Los Yuga-Dharma, primogénitos en el orden de los antiguos libros sagrados, dan cuenta de la existencia de un mundo anterior al que nosotros conocemos. El creerlo, o no, dependerá de las ganas de andar dudando al divino botón que cada cual tenga; pero no es irrazonable creer que tal mundo existió y fue creado y regido por una deidad única y todopoderosa. La hipótesis no es ni más ni menos endeble que cualquiera de las construcciones teológicas sostenidas con absoluta convicción, a través de los tiempos, por tanta gente capaz de verse a sí misma como el colmo de la seriedad y la razón.
El primer rollo de los Yuga-Dharma revela la existencia de Baratelli, Dios Único y Creador de Todas las Cosas. La fonética del Nombre Divino se nos antoja latina, más exactamente italiana y —a mayor precisión— meridional y no florentina, lombarda o toscana. Lo concreto es que Baratelli creó el mundo, lo puso a funcionar y lo decoró sin ayuda alguna, como cuadra a una divinidad originaria.
El relato de la creación de todo lo existente abona la tesis de los estudiosos que sostienen que el Dios de los Yuga-Dharma era italiano. Más aún: italiano de escasa o ninguna instrucción, emigrado y —muy probablemente— dueño de un pasado como agricultor o cosa semejante, devenido súbitamente en Creador. Ello explicaría de algún modo la suficiencia, chapucería, avaricia y falta de tino con las que llevó adelante su obra magna, el universo.
Según el versículo 3 del Rollo I del Yuga-Dharma, Baratelli creó primero los cielos. Ya a partir de este hecho puede concluirse que el Señor Todopoderoso no era en manera alguna detallista: el Libro Sagrado revela que construyó la primera parte de los cielos a buena altura, pero que a medida que iba elaborando cielo y más cielo como quien va para el lado de Asia, la construcción se le fue yendo de línea, haciéndose más y más bajita, hasta que firmamento y suelo se unieron. Por allí no se podía ni caminar y Baratelli salió del paso sosteniendo el cielo con unos tacos de madera y unos cuantos clavos. Al respecto, el versículo 7 relata: «…y cuando clavaba Nuestro Señor Baratelli rajósele el cielo y casi todo él quedó pendiendo». Claro que Dios no se amilanó: creó rápidamente el cuartito de las porquerías, un pequeño recinto pletórico de bártulos en desuso, inservibles y deteriorados; y eligió algunos de ellos para apuntalar el firmamento rajado. Así es que tomó de entre los trastos recién creados una persiana vieja —que colocó exactamente sobre Japón— y una escalera de pintor falta de tres escalones; y con tales artefactos evitó el desmoronamiento.
Satisfecho con su magna obra Baratelli siguió creando, según revelan los Yuga-Dharma. Como buen italiano emigrado arremetió con todo entusiasmo e igual impericia la labor generadora. Hizo la luz, pero el sol se le apagaba con intermitencias. En uno de los oscurecimientos el Ser Supremo se llevó por delante la persiana que apuntalaba el firmamento, perdiendo dos dientes y provocando el derrumbe del cielo desde Viena hasta Osaka. Con las espinillas despellejadas y seseando por el sangrante portillo de su dentadura, Baratelli dio por terminado el primer día de la Creación, no sin antes generar el pan, la cebolla y el aceite de oliva para reponer energías.
Durante la segunda jornada del Génesis el Dios de los Yuga-Dharma creó el fuego y las aguas. Mejor dicho, el exceso de aquél lo obligó a crear éstas. Chamuscado, empapado y torcido por las diarreas provocadas al ingerir hectolitros de agua recién creada, Nuestro Señor Baratelli blasfemó a la usanza de su tierra natal e instaló unos caños de drenaje con el propósito de desagotar su mundo inundado. Pero su precaria cañería zafó al poco rato de su ensambladura y —además de fracturarle un codo— atravesó los cielos dejando una espantosa grieta por donde cayeron, haciéndose añicos, el sol, la luna y las estrellas. Baratelli clamó a sí mismo y, con las plantas de los pies cribadas por las astillas de los astros desplomados, puso una docena de tarros con alquitrán, los encendió a modo de mortecina iluminación y se fue a dormir sin comer.
El tercer día creó a las aves del cielo, a los peces de los mares y a los animales de la tierra, tal vez la tarea más reveladora de su condición de divinidad italiana emigrante. Es posible que haya mezquinado materiales o bien desdeñado la buena práctica de bocetar, medir y pesar, ya que el primer pajarraco que puso a circular se mostró como un rendido admirador de la ley de gravedad y se desplomó sin remedio, dando con sus diez toneladas sobre el solar de la futura Barcelona. Baratelli no se amilanó: tomó el serrucho, le cortó las alas y fue pez. Pero se negaba a sumergirse; flotaba y flotaba tontamente hasta que el Creador le hizo un par de agujeros con un cortafierro. En lugar de hundirse, se voló; pero no servía para pájaro porque no tenía alas y Baratelli hubo de sacar la escalera —que sostenía el firmamento: nueva debacle— y bajar al pez de diez toneladas de entre las nubes.
Una vez fondeado el habitante de los mares mediante la creación de una criatura suplementaria, el ancla, Dios Todopoderoso y Diletante dedicóse, según los Yuga-Dharma, a chapucear nuevos seres. Indudablemente nuestro buen italiano emigrado hizo lo que pudo, pero sin caletre alguno: en pocas horas andaba por allí toda una gama de entes desgraciados que se entrechocaban, se desplomaban, se descoyuntaban y se disolvían al menor intento de llevar a cabo alguna acción edificante.
Entre el estertor de los bichos de agua que morían boqueando por los aires, los lastimeros aullidos de los seres voladores que caían en picada y el retumbar de las desproporcionadas criaturas de la tierra que se autoinvalidaban al primer intento, Baratelli se desentendió de tanto desatino y tras comer pan, cebolla y aceite de oliva, se retiró a su sucucho.
Siguieron otros dos o tres días de desaciertos y trastadas que el Gran Yuga-Dharma relata puntillosamente. Baratelli no ahorró esfuerzo pero sí materia prima y sentido común. Al finalizar el sexto día el universo se parecía bastante a esas casas chorizo que los italianos emigrados van construyendo de a poco y donde todo se raja, nada funciona y cada centímetro cuadrado parece no tener relación alguna con el de al lado.
El Libro Sagrado da cuenta, por fin, de la creación del hombre. Tenía tetas, trompa, cuernos, alas, espinas, piernas, plumas, pistilo, estambres, hojas, antenas y ramas. Puteó concienzudamente a Baratelli y se suicidó en cuanto el atribulado Creador se puso a prepararle una mujer igual de bonita.
Fue demasiado, aún para una deidad emigrada de Italia. Baratelli revoleó el zurrón lleno de clavos y tarugos y abandonó la Creación. Desdentado, fracturado, quemado y raspado, Baratelli llevó a cabo un último acto divino: creó el carro y se dispuso a vender fruta.
Los Yuga-Dharma nos enseñan que sobre ese chapucero universo abandonado pronto reinaron el abandono, el silencio y la muerte, que en nada lo desmejoraron. Entonces, dice el versículo 66 del Rollo XCVIII del Gran Dharma Hermético, un dios judío compró todo lo baldío en remate y, con el tino propio de los de su raza, hizo una fuerte inversión y recreó el mundo, esta vez equipado con todos los adelantos que por entonces había.
Sin embargo ahí están los terremotos, el ornitorrinco, la calvicie, el pez volador y unos cuantos testimonios más de la primigenia e indudable existencia de Baratelli, el Supremo Aficionado.