Hace años que papá no me deja entrar a casa. Siempre pasa algo, siempre hay un problema diferente. La última vez dijo que en el pasto de atrás había aparecido uno de esos círculos que se ven en los campos. Me explicó que había investigado un poco y que no se trataba de naves extraterrestres, sino de un tipo de hongo que crece en redondo. El problema, decía, era que la misma toxina que quemaba los yuyos también podía llegar a ser aspirada por uno de nosotros. Mejor, por las dudas, estemos lejos.
Esa casa debe ser una cueva. Hace poco vino a verme el vecino. Me contó que como nadie le atendía, saltó el paredón para buscar una pelota y no pudo evitar ver las condiciones en las que papá estaba viviendo. Los pisos levantados por las raíces, los vidrios rotos, el cielo raso lleno de agujeros. Y sobre todo, el tema de las fotos. Dijo que las paredes, las puertas y las ventanas estaban todas forradas con una imagen al lado de la otra. Para encontrar la pelota, tuvo que esquivar torres y torres de fotos atadas con cintas.
Las veces que intenté hablar de este tema con papá, siempre me terminaba diciendo lo mismo. Que se siente bien. Que deje de inventarle historias. Que ¿a quién no le gusta sacar fotos y después mirarlas? Pero el problema no es que le guste mirar fotos. El problema es que esté donde esté, además de mirarlas, él se las roba.
En el almacén de la esquina entendí que el tema era serio. Marcela me saludó seca. Me preguntó qué precisaba, y después, sin decir nada, iba poniendo las cosas adentro de la bolsa. A cada rato suspiraba, hacía un chasquido con la lengua. Antes de que me fuera, disparó:
- Escuchame una cosa nena… el otro día tu papá se llevó una foto de Martincito que estaba pegada en la balanza ¿Para qué la quiere? ¿A ver?… decime…
- No sé Marcela…
- ¿Cómo que no sabés?… vos sos la hija…
Pensé en explicarle que había que verlo como una enfermedad pero enseguida se puso muy nerviosa.
- Mirá…doña Alcira dice que las usa para hacer magia negra, macumbas y todas esas cosas… yo ya no sé qué pensar la verdad…
La atravesé con la mirada, pensé que se merecía todo lo malo a lo que le tenía tanto miedo, pegué un portazo y me fui sin llorar.
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Hoy festejamos los noventa de la abuela en lo de la tía Marta. Hace una semana que vengo pensando en ese cumpleaños. Sé que va a pasar lo mismo que en todas las reuniones. Papá se va a hacer el disimulado y cuando crea que nadie lo está mirando, va a manotear algún cuadrito del aparador o de la pared y lo va a esconder abajo del pulóver. Anoche, mientras intentaba dormir, me di cuenta que la posición de la cabecera es la más estratégica. Desde ahí se puede ver el resto del comedor, controlar el pasillo que da a las piezas, a la cocina y al baño.
Hago un esfuerzo para no analizarlo todo. Repaso una vez más lo que dice el psicólogo. Mi papá está enfermo y el único que puede hacer algo, es él mismo. No tengo que sentirme culpable por no poder cambiar las cosas, y que él no lo intente, tampoco significa que no me quiera. Está enfermo, repito varias veces y pienso en que si llego tarde voy a perder el lugar de la cabecera. Quiero ese lugar. Quiero ver su cara cuando lo haga y que tenga que enfrentarme. Quiero que no tenga más salida que contármelo todo. Hablá conmigo, le voy a decir, yo soy tu hija.
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Me abre la abuela. Le doy un beso grande, le digo feliz cumpleaños y que me perdone por el regalito. Entro al comedor y enseguida cuelgo la campera en el respaldo de la silla elegida. La tía Marta llega desde la cocina. Me da un abrazo, me convida un mate y unos escones. Lo poco que sé de le enfermedad de papá, es gracias a ella. Me contó que todo empezó cuando yo tenía unos pocos meses, al tiempo de la muerte de mamá. Pero las vueltas que quiso hablarlo, él la esquivaba, le decía que la loca era ella.
Papá llega con el tío Juan y los primos. Me parece verle mejor color, trae el pelo húmedo y no tiene escamas en la piel. Me da un beso y unas palmaditas en la espalda. Deja la bufanda en el perchero y se sienta a mi lado. No se me despega durante todo el almuerzo. Cada tanto me agarra la mano, me hace caricias con el dedo gordo. Solo se levanta para ir al baño y enseguida vuelve a mi lado. Si se mueve, me pide que lo acompañe. Comemos facturas, miramos el partido de River y después el de Boca. Cada vez que se pasan un mate, los tíos se hacen gestos. Sé lo que se dicen en secreto. Que papá no tocó ni una foto, que habló de muchas cosas, que comió bien y no tiene nada de olor.
A las seis de la tarde, agarro la campera y me paro. Papá se pone la bufanda y empieza a saludar. Le doy un beso grande a la abuela y le digo que en la semana le traigo el regalo.
El viaje es corto. Ninguno de los dos dice nada. Estaciono el auto frente a su casa, apago el motor y espero. Él suspira profundo, tose, se frota las manos transpiradas contra el pantalón. Mira el piso unos segundos y después abre la guantera, revuelve entre mis cosas. Acomoda los papeles con unos golpecitos suaves, los pasa uno por uno con las uñas del índice y el mayor. Los dedos son dos piernas que corren sobre el filo de las hojas. Pasa las boletas de gas viejas, los recibos del seguro del auto. Hasta que finalmente encuentra la foto que siempre llevo conmigo. Es del día que terminé la primaria. Estamos los dos sentados al borde de la escollera, de frente al mar, el cielo es naranja. Ni bien la saca, la guarda en el bolsillo de la camisa. Veo que tiene los ojos hinchados, como si no pudiera llorar desde hace años. Le digo que si quiere bajo un rato, podemos tomar un café. Me dice que no con la cabeza, si abre la boca se quiebra. Me da un beso, me acaricia el pelo y se mete rápido en la cueva. Hablá conmigo.
Sebastián D´Ippólito