Estoy sentado en el pequeño muro de piedra frente a la casa. Mis pies no tocan el piso, debo tener nueve o diez años. Si fuera una película la cámara estaría cenital sobre mi cabeza y mostraría a un niño sacando helado de una tacita.
Es el fin del verano, no de la estación sino de ese tiempo de vacaciones que llamamos “verano”, son los primeros días de marzo en Mar del Plata y ya han comenzado las clases.
Ese niño que soy ha estado solo toda la tarde. Hace apenas un día se marcharon sus primos a la capital y se terminaron los días de playa. Pero no está triste, no lo estoy. La tarde refresca más temprano y un dejo de nostalgia placentera ilumina la calle con tonos más suaves.
Miro el helado. Para conseguirlo debí realizar una compleja cacería, aprendida con la premura que da el deseo, y que consiste en aguzar el oído al extremo para poder distinguir entre todos los ruidos de la tarde el sonido del silbato del heladero. En plena temporada sería imposible escucharlo pero, en marzo, en las tardes de marzo cuando las calles se llenan de silencio, los negocios bajan sus persianas y la siesta se impone, el aire parece sostener los sonidos a larga distancia y transportarlos sin dificultad.
El helado tarda en derretirse. Es blanco, extremadamente blanco, y debajo un colchón de frutillas congeladas le provocan una herida sangrante. La taza es de cartón bañada en cera, un fino barniz que le da solidez y evita que la humedad la destruya. La cuchara es una palita de madera, una fina lámina que cuando llevamos a la boca deja un gusto levemente amargo, que sin ser agradable constituye un todo con el sabor de la crema helada y las frutillas.
Miro la tapa de la tacita del helado, es de cartón, pero no lleva el proceso del encerado. Solo la marca: Laponia, colores azules, celestes, blancos. Nada más. Nada muy significativo.
Voy a empezar con la otra mitad del helado, he ido sacando pedazos como si excavase en un acantilado. No bien comienzo, un taxi se estaciona frente a la casa. Baja de él la madre de un amigo y mi amigo de la escuela. Es un niño enfermizo, trae en su mano un vaporizador, un asma persistente lo hace respirar con dificultad. La mujer no paga el taxi, el taxista espera tranquilo, no hay urgencia, ya no hay buenos viajes con turistas que retirar de playas lejanas. Me doy cuenta que algo excepcional ha ocurrido en esa familia. El misterio se devela casi inmediatamente, la mujer le dice a mi madre que dejará a mi amigo jugando en casa: “su padre ha muerto”.
Cuando se marcha el taxi quedamos los dos sentados en el pequeño muro sin hablarnos. Los pies de ambos no tocan el piso, los de mi amigo menos aún porque es bajito, debemos tener ocho o nueve años. Si fuera una película la cámara estaría cenital sobre nuestras cabezas y mostraría a un niño ofreciéndole la mitad de su helado a otro.
Es marzo.