La siembra

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“Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena”.

“La trama”, Jorge Luis Borges. 

Juan Manuel Barberis, cincuenta y nueve años, casado, una hija, de profesión operario de maquinaria agrícola, oriundo de Vela. Siento el escalofrío atravesar todo mi cuerpo. Sacudo la cabeza y camino los escasos centímetros que me separan de la mesa de Morgagni y lo observo. Sus ojos y la expresión de su boca conservan el terror que debe haber sentido momentos previos al desenlace. Casi la totalidad de su torso, parte de su rostro y el brazo amputado, y colocado prolijamente al costado del cuerpo, están cubiertos por semillas de soja. Llegó desnudo, sólo sus borceguíes, aún puestos, sobrevivieron. Lo propiamente técnico: signos de fractura con amputación reciente de brazo izquierdo a nivel de la articulación del hombro con rotura de arteria axial. Pie derecho con desplazamiento de línea media indica fractura de pelvis. Equimosis en región clavicular izquierda, deltoidea derecha y esternal en cara anterior de abdomen y cara derecha de pelvis. Fractura de la tercer costilla derecha e izquierda. Lesión cortante con comprometimiento de grandes vasos sanguíneos en región sub mandibular lateral izquierda, de unos diez centímetros de largo y gran profundidad. Pérdida del lóbulo de pabellón auricular izquierdo, post mortem.  Muerte causada por shock hipovolémico debido a la gran cantidad de sangre perdida en un accidente con la máquina cosechadora con la que realizaba sus labores. 

Cuarenta y cinco minutos después voy en busca de la esposa del señor Barberis. Mi cuerpo se sobresalta al encontrarla parada frente al enorme vidriado que da ingreso a la morgue. No parecía estar presente, aunque los ojos mostraban las pupilas fijas.  Detrás suyo una adolescente de cabello lacio y cuerpo delgado, llora. 

—No entiendo qué pasó —comienza a hablar sin aguardar siquiera mi presentación —Más de treinta años haciendo ese trabajo y hoy bajó a ver algo de la máquina y así lo chupó. ¿Para qué bajó, dígame? —hace una pausa para limpiarse los ojos con las mangas raídas del pulóver. Pido al personal de seguridad del edificio dos vasos con agua y le acerco los papeles que necesitará para realizar los trámites que siguen. La hija continúa en la misma posición.   

—¿Ustedes también son de Vela? —pregunto en un intento de ser amable. —Yo me fui de allí para poder estudiar y no volví ni de visita.

—Hay lugares que nunca cambian, querida. 

Extiendo mi mano y me retiro de allí. Regresoapenada, a mi casa. Voy a la habitación y me hundo vestida en la cama revuelta. Quiero dormir las horas que me faltaron.

La presión sobre mi pecho me impulsa a tomar una gran bocanada de aire. Abro los ojos y busco a tientas el teléfono celular. Nueve de la mañana es un buen horario para llamar al trabajo. Me excuso fingiendo un malestar estomacal y pido las vacaciones que, durante años, nunca tomé. Me levanto y voy directamente al auto. Comienzo a trazar un recorrido imaginario: Los Pinos, San Agustín, Napaleofú, Azucena y, finalmente María Ignacia más conocida como Vela. Hay ocasiones en las que se hace necesario regresar, veintiséis años han pasado del accidente que causó la muerte de mi padre y veintidós del funeral de mi madre.

Busco en Google Maps la dirección y, a poca velocidad, voy siguiendo las indicaciones del GPS. El lugar era fácilmente reconocible, sin embargo, me pareció más oscuro y desagradable que antes. La cortina se abrió, sostenida por unos dedos arrugados, de uñas rojas y puntiagudas. Unos ojos negros con pestañas rígidas como palillos me contemplaban detrás del vidrio. 

—Doña Zulema, soy Laura, la hija de Don Amilcar y Leonor. Estoy de paso, quise venir a ver cómo está la casa de mi infancia. —La cortina volvió a su posición inicial y la puerta se abrió.

—Laura, ¡qué cambiada estás! Hace tanto que no andás por acá. ¿Cuánto tiempo pasó? 

—Bastante, Zulema. ¿Se encuentra su marido? ¿Sigue trabajando en la estancia “El Ombú”? —pregunté. 

—Sí, el viejo sigue trabajando ahí, pero hace unos días que no quiere ir. Hubo otro accidente, ¿te enteraste? Pasá que lo llamo —dijo corriendo la cortina de tiras plásticas.

—Estoy un poco apurada, prefiero esperarlo acá —mentí. Ella seguía generándome los mismos escalofríos que cuando yo era una niña. Dudó unos segundos hasta que se decidió y avanzó hacia el fondo. 

—¡Nena! Pensé que nunca más te veríamos por acá —y antes de terminar la frase me abrazó. El olor a alcohol me produjo náuseas. Zulema se acerca a la puerta y desde allí observa todo. No ofrece nada para tomar, sabe que no hay café y que quedan sólo unos pocos saquitos de té. 

—Tenía ganas de ver la casa.

—Pero ¿cuándo te fuiste vos? —me frena. —Fue por el 2001, ¿no? Claro, cuando cayó De la Rúa. Pucha que pasa el tiempo, eh.

—Parece mentira, ¿no? Pero, bueno, quería preguntarle una cosa. 

—¿Por la casa, nena? La demolieron el año pasado y dicen que van a poner un taller de bicicletas. También habían empezado a remodelar la vieja librería, ¿viste?, pero ahora con todo este lío no sé qué van a hacer y, otra cosa, ¿te enteraste del accidente del Juan Manuel? —preguntó anticipándose al punto al que deseaba llegar. 

—Sí, ¡qué terrible! Pienso en su hija. ¿Sabe cuántos años tiene?

—Trece recién cumplidos, igualita a vos cuando lo de tu padre, que Dios lo tenga en la gloria —encendió un cigarrillo. —El que debe saber cómo pasó todo es el Abel —agregó completamente inmóvil dejando que el cigarrillo se consumiera sin prisa entre sus dedos. —Llegó al pueblo hace poco porque alguien lo recomendó para la estancia y se lo encajaron al difunto como ayudante, pero, acá, entre nosotros, —baja la voz como si quisiera que nadie más lo oyera —medio raro. Ahora, atendeme, escuché por ahí que ya se fue. Bueno, que sé yo. La cosa, nena, es que él estaba ahí ese día. —Don Julio cuenta, al principio en orden, después como le sale. 

Necesito un respiro. La angustia me asfixia tanto o más que el calor.Me despido de ellos prometiéndoles volver el próximo verano y me retiro argumentando que todavía debo seguir manejando un tramo más. Si existía un lugar donde se hablaba de todos los sucesos del pueblo, era en la farmacia.  

La construcción ocupaba toda la esquina, era vieja, de principio de siglo tal vez. La mujer tras el mostrador llevaba un chal alrededor de sus hombros, uno negro y amplio. No me atrevía a dirigirle la palabra pues anotaba y tachaba algo en un cuaderno. En el pequeño televisor, un programa de política. Hablan de Caputo. El tipo cuenta con la confianza del presidente y de los empresarios. Ejecutan un plan simple, siniestro también. Un ajuste feroz. Nadie vende, nadie cobra, nadie paga. 

—¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó con voz clara apenas levantando la vista.

—Buen día señora Carmen, mi nombre es Laura, capaz no se acuerde de mí….

—Laura… ¿Laurita? ¡Cuánto tiempo hace que no venías! Pero si tenés la misma carita —me interrumpió.

—Mucho tiempo, es cierto, pero tuve ganas de ver mi casa y, bueno, también a mamá y me vine.

—Fíjate que ahora hay un local hermoso. Alguien me dijo, pero ahora no me acuerdo quién, que van a arreglar bicicletas. ¿O a vender bicicletas? Bueno, algo así, pero contame de vos. ¿Por qué no viniste antes? ¿Qué fue de tu vida?

—Mucho estudio, Carmen y después el trabajo. —Es lo mejor que pude decir para no entrar en detalles.  

—Ahhh, claro. No está cómo para quedarse sin trabajo ahora, querida. Y acá, todavía estamos con esto del accidente. ¿Escuchaste algo?

—Si, ¡qué increíble!, ¿no? Su mujer dijo que hacía años que él trabajaba con las máquinas.—La televisión sigue encendida pero ya no presto atención a lo que veo. 

—¿La mujer? —vuelve a interrumpir —¡Ay, nena, seguís con la misma inocencia de cuando eras chica! Oíme, el día del accidente, el Abel estaba en la casa con la mujer, hoy viuda y con el pobre difunto.Hay quienes dicen que antes de que el desdichado se vaya a trabajar, hubo una discusión muy grande, pero viste cómo es el pueblo, ¿no? —hace una pausa para tragar saliva y continua —El Abel era su ayudante, sí. Pero de ahí a ir día por medio a esa casa. ¿A qué iba? Contame, contame vos. —Me señala con la lapicera que antes agitaba por el aire, mientras arquea las cejas. —Igual, parece que ya se fue. No se lo vio más por ningún lado después del accidente.

Si sabré cómo es el pueblo, me digo a mí misma al tiempo que planeo la última visita. A pesar de la semioscuridad que me rodeaba y que me impedía distinguir claramente las casas, me acercaba al cementerio. Volví a ser la Laura adolescente recorriendo los pasillos empedrados del lugar. Caminé hasta encontrarme con la tumba de mi madre y un ramo de jazmines, sus flores preferidas. A pesar de estar marchitos, se conservaba en el ramo una tarjeta. Alguien se confundió, pensé estirando mi brazo para tomarla. En letra imprenta y de gran tamaño, aún se leía “Tullo siempre Nicanor”. 

El mareo me obliga a sujetarme. Hago un esfuerzo enorme por no vomitar. Nicanor, el ayudante de mi padre en la estancia. El mismo Nicanor que pasaba horas en la casa mientras mi padre trabajaba. Nicanor…

Vuelvo al auto y a la ruta. Reviso, una y otra vez, los acontecimientos de las últimas horas y pienso en la forma salvaje con que algunas personas ejecutan ciertos actos, casi como si un dejo de locura quedara en todos los hombres. Que al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías, es cierto. Observo por el espejo retrovisor cómo el pueblo va quedando atrás.


Carolina Favini

Carolina Favini
Carolina Favini
Oriunda de la ciudad de Mar del Plata. Cursó los estudios secundarios en el Instituto Alberto Schweitzer. Es Acompañante Terapéutica y actualmente trabaja con niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad. Publicó dos libros de cuentos: “Correr el telón” en octubre de 2021, surgido luego del Taller de Escritura Creativa dictado por la Profesora Evangelina Aguilera y “Diario de Caza”, en abril de 2023, ambos editados por Gogol Ediciones. Participó en las Antologías “La voz que nos habita”, Colección Laberintos de PuertaBlanca, y “Mujeres Empoderadas, Vol. IV” de Niña Pez Ediciones, en los años 2022 y 2023, respectivamente.

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