La noche tiene oídos

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“El día tiene ojos, la noche tiene oídos” dice un proverbio popular. 

Yo así lo creo. 

Ya era muy tarde y tenía que terminar de corregir una pila de evaluaciones que debía entregar a la mañana. 

La noche estaba particularmente calurosa y quieta, como un veranito equivocado de fines de agosto. Las temperaturas que venían sucediendo no eran normales para esa época del año. En casa, el silencio se sentía como si cada objeto contuviera la respiración y el único sonido que se oía venía de la cocina; Tina roncaba como todo animal viejo: profundamente. 

La humedad era agobiante, apenas corría algo de aire a través de la ventana y me costaba bastante concentrarme. 

De pronto, sentí un ruido lejano, dudoso. Dejé las evaluaciones a un costado y me quedé quieta, tratando de descifrar qué podría haber sido. Nada. Silencio otra vez ¿El motor de la heladera? ¿La madera del piso dilatándose? Cuando volví a bajar la vista el ruido volvió, esta vez más claro. Me levanté sin pensarlo. 

La escalera de casa tiene trece escalones. Bajé cada uno de ellos como siempre; contando de a dos y uno que me sobra. Me gustan los números primos, como si en el vacío aparente que hay entre ellos habitara el infinito. 

Cuando entré a la cocina pateé sin querer el recipiente con el agua de Tina y me mojé los pies. En casa ando siempre descalza, la sensación del piso frío me hace bien, pero esta vez estaba empapada así que me puse las zapatillas viejas que suelo dejar encima del lavarropas y encendí la luz que por unos segundos me encandiló. 

Me acerqué a la puerta de entrada y me quedé quieta, esperando otra vez el ruido – que más ruido era un llamado-. Aunque afuera no percibí nada, decidí salir igual. 

Apenas pisé la vereda el calor y la humedad se me metieron en el cuerpo. El servicio 

meteorológico había anunciado para la mañana la llegada de la tormenta de Santa Rosa y todo parecía conjurarse para que esta vez, como un milagro, acertara. 

Empecé a caminar sin pensar hacia dónde. No recuerdo la última vez que caminé de 

madrugada por el barrio, si es que alguna vez lo hice. No muy lejos se escuchaba el canto de unas ranas o grillos o pájaros…o todo junto. La tormenta que se acercaba se sentía en los huesos. 

¿Qué estaba haciendo ahí afuera? Nunca me quedo con dudas. Si algo me intriga lo 

investigo. Como cuando era chica y encontré en la mesita de luz de mamá la foto de una ecografía. Le pregunté si esa “bebe” era yo. Me respondió que no y se largó a llorar. Yo no entendí el porqué hasta muchos años después. 

Hoy sigo teniendo dudas pero mamá ya no está para responderlas Mis mapas mentales me juegan sucio a veces. En realidad sí; algunas veces me quedo con dudas. 

La noche estaba más oscura de lo que recordaba de una noche oscura. Desde que salí de casa no había vuelto a escuchar el ruido.Empecé a tararear una canción que canta Fernando Cabrera, “ La oscuridad traga y no convida” dice. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Devora y es todo para ella? “Quedé a la deriva”- seguí tarareando. 

Me pareció ver un relámpago a lo lejos, un destello rápido de luz. Dejé de oír los pájaros, las ranas y los grillos. Un silencio repentino. 

Seguí caminando sin saber bien a dónde. Mis manos transpiraban. El aire espeso me agitaba breve y entrecortado. Uno de mis miedos recurrentes es morir ahogada, sin aire, sola, sin nadie que me diga que me quiere. ¿Tragada, devorada? 

De noche siempre pienso en la muerte, como si esas horas fueran el fondo donde todo decanta antes de volver a empezar. Quizá sí: morimos un poco cada día. 

Las luces de la calle apenas se distinguían entre la niebla espesa que había empezado a bajar como si pudiera tocarse y no dejaba ver las casas vecinas. 

Un perro me encontró y decidió acompañarme sin nada a cambio, salvo caminar conmigo la noche previa a la tormenta de Santa Rosa. En el trayecto lo bauticé Negro, su pelo estaba en armonía con todo. Le decía Negro y caminaba más rápido, movía la cola, babeaba. Sin dudas Negro era un buen nombre. 

Pensé en bañarlo, comprarle un collar y dejarlo dormir en la cama, pero a Tina no le gustan los perros. 

Me acordé de una vez, hace treinta años: mamá y yo habíamos encontrado en la plaza una perrita dentro de una caja. Lloraba desesperada, como lloran los abandonados. Estaba flaca, desnutrida y llena de pulgas. Mamá la envolvió en una bufanda y la llevamos a la veterinaria. El doctor dijo que estaba muy débil y que sería mejor dejarla en observación por unos días. Cuando volvimos a buscarla parecía otra. Apenas nos vio empezó a mover la cola como loca. Le pusimos Ginkgo, porque en el lomo tenía una mancha amarilla con forma de corazón, igual a las hojas del árbol. En casa nos esperaba Lucio, nuestro gato, que en diez años jamás había visto un perro. Estaba arisco, con los pelos erizados. Ginkgo, en cambio, lo buscaba para jugar, ladraba. Lucio se hartó y le rasguñó el hocico tres veces seguidas igual que un boxeador. Le hizo unos cortes profundos que empezaron a sangrar. 

Ginkgo lloraba de dolor. La llevamos de nuevo al veterinario que ofreció darla en adopción. 

Mamá dudó, pero no había opción. Dejó todo pago, le dió nuestro número de teléfono para que nos avisara cuando fuera adoptada y nos fuimos. Al volver a casa todo estaba como antes, pero sin Ginkgo. 

Le dije a Negro que se fuera, chus chus, así le dije, pero él me miró con cara de que no le importaba lo que le decía, tenía en sus ojos la mirada de los que se encuentran. 

Un trueno me sorprendió y Negro se pegó a mi pierna. Las tormentas eléctricas me dan terror. Sentí que a Negro también. La noche que papá se fue de casa fue una noche parecida a esta.Truenos, relámpagos, electricidad en el cielo y en los gritos de mamá. 

El motor en marcha del auto de papá apenas se escuchaba. La lluvia en el techo era más fuerte que todo, salvo aquel portazo que resonó en toda la casa. 

Cada vez que llovía mamá lloraba. 

Cada vez que llueve me acuerdo de mamá. 

Tanto ruido.Un trueno más largo e intenso que el anterior trajo las primeras gotas de agua, como una llovizna leve que pronto, sin dudas, sería lluvia torrencial. La calma se había transformado en viento y ya, definitivamente no se oían pájaros. 

Por un momento dejé de reconocer las casas del barrio. Decidí entonces pegar la vuelta. 

Mis pisadas sobre el asfalto me daban miedo. Caminé mucho más rápido que de ida, quería llegar. 

Ya más cerca, para ahorrar camino, me metí en los parques abiertos de unos vecinos, conectados con la calle que me lleva a casa. Me acordé de Cheever y “El nadador”. 

Parecido pero distinto. 

Por ese camino, uno de mis vecinos guarda su camioneta. Lo veo todos los días. Nadie en el barrio sabe demasiado de él, dicen que tiene una granja y que vende pollos, huevos y otros animales en el centro. No habla con nadie y siempre anda con cara de pocos amigos. 

Una de las luces de su casa estaba prendida, así que pasé lo más rápido que pude. No quería que me viera. 

Me dí vuelta para ver si Negro me seguía y lo ví sentado dentro de la caja de la camioneta. 

Ladraba sin parar. Yo aceleré el paso. Creí escuchar una puerta cerrarse con fuerza pero no volví a mirar para atrás. Negro ya no me seguía. 

No sé cuánto tardé en llegar a casa, pero ya casi no tenía aire. Estaba transpirada y con el cabello mojado. Me lavé la cara y las manos con agua caliente y entré a la habitación en puntas de pie como si alguien estuviera durmiendo y no quisiera despertarlo. Todo seguía igual que cuando me había ido: Tina roncando en la cocina y las evaluaciones sin corregir. 

Ya encontraría una excusa a la mañana. 

Ahora por la ventana de la habitación entraba aire fresco y algunas gotas habían salpicado el suelo. La cerré. “La oscuridad traga y no convida” volví a tararear. 

Me hice un ovillo en la cama y me tapé hasta la nariz. Finalmente, como la niebla, el silencio lo inundó todo.

Carolina Peleretegui

Carolina Peleretegui
Carolina Peleretegui
Buenos Aires, 1976. Participó en diversas antologías de poesía y narrativa así como en revistas y diarios digitales (2012-2025) Obtuvo el Primer Premio Internacional de Literatura Infantil Libresa, Ecuador, 2016. Fue seleccionada en 2017 por la Universidad de La Plata Cátedra Lenguaje Visual 3, para formar parte de "Libro solidario" con su cuento “Empalabrada”. Ente sus libros publicados están: Margarita (Primer Premio, Libresa. Ecuador 2016), Limbo (Gogol 2017) Narrativa adultos, Helena y el mar (Lágrimas de Circe 2018) Poesía para niños, La verdad de las cosas. Poesía (Editorial Halley 2022). Su cuento "Oportunidad" fue traducido al inglés por la revista inglesa "Fictive Dreams"2023.

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