieza principal, prefiero a los alfiles, que recorren el tablero en diagonales, hacia atrás y hacia adelante, fundamentales tanto en el ataque como en la defensa.
Antes de que terminara ese fin de semana en la casa de campo, los supuestos Castillo y Walsh anunciaron que jugarían una última partida. Enseguida supimos lo que habían descubierto al querer armar el juego: faltaba un alfil negro. Lo buscaron infructuosamente un rato largo. Entre ellos se cargaban endilgándole al otro el hurto del alfil. En definitiva, la pieza no apareció.
Como ya es evidente, he contado las dos historias en las que me he quedado con dos alfiles, mi pieza preferida del ajedrez, uno blanco y otro negro. También es evidente que no me sirven para absolutamente nada, salvo para compartir esta historia que, como he dicho anteriormente, no sucedió como la he contado.
Martín Kobse