El joven Eugenio Montale se embelesaba tanto cuando le hablaban de mujeres espléndidas, que a veces les dedicaba poemas sin haberlas visto siquiera de lejos. A su amigo Bobi Bazlen nada le divertía más que detonarlo en esa dirección, porque el joven Montale languidecía en Génova, donde estudiaba contabilidad por mandato de su padre, que lo quería trabajando a su lado, mientras que el joven Bazlen vivía a sus anchas en la mítica y cosmopolita Trieste, sin progenitores que le exigieran nada. Desde allí, en septiembre de 1928, Bazlen le envió a su amigo una fotografía en cuyo reverso se limitó a garabatear: “Una amiga de Gerti, con piernas magníficas. Escríbele un poema. Se llama Dora Markus”. Un par de meses más tarde, Bazlen vuelve a la carga en una carta: “De vuelta en Trieste, después de mi escapada con Gerti. Vimos en Moravia a Dora Markus, con botas altísimas, como para caminar en la nieve”. Pasan dos meses más y Montale recibe un telegrama de Bazlen: “¿Y mi Dora M. para cuándo?”.
Calma, calma, pide Montale, hasta que le envía por fin el poema, como hacía con todo lo que escribía: es leyenda que, hasta que a Bobi Bazlen no le gustó Huesos de sepia, Montale no lo publicó. Cincuenta años más tarde, Montale gana el Premio Nobel y “Dora Markus”, su poema más celebrado, se convierte de repente en un enigma a descifrar para sus especialistas (Montale los llamaba “accademici accaparratori e burocrati incapaci”), porque entre la montaña de papeles privados que donó a la universidad de su ciudad natal había aparecido aquella foto enviada por Bobi Bazlen en 1928.
El hallazgo desató una fiebre tan fulminante como decepcionante entre los montalianos porque no existía una sola imagen de Dora Markus salvo aquella foto de sus piernas, y no existía un solo dato sobre ella, salvo que era judía y rica y misteriosa y venía de Austria y había logrado embarcarse a América cuando empezaron a regir en su tierra las leyes raciales. Nadie sabía nada de ella en América, nadie en Austria y nada más se sabía de ella en Trieste. En esa foto empezaba y acababa su leyenda, porque para entonces Bobi Bazlen llevaba diez años muerto, Montale se negaba a atender a periodistas y a académicos y, asombrosamente, a nadie se le había ocurrido rastrear a Gertrude Frankl, la “Gerti” dos veces mencionada por Bazlen: la anfitriona de Dora Markus el día que se tomó aquella foto, la acompañante de Bobi el día que vieron en Moravia a Dora Markus por segunda y quizás última vez.
Como Montale había tenido una pléyade de musas, que en su mayoría estaban más que dispuestas a hablar de él, los montalianos se dirigieron en masa en esa dirección (luego del Nobel, hasta la prensa del corazón italiana estaba interesada en “las amantes del poeta”), salvo uno, un jovencito llamado Andrea del Giudice, que no supo salirse del trance y terminó diez años abducido por el misterio Dora Markus y por un enigma aun mayor: la razón secreta que llevó a Bobi Bazlen a abstenerse de ser escritor, contrariando todos los vaticinios que se hacían de su promisoria figura.
Del Giudice escribió un libro famoso sobre ese enigma (El estadio de Wimbledon), en cuyo centro hay un momento de gloria, cuando el joven montaliano acude a una dirección que le han dado después de semanas de búsqueda inútil en Trieste. Es verano, hay turistas por todos lados, la ciudad rebalsa de sol, pero nuestro protagonista se interna por una calle oscura y laberíntica con el papelito en la mano. El mediodía adriático se va haciendo penumbra a cada curva que da la calle, hasta que por fin nuestro hombre encuentra el edificio que busca, sube a tientas los cinco pisos por escalera, toca timbre en un lóbrego palier, y cuando le abren la puerta descubre con estupor una inesperada, luminosa vista al mar desde el ventanal, y una viejita de impecable y nívea melena que le dice: “Yo soy Gerti Frankl. Finalmente me ha encontrado”.
Bobi Bazlen era el niño mimado de todas las buenas bibliotecas particulares en Trieste, y en Trieste hasta el más tonto nacía hablando cuatro idiomas (italiano, alemán, idish, griego). Bobi Bazlen era huérfano de padre y tenía una madre eternamente postrada en cama víctima de enfermedades imaginarias, lo que le permitió hacer lo que quería en la vida desde temprana edad, y lo que quería hacer Bobi Bazlen era leer. Cuando terminó con todos los libros de su casa (“He encontrado el elemento común entre Salgari y Kant”) y todo lo que se podía leer en las librerías de Trieste, se convirtió en el fetiche de la intelligentzia de la ciudad: nadie se atrevía a negarle un libro de su biblioteca. Lo único que movía a Bobi Bazlen a levantarse de la cama era la promesa de un libro o de una buena conversación, pero hasta cuando estaba parado parecía recostado (lo decía él mismo, cada vez que veía las poses que adoptaba su cuerpo en las pocos fotos en que accedía a aparecer).
Acostado leía y fumaba, horas y días. Acostado esperaba a sus amigos cuando iba a visitarlos (“Vino Bobi, te está esperando en tu habitación, creo que se metió en la cama”). Acostado escribía sus famosas cartas, al principio a sus amigos y después a las editoriales que le mandaban libros en distintos idiomas, para que él les dijera cuáles traducir. Bazlen enseñó primero a sus amigos y luego a toda Italia a leer autores extranjeros, pero no escribió otra cosa que esas misivas a mano alzada y no publicó una línea en su vida.
En una carta garabateada en servilletas de bar era capaz de decir: “Ya no se pueden escribir libros, sólo se puede escribir notas a pie de página”, y agregar a continuación: “Te escribo en un café mientras converso con amigos, así que disculpa envase y contenido”. Así le hablaba también a Joyce y a Italo Svevo, de mocoso, en la librería de Umberto Saba en Trieste, así le habló siempre a todo el mundo, por escrito y en vivo y en directo.
Además, supervisó la traducción de toda la obra de Freud al italiano antes de cumplir los cuarenta, cuando se desencantó de su “neurastenia decimonónica” y se inclinó por Jüng, pero también de Jüng se desvió, rumbo a los distintos pensamientos orientales y de ahí a la antropología y por fin a los libros de memorias, de la época y del tema que fueran, es decir a todo aquello que le permitiera asomarse por las grietas al secreto e inefable carácter de los hombres, según Gerti. Nada le gustaba más a Bobi Bazlen (en la vida y en los libros, en sus cartas y en su conversación) que las crisis, del color que fueran: de Spinoza, de Kafka, de Po Chu-i o de las parejas de sus amigos y amigas.
Según Gerti, “con el psicoanálisis todos se pusieron atentísimos a sí mismos: nuestra generación habló demasiado de todo”. De las parejas y amoríos propios y ajenos, especialmente. Y, cuando el tema se les agotó, de aquel que había patrocinado y luego dinamitado todos aquellos amoríos, para irse a continuación de Trieste y dejarlos a todos hablando solos. Primero lo odiaron, después lo extrañaron. El día en que pasaron de un estado al otro empezó a fraguarse la leyenda Bazlen. Siempre hubo de tiempo de sobra para conversar en Trieste: así fue construyéndose el mito de que Bazlen no publicó nunca porque era un taoísta de la literatura. Sólo el tedio de Trieste podía producir tan peregrina interpretación. “Quizá sólo era de aquellos que no saben engañarse, y los que no se saben engañar, como bien se sabe, no pueden escribir”, le dice Gerti a Del Giudice.
La entrevista parece terminada pero, antes de levantarse para la despedida, la vieja dama triestina acepta una última pregunta de su insaciable huésped y se queda pensando largamente antes de decir: “Las personas hablaban con él, o recibían una de sus cartas, y después creían haber actuado por sí mismas; yo creo que ese era su don: hacerles comprender invisiblemente”. Sobre la mesa baja que separa a la dueña de casa de su huésped yacen varias cartas, amarilleadas por el tiempo, y una foto en blanco y negro, igual de pretérita. En ese instante postrero antes de abandonar el paisaje luminoso que se ve por el ventanal, y sumergirse en el palier oscuro, bajar cinco pisos por escalera y desembocar en la calle más sombría y laberíntica de Trieste, Del Giudice nos dice que la vieja dama que sonríe ausente vuelve, por un instante, a ser Gerti Frankl, y de golpe nos hace comprender, inequívoca e invisiblemente, que las hermosas piernas de aquella fotografía de 1928 eran las suyas, que la foto la tomó Bobi Bazlen y que el nombre y la leyenda Dora Markus los inventó él, para que un amigo de Génova que sí sabía engañarse pudiese escribir un poema que la hiciera inmortal.