La casa en el bosque

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Una mañana una mujer salió a caminar sola por el bosque. Llevaba un vestido verde con lunares rojos y unas zapatillas blancas.  Siempre se perdía, pero ese día se perdió más que de costumbre. No se preocupó, porque tenía una botella de agua en la mochila, y un chaleco de lana, y la noche estaba lejos.

Poco después  del mediodía  encontró un claro rodeado de árboles altos. El sol dibujaba un círculo perfecto. Apenas pisó el claro un cansancio desconocido –como si hubiera entrado en un campo de flores narcóticas- la derrumbó.  Fue como un lento tropiezo, porque tuvo tiempo de mirar una rama caída, unas flores blancas y una abeja que las visitaba. También llegó a notar que tenía sueltos los cordones de las zapatillas.

Cuando despertó de su sueño sin sueños, creyó que estaba en muchas partes a la vez. Las ciegas raíces de los árboles la tocaban con sus dedos helados, mientras las tejas rojas se calentaban con el sol de la tarde. Una pared se descascaraba y una grieta la cruzaba con caligrafía temblorosa. El altillo: muebles cubiertos con sábanas y valijas rotas de las que colgaban etiquetas de líneas aéreas. En un instante ella había conquistado una parcela del mundo. No tenía labios, pero de algún modo se dijo que ya no era una mujer, que era una casa, una casa en un bosque.

Hubo algo de alarma, pero fue reemplazada enseguida por la certeza de que siempre había querido ser eso: una casa en un lugar tranquilo. Había vivido como si su vida fueran episodios sin relación entre sí, pero ahora estaba entera y completa. Desde que era niña había añorado algo que no sabía qué era, un vago llamado que venía de lejos. Ahora lo sabía: lo que había deseado era un plano que la organizara en el espacio y en el tiempo, disponiendo de cuartos y escaleras y rincones. Se acomodó a la nueva geometría: las paralelas que trazaban las tablas en el piso, los cuadros que colgaban torcidos, la ventanita redonda encima de la puerta.

Temió la llegada de la noche, temió que la oscuridad y el silencio provocaran un solitario cataclismo. Pero cuando el sol se apagó se apagó el miedo. Comprendió que el silencio y la oscuridad eran las mentiras de la noche.  La casa se confundía con los árboles que la rodeaban. Bajo las tablas del piso, escarabajos y lombrices recorrían improvisados laberintos. Afuera se oía a unos grillos incansables, y a unos pájaros que se llamaban a lo lejos. Las estrellas y la luna se turnaban para iluminar el bosque según una agenda rigurosa.

Pasaron los días y empezó el  frío. Los árboles, al principio tímidos,  terminaron de vaciar su cargamento de hojas sobre el tejado. Ella era la casa pero no tenía la memoria de la casa, y no sabía quiénes habían sido sus habitantes ni si algún día volverían. Una mañana oyó que alguien se acercaba (los pasos aplastaban las hojas secas). Era un mendigo de cara roja y manos como garras. El hombre se había puesto encima toda la ropa que había encontrado, como si fuera su propio equipaje. En la cumbre de la montaña un sombrero gris. A ella nunca le habían gustado los mendigos y se asustó, como si fuera una mujer y no una casa. Cuando el hombre probó con la puerta y luego con los postigos, ella, que era también la puerta y era los postigos, no cedió. El hombre vio en lo alto una ventana abierta e hizo el intento de trepar por un caño de cinc que servía para desagotar el agua de los techos. Había tomado demasiado vino como para acometer tales acrobacias y a la tercera caída se rindió. Protestó contra la injusta vida que le daba una casa, pero no la llave. Mientras lo miraba irse entre los árboles ella sintió un ligero remordimiento. Hacía frío. El hombre, que ya no era joven,  tal vez encontraría la muerte en un rincón del bosque. Pero eran tantas las cosas a las que había que prestar atención – un nido en el tejado, una rama a punto de romper un vidrio, el tic tac de un reloj de pared que había vuelto a la vida- que el remordimiento poco duró.

Con el verano vinieron una chica y dos chicos armados con gomeras; uno tenía una brújula de bronce que le habían traído los reyes magos.  La brújula era la culpable de que estuvieran allí. Admiraron la casa unos segundos y la proclamaron como un territorio a conquistar; luego se pusieron a tirar piedras contra las tejas coloradas. Ganaría el primero que le acertara a la chimenea. El reglamento del juego iba cambiando de acuerdo a los provisorios resultados, y al final se cansaron del juego y sus continuas reformas. Después de dar una vuelta alrededor de la casa decidieron entrar por una ventana del fondo, que tenía el postigo roto.

Los dos varones querían lucirse ante la única chica, y estudiaron el riesgo del asunto, hasta que uno dijo que sería el primero.  Tiró de una hoja del postigo, que se abrió con un ruido de rama rota. Entonces ella, la casa, lo cerró con un golpe seco. El chico sacó la mano herida con un grito. Mientras se frotaba los dedos machucados les dijo a los otros: “Hay alguien adentro”. Los tres se preguntaron qué clase de persona podía vivir en una casa abandonada; y la imagen borrosa del terrible habitante los despidió de regreso al hogar. Por un rato se siguieron oyendo sus voces, como si no encontraran el camino para alejarse del todo de la casa. La brújula quedó tirada junto a la ventana.

Pasaron más días, y las hojas cubrieron la brújula, y pareció que no iba a llegar nadie nunca más. A veces le parecía escuchar voces que venían del bosque, caminantes que pasaban a cierta distancia. No quería más visitas, pero le hubiera gustado escuchar sus conversaciones, saber cómo era ella misma desde fuera.

Las voces dejaron de oírse. Hubo una tormenta que arrancó unas tejas y derribó un árbol. Ella pensó que esa tormenta había cerrado las puertas del bosque para siempre. Si quería conversar, debía aprender a hablar consigo misma; podía partirse en dos para hacer más llevadera la conversación. La parte de abajo –la sala, con el hogar lleno de ceniza, la cocina- sería más seria y formal. La parte de arriba (los dos dormitorios, el altillo) más atrevida, más íntima.

Pero no hubo necesidad de muchas conversaciones entre abajo y arriba, porque cuatro días después de la tormenta apareció un nuevo visitante.  Era joven. Al principio le pareció que era también un mendigo, con el jean gastado y la camisa azul y las botas de suela agujereada. Traía una mochila en la espalda y un bulto de forma rectangular envuelto en papel madera. Ella pensó en dejarlo afuera pero el hombre hizo algo que no habían hecho el mendigo ni los niños: golpeó la puerta. Le gustó cómo sonaron esos siete golpes, leves y musicales, y decidió dejarlo entrar. Apenas el hombre puso la mano sobre el picaporte la puerta se abrió con un susurro de bienvenida.

Ella pensó que él iba a explorar cuarto tras cuarto, y que se iba a aventurar por las escaleras. Estaba dispuesta a explicarle todo aunque él no pudiera oírla, como si fuera la guía de un museo, la minuciosa guía de sí misma.  Pero apenas el hombre entró se sentó a la mesa y empezó a comer un pedazo de pan que sacó de su mochila.  Tomó un trago de una botella de vino que llevaba con él. Después se acostó a dormir en un rincón, en el suelo, sin preocuparse por ver si en la casa había una cama, como si fuera una caverna en la montaña.

A la mañana el visitante abrió las ventanas y puso sobre la mesa una hoja de cartón. En una lata de té llevaba sus pomos de colores y sus pinceles. Pintó una ciudad, con sus altos edificios, cada uno de un color diferente. Las nubes eran amarillas, rojas, verdes. No se detenía más que unos segundos en decidir de qué color sería cada cosa; a veces pintaba de un color u otro según la pintura que había quedado en la paleta, para no desperdiciarla.

La rutina se repitió durante varios días: pintaba a la mañana, para aprovechar la luz del sol, después paseaba por el bosque. A veces iba a la ciudad. Ella pensó que el hombre encontraría compañía, algún amigo o alguna mujer, pero siempre estaba solo. Cuando iba a la ciudad, llevaba un par de sus cuadros con él.  Pero así como salían, volvían a entrar, en sus mortajas de papel madera.  Sólo dos veces vendió  alguno y así consiguió una botella de vino y algo de comida. Pronto dejó de intentar con los cuadros y probó con los pinceles. No le quedó más que uno.

Tampoco tenía dinero para comprar sus óleos, y sus pinturas abandonaron el azul cobalto, el rojo de cadmio y el amarillo limón. Empezó a pintar con una tinta aguada en papeles que recogía en la calle. Los edificios de colores se volvieron siluetas de humo. Ella pensaba: “Me hubiera gustado que me hiciera un retrato. Una casa verde con lunares rojos. Se podría llamar La casa en el bosque. Pero ya es tarde. El gris no está hecho para mí.”

Ella quería hacerle saber que no estaba solo. Hacía crujir las tablas del piso o abría de pronto una ventana. Pero el pintor no le prestaba atención a nada. Otro se hubiera asustado. Otro habría dicho: hay fantasmas. Es lo que hubiera dicho yo, pensaba ella, si estuviera en una casa donde las cosas se mueven solas. Pero ahora sabía que los fantasmas no existen, que si las escaleras crujen de noche y se abren solas las puertas o se apaga una vela, es porque la casa quiere conversar.

El pintor estaba tan desesperado que no le quedaban fuerzas para asustarse por esos enigmas domésticos. Su desesperación había hecho un círculo de unos dos metros a su alrededor, un país fúnebre del que era único habitante.

El no la entendía a ella pero ella sí lo entendía a él. Bastaba ver un cuadro y otro y otro, y luego sus aguadas, en el orden en que habían sido pintados, para saber que iba hacia la muerte. Se estaba despidiendo de un mundo que había perdido el color y ya estaba perdiendo la forma.

Ella quería salvarlo. Probó con mensajes cada vez más complicados. Tiró libros de los estantes, y procuró que todos cayeran abiertos en la página 17. Hizo volar de los cajones de una cómoda unas cartas amarillas y tristísimas. Atrapó a una paloma negra en el cuarto de arriba, y esperó que sus aleteos desesperados despertaran al pintor. Pero él no notó ni uno solo de todos los mensajes, o los atribuyó a la casualidad, las pesadillas y  las corrientes de aire.

Una mañana lo vio partir rumbo a la ciudad con el último pincel que le quedaba  y temió no volver a verlo. Pero a la tarde regresó sin su pincel y con un paquete. Ella pensó que era comida, y se alegró, porque el pintor ya era piel y huesos. Pero lo que traía era una cuerda de algodón de color amarillo. Morirá en mi interior, se dijo ella, va a pender de una viga y voy a estar obligada a sostenerlo mientras se asfixia. Puedo mover una ventana pero no una viga. Soy una casa y pronto seré una tumba.

Y entonces se sintió cansada de crujidos, golpes y pájaros, todo su repertorio de mensajes fallidos. Quería volver a  hablar. Antes, cuando era una mujer y dueña de infinitas palabras, todas le parecían pobres. Ahora hubiera dado todo a cambio de un idioma que constara de una sola palabra, aunque fuera mínima, aunque pudiera pronunciarse sólo una vez en la vida.

El pintor hizo el nudo corredizo y luego, subido a la mesa,  afirmó el cabo a la viga. Se puso la soga al cuello, ajustándose el nudo como si se tratara de una corbata. Vaciló unos segundos antes de saltar. A ella le gustó que vacilara, porque si algo le parecía más terrible que su muerte, era que se matara sin contemplar por un segundo las posibilidades infinitas de la vida.

Buscó en el fondo de sí misma aquel idioma de una sola palabra; recorrió los rincones y los techos, el altillo y el sótano, exploró la chimenea, llena de ramitas y huesos de paloma.

No quería dejar de ser una casa, no quería volver a pensar, a cada instante, si ir en una dirección o en otra, no quería volver a buscar lugares que eran siempre el sitio equivocado. Pero quería salvar al pintor. Ojalá no le hubiera abierto la puerta, pensó. Ojalá lo hubiera echado, como a los otros.  A medida que se recorría a sí misma se dio cuenta de que todo eso ya estaba en el pasado; que el paseo era una despedida. Había encontrado el modo de decir.

Y entonces, en el momento en que él se dejó caer de la mesa, ella pudo gritar No. Pero pudo gritar porque ya no era una casa. La casa había desaparecido. Le dolió que se fuera del todo, sin dejar siquiera una silla. En las mudanzas la gente siempre se olvida alguna cosa, pero las casas, cuando se van, no dejan nada.

Estaban los dos solos en el claro del bosque. Él con la soga al cuello y ella con su vestido verde con lunares rojos y las zapatillas blancas. El desató el nudo de la soga y ella se ató los cordones de las zapatillas. El la miró como si la conociera desde siempre y ella lo miró como si fuera la primera vez.

Se internaron juntos en el bosque. Todavía siguen allí.

Pablo De Santis

Pablo De Santis
Pablo De Santis
nació en Buenos Aires en 1963. Ha sido guionista y jefe de redacción de la revista argentina Fierro y ha trabajado como guionista y escritor de textos para programas de televisión. Su primera novela El palacio de la noche apareció en 1987 a la que le siguieron Desde el ojo del pez, La sombra del dinosaurio, Pesadilla para hackers, El último espía, Lucas Lenz y el Museo del Universo, Enciclopedia en la hoguera, Las plantas carnívoras y Páginas mezcladas, obras en su mayoría destinadas a adolescentes.

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