Detuvo el Mercedes Benz 1114 sobre la banquina y en medio del campo. Estaba a mitad de camino entre Buenos Aires y Santa Fe. Se bajó, atravesó los pastizales que cubrían la cuneta, cruzó con cuidado la alambrada de púas, avanzó con dificultad sobre la tierra recién roturada y se llegó hasta un joven ombú que dominaba en soledad la infinita llanura. Se sentó al pie del tronco y entrelazó sus piernas en posición de flor de loto. Aspiró profundo. El olor a ganado y a tierra fresca le golpeó las fosas nasales, olor a campo abierto, olor simple y puro. Fijó la vista en un punto del horizonte. La mancha oscura de un grupo de vacas se movía lenta, arreada por un jinete. Los gritos azuzando a los animales le llegaban remotos. Una turba de nubes cubrió el sol y la penumbra cayó como un manto suave sobre los surcos. Un día perfecto. Regresó el sol, el campo relumbró y el camión inmóvil sobre la ruta destelló como una nave extraterrestre.
Sólo a él se le pudo haber ocurrido pasar la nochebuena en la ruta, solo, sin nadie con quien hablar, atravesando pueblos insomnes por la fiesta, las cañitas y los cohetes; dormir a la vera del camino bajo el cielo estrellado. Era un viejo anhelo. Adiós a las felices fiestas.
Tenía cuarenta y siete años y había llevado toda una vida con un sueño a cuesta: el de ser camionero. Toda una vida imaginándose recorriendo caminos, paisajes sin fin, libre de paredes, ventanales y del fragor de la ciudad. Libre de su mujer. No dudó en dejar su trabajo en una agencia de publicidad para meterse en la cabina de un 1114 como un niño que se arrebuja en su cuna. Era un día histórico, ése era su primer viaje. Era, de paso, nochebuena y se estaba regalando su mayor deseo: vivir una verdadera noche de paz.
Una gallareta, volando baja y pesada, surcó la luz chillando. La siguió con la mirada como si hubiera asistido a la aparición de la virgen. Sintió que la había inventado, que nadie antes había divisado una gallareta.
Una de sus fantasías más recurrentes lo hacía cazando aves a cielo abierto, a un costado del camino. No sabía por qué el arma, la explosión del disparo y un pájaro cayendo le había sugerido siempre la libertad o tal vez, su dominio sobre la naturaleza.
Se dirigió al camión y tomó una escopeta del 12 que guardaba a un costado de la cucheta donde descansaba. Regresó jugando a hacer puntería al cielo. A la sombra del ombú, de pie, comenzó a esperar acunando el arma en el antebrazo izquierdo.
El acecho lo volvió invisible, sintió el silencio como un ardor, sus ojos eran tigres hambrientos.
De Nigris, ¿cuándo mierda va a entregar el boceto?
Se lo entrego en veinte minutos, señor Valencia.
El tufo del lubricante del doble cañón del arma por momentos lo adormecía. Adoraba ese olor violento, viril, penetrante. Finalmente, después de tantos años aguardando ese instante, se descubrió con una escopeta, al borde de su camión estacionado en la ruta, a las nueve de la mañana, salvaje y único, sin alma.
Che, ¿te enteraste la última de De Nigris? Se quedó encerrado en el Banelco. No lo podían sacar. Estuvieron como una hora. De Nigris moqueaba como un nene.
Un golpe de brisa levantó un poco de tierra. Unos gorjeos se despertaron en la cima de la copa del ombú. Podría ser un nido o un pajarito sin importancia. Por las dudas, batió con el arma el follaje dócil.
Buscó con la vista al jinete y su arreo. Ya casi no se distinguían. Una camioneta pasó pegando bocinazos. Pareció que iba a frenar pero retomó la velocidad que traía hasta convertirse en un punto rojo.
Sintió sed, tragó saliva y supo que el sol seguía ascendiendo. Los músculos de los brazos no es que le dolieran sino que la tensión los había agarrotado como los tirantes de un puente.
Miró su reloj. A esa hora, sus ex compañeros de trabajo estarían remando como galeotes bajo los latigazos del señor Valencia. Su voz era hiriente. Imaginó a Giménez, al ruso Dolinsky, a Betina, a la mismísima chupamedias de María José, a Molinari, en fin, a todos encerrados en el infierno de Valencia/C&R.
Con el pañuelo se quitó el sudor de la frente y se lo pasó por la boca. El sabor a sangre le repugnó. Sobresaltado, clavó sus ojos en el pañuelo. Estaba manchado de sangre. Lo arrojó al suelo y abrió la escopeta. Estaba descargada. Con mano nerviosa buscó en uno de sus bolsillos unos cartuchos. Introdujo dos en la recámara y cerró con fuerza el arma. Miró en derredor, asustado: de tigre a conejo, en un segundo. La taquicardia le latía en el cuello.
Un nuevo tropel de nubes cubrió el sol. La sombra pareció estacionarse sobre el ombú. Sudaba. Decidió dejar el lugar y retomar el viaje.
Agazapado, con la 12 lista para abrir fuego, con pasos lentos, se acercó a la alambrada, se agachó y cuando iba a terminar de cruzarla, un dolor atroz lo hizo caer. El alambre de púas se había ensartado en su pantorrilla. Le bajó la presión y un mareo le provocó arcadas. Estiró uno de los brazos para tratar de desengancharse pero fue inútil, el dolor rabioso lo hizo desistir. Sus zapatillas se veían manchadas de sangre.
La sirena de un patrullero de la policía de caminos lo despabiló.
De Nigris, no intente nada raro. Levántese con las manos en alto. Largue la escopeta. No se lo voy a repetir, entréguese De Nigris…
Vió al policía del megáfono y a tres hombres de civil que lo apuntaban. Más atrás se podía ver la camioneta roja que casi había frenado minutos antes cuando pasó frente a su camión.
Se acabó la joda, De Nigris…
Arrojó la escopeta y miró al 1114. La puerta del acompañante estaba abierta y del asiento, con medio cuerpo afuera, colgaba el cuerpo de una mujer empapada de sangre, muerta.