El hombre era muy bajo, insignificante, y cargaba con una leve joroba. En cuanto lo vi, de algún modo, supe que iba a traerme problemas.
−¿En qué tipo de instrumento había pensado? −pregunté.
Desde su pequeñez, su voz de diario viejo volvió a sorprenderme; tuve que agacharme para oírlo:
−Vine a encargarle una laima…
Hablaba con esa negligencia estudiada que suele usarse al decir lo indecible. Intenté reír con sarcasmo, pero temo que mi risa sonó tristemente macabra, mefistofélica.
−No había oído hablar de esa leyenda en muchos años –dije.
−No se burle de mí –gritó el hombrecito. Su cara se había vuelto severa y su tono sombrío, como el de un condenado ante el patíbulo −. No vine a escuchar sus tonterías… Rastreé a cada luthier del país, del mundo; algunos no sabían de la laima, otros decían no saber, pero su miedo no era el de alguien que no supiera… Hasta que supe de usted…
−Le repito que no sé de qué me habla –mentí.
Él metió su mano en uno de los bolsillos de su traje (noté entonces que tenía el traje más fino que yo hubiera visto). Su mano, diminuta y prolija, me extendió una tarjeta.
−Cuando termine con sus escrúpulos, llámeme.
Me avergüenza confesar que guardé su tarjeta.
* * *
−¿Y bien? –preguntó el hombrecito al otro lado del teléfono.
−Acepto. ¿Cuándo va a contar con esa suma?
−Usted haga la laima; el día que esté lista, el dinero va a ser suyo.
−Ya está lista –afirmé. Hubo un instante de silencio entonces, un tenso instante de silencio.
−Pero… pasó menos de un mes… −dijo él.
−¿Y qué esperaba?
* * *
El hombrecito llegó a mi taller al otro día. Recién había amanecido; no necesito decir que ninguno de los dos había dormido esa noche. Con impaciencia, lo vi dejar el portafolio encima de la mesa. No necesité contar los billetes para saber que había traído más de lo convenido.
Le llevé la laima.
−¿Dónde puedo tocarla? –preguntó y lo llevé al patio. Le ofrecí sentarse en el banco de piedra, junto a la higuera. Creo recordar el perfume del romero flotando en el aire.
−No voy a quedarme a verlo –dije.
−Usted no entiende –se apuró a responder, intentando ocultar su temor −. Sé que estoy destinado a tocarla… Ya lo va a escuchar…
Lo miré por última vez. Entré en la casa y esperé. Un momento después, empezó a sonar la música; suave, melodiosa, pero no lo suficiente. Lentamente, la melodía fue volviéndose más torpe, dubitativa; finalmente, se transformó en un trino desesperado y terminó violentamente… Después, no hubo más que silencio.
No salí al patio hasta el otro día.
Tenía preparados la leña y el alcohol; hice una fogata y quemé la laima, que ardió, lentamente, bajo una interminable llama verde. (Hay quien dice que el color de la llama tiene que ver con el tipo de alma del condenado).
Aparté la mirada y traté de no escuchar el crepitar del fuego.