La promesa

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Cuando salió al patio todavía quedaba la luz de la primera mañana. Una pátina que se adhería a las cosas: el juego de sillones de hierro, las macetas, la enamorada del muro, los árboles del fondo y, entre los árboles, las pajareras. Celso prendió un cigarrillo. Estaba en piyama y pantuflas, pero se había afeitado y peinado. Fumó y se acordó de cuando recién se habían mudado con Sonia, la casa en ruinas, una sola habitación más o menos en condiciones en la que vivieron los meses que duró la refacción. El baño afuera, una letrina que compartían con los albañiles.

Se habían ido de la granja escapados, de madrugada, un poco de ropa en un bolso. En otro, la plata que le sacaron al padre. Les pertenecía también. Después de todo habían trabajado duro desde los diez años y ya tenían más de veinte. Veintiuno él; veintitrés Sonia, para ser exactos. La noche anterior dejó los dos caballos preparados, atados abajo de un árbol, en la tranquera. Caminaron los trescientos metros desde la casa a la entrada del campo. El ruido de la escarcha y la respiración de los dos, sólo eso en la noche silenciosa. Primero a caballo hasta el pueblo. Después el ómnibus a Retiro. Un par de semanas recluidos en un hotelito de Avenida de Mayo mientras hojeaban los clasificados y visitaban inmobiliarias que ofrecían propiedades en el Gran Buenos Aires. Les sonaba importante que se llamara así.

Apagó el cigarrillo y agarró el balde con agua y el tacho de comida. Mientras se acercaba a las jaulas los pájaros saltaron de un lado a otro y revolotearon. Eran unas pajareras hermosas, cinco en total, un hombre alto entraba de pie y sobraba espacio. Adentro de cada una había ramas secas y pequeños trapecios donde las aves se hamacaban. Las habían diseñado con Sonia y las había hecho un herrero del barrio. Como cada mañana, le llevó un rato largo llenar las latitas de comida y cambiar el agua de los bebederos.

Hasta unos meses atrás la encargada era Sonia. A ella se le había ocurrido tener pájaros. Algo que le recordara el monte, decía. A veces, cuando estaba agotada de atender, se metía en alguna de las jaulas, se sentaba en el suelo y cerraba los ojos. Los pájaros aleteaban y enredaban las patas en su pelo. Salía a las horas con la ropa sucia y los brazos rasguñados. Ahora que ya no podía salir de la cama, Celso abría las ventanas del dormitorio para que escuchara los trinos, píos, apareamientos; las zambullidas en las bateas con agua.

Pensó que podría llevarle alguno, un cardenal, uno de sus favoritos. Ponérselo sobre el pecho, que la llamarada roja del copete fuera lo último que acariciara. Pero enseguida se dio cuenta de que el pájaro podía asustarse, empezar a chocar contra las paredes de la habitación buscando la salida. Mejor no. Mejor sólo ellos dos, como lo habían planeado hacía más de treinta años y como se lo repetían cada tanto. 

Si un día me enfermo… 

Sí. Y yo me voy atrás tuyo.

El don, como lo llamaban, empezó cuando Sonia tenía once o doce años, más o menos en la época en que le empezó a bajar la regla. La madre había muerto ya, así que Sonia tuvo que guardar ambos secretos por un par de años hasta que Celso tuvo la edad suficiente para contarle. No sabe qué lo impresionó más. Si el don o la sangre manando del cuerpo de su hermana y de todas las mujeres del mundo una vez al mes. Nunca supieron si era hereditario, alguna abuela o tía. Al padre no se animaron a preguntarle. 

Sin embargo las cosas extraordinarias no pueden esconderse por mucho tiempo.

Nunca habían estado en Buenos Aires. Casi no habían ido más lejos que el pueblo. Una o dos veces a Santa Fe a comprar unos animales. Siempre con el padre. Sonia servía para manejar la camioneta y él para cerciorarse de que no les metieran el perro. No es que el viejo confiara en ellos para esas tareas que siempre había hecho él solo. Es que veía poco y le costaba caminar desde que un caballo lo había tirado. 

En el hotel se hicieron pasar por una pareja de recién casados. Les divertía. Ninguno de los dos había estado nunca con nadie. Antes de comprar la casa donde vivirían en adelante, se dieron el lujo de caminar por la ciudad, entrar a las iglesias, ir al zoológico, comer pizza de pie, sentarse en los bares a tomar café. Fueron dos semanas, tres a lo sumo.

El empleado de la inmobiliaria les dijo que la casa era una ganga. La construcción era antigua y fuerte, podrían hacerle los arreglos que quisieran. Estaba venida abajo porque el antiguo dueño había estado solo allí mucho años. Tomaron el tren y fueron a verla. La casa era casi una tapera, pero tenía ese fondo inmenso con árboles y Sonia enseguida dijo que era un buen lugar para tener pájaros y que allí iban a estar bien, podía sentirlo, iban a poder empezar de nuevo.

A él no lo convencía demasiado. Le habían gustado esos días en el centro, la vida urbana. Pero Sonia era la hermana mayor, eso no había cambiado. No recordaba un solo momento de su vida sin su hermana.

Dejó abiertas las puertas de las jaulas, pero los pájaros siguieron comiendo y haciendo lo que hacen los pájaros encerrados.

Fue al dormitorio y la ayudó a salir de la cama, a sentarse en el silloncito frente a la cómoda. Prendió otro cigarrillo y lo dejó en el cenicero de cristal. Sonia lo agarró y dio una pitada. Por un momento la cara de su hermana, que él veía en el espejo, se perdió atrás del humo. Empezó a peinarla. Había tenido un pelo rubio y abundante; ahora opaco y de hebras finas y quebradizas. Le hizo una cola de caballo y luego la torció en un rodete. Cuando clavó las horquillas sintió el estremecimiento en la espalda de Sonia, un temblor suave.

Perdoná, dijo: ya casi estamos.

No pensaba usar el don. A menos que alguna vez ellos o el padre lo necesitaran. Eso se había prometido Sonia y se lo había advertido a Celso cuando le contó. Pero no va que un día, la mujer de uno de los peones cae fulminada frente a ella, mientras hacían la limpieza de la casa. Muerta, dirá la mujer después: vio la luz, a sus familiares difuntos llamándola, extendiendo sus manos, puro hueso, hacia ella. La Sonia me trajo de vuelta. 

Sonia lo negó cada vez que le preguntaron. Lo negaba también frente a la mujer cada vez que sacaba el tema: Sonia movía la cabeza y hacía un gesto pidiendo comprensión para la pobre mujer que no había quedado bien de su derrame cerebral. Pero la gente siempre escucha lo que quiere oír. Y una mañana la fila llegaba casi hasta la tranquera.

Cuando se mudaron al barrio llamaron de inmediato la atención. Tan jóvenes, rubios, hermosos, como salidos de una película. Les llevó tiempo a las vecinas aceptar que eran hermanos. Recibían la noticia con decepción. Los miraban con pena como si pensaran que así los dos eran tan perfectos que nunca encontrarían alguien que estuviera a la altura. Los años les dieron la razón. Los hermanos quedaron solteros, un matrimonio blanco.

Al poco tiempo de mudarse Sonia empezó a atender. Apenas la salita del frente estuvo lista. Celso fue hasta el Once, compró tela para cortinas, unas alfombras y unos adornos en la tienda de unos turcos. Sonia cosió. Almidonó el mantel de hilo bordado por su madre, el único objeto fuera de la ropa que trajo de la casa familiar cuando huyeron y lo puso sobre la mesita redonda donde recibiría a los consultantes. No era la sala de una bruja ni de una curandera. Era un sitio amable donde la gente se sentía extraña pero bien.

Celso se puso su mejor traje. Cuando volvió al dormitorio de Sonia ella, también con su vestido más lindo y los zapatos que apenas había alcanzado a estrenar antes de enfermarse, lo esperaba sentada en la cama. Sonrieron.

Por fin vamos a conocer el gran misterio, dijo Sonia.

Celso se quedó callado y le apretó la mano.

El disparo enmudeció el barullo de las pajareras. Las aves contuvieron la respiración por un momento. Las decenas de ojos redondos miraron a través de los barrotes. Y enseguida volvieron a su actividad de pájaros.

Selva Almada

Selva Almada
Selva Almada
(Entre Ríos, 1973) es autora de las novelas El viento que arrasa (2012), Ladrilleros (2013), No es un río (2020); los cuentos de Los inocentes (2019); y los libros de no ficción Chicas muertas (2014) y El mono en el remolino. Notas del rodaje de Zama de Lucrecia Martel (2017), entre otros. Ha recibido diversas distinciones y premios, como el First Book Award de Edimburgo por El viento que arrasa (2019); el Premio IILA a la mejor novela latinoamericana publicada en Italia en el bienio 2021/2022 por No es un río (2023); y finalista del International Booker Prize 2024 también por No es un río. Sus libros han sido traducidos a una docena de lenguas. Co-guionista del largometraje Jesús López (Mejor guión Cóndor de Plata 2023), de Maximiliano Schonfeld. Actualmente reside en Buenos Aires y dirige Salvaje Federal, librería especializada en la literatura escrita y editada en las provincias argentinas.

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