“¿Te acordás cuando te corrió la gallina muerta?”, me preguntó mi primo, entre risas, con cara de revelación. Le dije que era un tarado por lo que preguntaba y porque no, no me acordaba, y creí que me tomaba el pelo. Estábamos hablando de cualquier cosa en la cima de la montaña de tierra y escombro que llegaba hasta la mitad del paredón gris del frente de mi casa, altura que nos permitía apoyarnos con los codos al final de la pared, como en un mangrullo, y verlo todo. Desde allí, parapetados, podíamos charlar horas, contarnos cosas, cambiar figuritas, o tirarle bombuchas a los que pasaban en carnaval, y escondernos.
“En serio te digo, no entiendo cómo podés haberte olvidado… Preguntale a tu mamá”, insistía Marcelo. Mi primo me miraba sonriente pero inquisitivo. Yo revoleé los ojos, me mordí en labio inferior y dije ammmm, gesto que indicaba que desestimaba sus palabras. “Bueno”, dijo Marce, encogiéndose de hombros, con esa sonrisita que le marcaba hoyuelos en los cachetes. Acto seguido sacó del bolsillo los tres bolones que había ganado esa mañana en la escuela, y me relató la épica de cada una de esas conquistas. Seguramente yo lo escucharía arrobada, tratando de memorizar todo, para poder imitarlo a mi vez, en mi propia escuela, en el recreo. Era sumamente talentosa para jugar a la bolita, lo había aprendido de él en cada una de las visitas a casa que lograba escamotearle a su madre, distanciada hacía tiempo del resto de la familia.
Pero unos minutos después algo había cambiado. Lo sentí. Como la Navidad en la que encontré en la cartera de mamá la cartita que yo le había escrito a Papá Noel. Ella me juró que le había caído del cielo, mientras caminaba por la Peatonal, y dijo que era porque tenía que mandarle plata a Papa Noel, en la misma cartita, para ayudarlo a comprar las cosas que yo pedía. Esa vez la sensación, casi física, fue la misma: sentí la instalación de la duda. Y ya nada fue igual. Una puertita se había abierto, una rendija de luz anunciaba otras cosas, si me animaba a traspasarla.
Dejé de prestarle atención, cosa rara. Lo veía gesticular de manera grandilocuente, se ve que ese bolón en particular había costado mucho más esfuerzo y estrategia que los otros. Pero ya no lo oía. Como un fogonazo, como si esa rendija de golpe se hubiera ampliado a ventana, vi el parque de casa, el que ya no existía, el que había quedado sepultado bajo los cimientos y las paredes de la casa futura, en construcción, que sería más grande, de ladrillo y no de chapa, pero en la que yo nunca viviría. Como un chasquido, el parque, los árboles frutales, el pasto más verde del mundo. El miedo. Una sensación como de pesadilla.
Con cualquier excusa me bajé de la Montaña de Adelante, lo dejé ahí solo, apostado, mirando calle abajo, hacia el mar. Lo vi mayor de lo que era hacía apenas un instante, ahí arriba. Quedó pensatibo, entrechocando distraído los bolones en la mano. Me pareció más que mayor, me pareció viejo, aun con sus doce años. ¿Qué esperábamos allí arriba cada vez que venía? Él con sus doce, yo con mis diez años. ¿Qué buscábamos con la mirada en cada rincón que rozaba nuestra vista, a lo lejos? Allí quedó Marcelo esa tarde, mirando al mar, esperando algo, quizá la adultez de la que tanto hablaba en esa época, la adultez que llegaría, inexorable, y lo aplastaría, como a todos.
Me metí en la pieza, me senté en la cama. Y me aventuré en el recuerdo del miedo, de ese miedo que había vuelto conjurado por las palabras de mi primo, en una pregunta cargada de inocencia, que me trajo la memoria del día en el que me corrió una gallina muerta.
Teníamos gallinas ponedoras. Hacía años que ya las jaulas del fondo habían desaparecido, pero sí, cuando vivía mi abuela, no se compraban huevos, se iban a buscar a las jaulas del fondo. Paja, plumas, olor a mierda. Una postal que volvió a mí al evocar ese episodio que mi mente había enterrado bajo una oscuridad que descubrí autoimpuesta, cuando me sentaba al borde de mi cama, erguida y temerosa, mientras mi primo esperaba el futuro en la Montaña de Adelante. Como si recordar fuera una especie de ritual, cerré los ojos, casi preparándome para un impacto. Y salté, como la memoria, al profundo pasado.
Un pasado que por ser reciente no era menos pasado. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Seis, siete años? El parque era otro, mi abuela llevaba las riendas de una casa de locos, que se desquiciaría por completo y sin remedio a partir de su ausencia. Todos pasábamos nuestras acciones por el tamiz de su autoridad, no porque una regla implícita así lo indicara, sino porque ella solita se había forjado un aura de respeto y cariño por haber dejado el pellejo para criar cuatro hijos sola a mediados de siglo. Mi mamá, mi tío, mis tías, sus esposos, y toda la descendencia que lograron desparramar, allí, bajo el mismo techo de chapa y ruberoid. No lo había, claro, pero no hubiera desentonado en la entrada un felpudo de bienvenida que rezara MATRIARCADO.
Los vaivenes de los años ’80 hicieron que el hijo y las hijas que se habían ido a intentar sus vidas con esposa y maridos, volvieran. Uno separado y deprimido, las otras con sus parejas y sus hijas. Pero todos tan pobres como se habían ido. Mi vieja nunca salió de esa casa. Había nacido, literalmente, ahí. Y ahí me crió, sin hombre, con la incondicionalidad de mi abuela. Para el Día del Padre, el regalito que yo hacía en la escuela, obligada por ese patriarcado que me resultaba ajeno desde la cuna, decía eso: Abuela. Toda casa es un mundo, entero. La mía era un mundo y medio.
Huerta cuidada, gallinas ponedoras… todo sumaba a la hora de llenar la olla. Y en esa manía que tienen las cosas por degradarse, el hambre fue empujando a mi abuela a tener que cocinar esas gallinas, privándonos de sus huevos, pero llenando las panzas vacías. Acostumbrada a la vida de campo, las sacrificaba ella: las agarraba del pescuezo y las retorcía, haciéndolas girar como una boleadora, y así les quebraba el cuello. Eso hizo ese día, seguro.
Eran tres, porque alguien cumplía años. Tres gallinas muertas dispuestas en el pasto una al lado de la otra, esperando que hirviera el agua para poder desplumarlas. Esa es la imagen que tengo: tres bultos naranjas, rojos y blancos. Bultos coloridos, pero quietos. Yo tendría unos tres años, jugaba por ahí sola, como de costumbre, inventándome algún amigo que sólo yo pudiera ver. Seguro mi mamá estaba trabajando. Seguro todavía comía lo que preparaban sin quejarme, en un par de años llegaría el día en que me negaría a comer gallina, la última sobreviviente del gallinero saqueado, porque le tenía cariño, como a la perra. Porque el hambre no sabe de ciertas cosas, como el amor. Porque todavía no entendía que en esa casa había que alimentarse de lo que uno más quería para poder sobrevivir.
En algún momento pasé por donde estaban las gallinas muertas y vi dos en el suelo. Algo me susurró la mente, algo no estaba del todo bien. Pero ese pensamiento debe haber sido reemplazado rápidamente por otro. Aunque la sensación, la misma que sentí ahí, sentada en el borde de la cama al evocar, no se fue. Sentía como si alguien me observara, una opresión en el pecho que podía ser temor, la certeza de saberme en riesgo. Es por eso que miré sobre mi hombro: la duda. Ya instalada, fue la duda la que me hizo girar para ver qué pasaba a mis espaldas, porque si buscás entre las sombras, a pleno sol, es porque esperás ver algo. Aunque tengas tres años, esas son cosas que ya sabés. Había algo más allí, sucediendo, además del posible puchero en la cocina.
En el momento que la vi, empezó a correr. Se acercaba a toda velocidad con el cogote colgando, revoleandolo de un lado para el otro, sus ojitos mínimos fijos en mí. ¿Grité? Es posible, no lo recuerdo. De lo que estoy segura es de que no corrí, yo no corrí. Me hice un bollito, ahí, en el pasto, y la gallina me atacó con sus patas y su pico, si es que todavía podía dominarlo, entre bamboleo y bamboleo. Me cubría la cabeza con los brazos, la gallina muerta se enredaba entre mis rulos, creo que buscaba la cara. Solo recuerdo los gritos de otros, de mi tío, el papá de Marcelo, que le pegó un puntín y la mandó a la otra punta del parque para alejarla de mí. Mi tío Hernán, que todavía no se había separado, que todavía no había vuelto deprimido, que todavía no se había muerto de pena, me alzó y me apretó fuerte asfixiando la duda y dejando sólo el miedo ancestral que nos invade en presencia de los monstruos. Seguro lloré, seguro mi tío pronto logró hacerme reír de nuevo. Seguro por ahí andaría Marcelo, que en unos años se quedaría sin padre, tratando de llamar mi atención a los saltos, asustado por mi miedo.
De la segunda muerte de esa gallina nada puedo decir. Porque nada sé. O, mejor dicho, nada recuerdo.
Sólo habían pasado un puñado de minutos, ahora tenía el cuerpo inquieto por haber revivido el pánico y las ausencias. La memoria estaba hecha, y ahora sabía ese recuerdo imborrable. Lo había rescatado del abismo del olvido al que lo había arrojado, lo llevaría conmigo siempre aunque no quisiera, como una marca, un tatuaje.
Volví a la Montaña de Adelante, Marcelo seguía indagando el horizonte. Me subí sin decir nada, me acodé a su lado en el paredón, y posé la mirada en el mar que mi primo veía, y fue una forma de abrazarnos.