Subía en la estación Las flores y bajaba cuando el colectivo apagaba el motor en la periferia. Hora y media de ida, hora y media de vuelta. Nunca pude leer encerrado en una habitación, necesitaba estar en movimiento, necesitaba ver gente, gestos, muecas, sonrisas. La verdad es que no tenía imaginación para las caras, en todas las historias que leía aparecía la cara de Julio, un vecino de la infancia. Y la de sus familiares: su madre, su padre, su hermana, su hermano y su abuelo, un viejo desvencijado que usaba los anteojos más gruesos que vi en mi vida. Leía un clásico –una historia de amor en el siglo XVII– y uno de los amantes tenía la cara de mi vecino. Leía una novela negra sobre un asesinato en un club de jazz de Nueva Orleans y el detective a cargo del caso tenía la cara de mi vecino. Leía una historia sobre un nómade en el desierto del Sahara y el nómade tenía la cara de mi vecino. No sé qué ha sido de esa familia, tampoco tuve demasiado contacto, la última vez que la vi tenía once o doce, iba a merendar a su casa los jueves cuando salía del colegio, los Fernández me cuidaban porque mis padres trabajaban hasta las siete de la tarde.
Los fines de semana, por lo general los sábados, elegía un libro de mi biblioteca y salía para la parada. Siempre había asiento, mi barrio es un lugar tranquilo, se llenaba en el centro, pero yo ya estaba estratégicamente ubicado, mirando caras para incluirlas en las historias que leía. No era una tarea simple, a veces el texto me exigía, por ejemplo, una mujer joven, alta, rubia y de gestos seductores, y no había nadie en el colectivo que respondiera a esa descripción. En esos casos buscaba por partes, tomaba la altura de una pasajera, el pelo de otra, la cara de otra y así iba construyendo el personaje. Había tardes en las que todo encajaba, incluso cuando necesitaba caras muy poco comunes, como la de un hombre de cejas y bigote cano, con los ojos entrecerrados y la piel muy arrugada. Era cuestión de suerte, pero no tenía otra opción, era eso o la cara de Julio y sus familiares.
No me acuerdo cómo se llamaba el libro estaba leyendo, era una novela breve, quince capítulos en cien páginas: una familia de clase media, su casa recibía un ataque masivo de palomas; el techo, las paredes y los pisos del patio completos de caca, eran kilos y kilos, se había formado una corteza verde y blanca que cubría casi toda la casa. Los integrantes de la familia tenían que empujar la puerta violentamente para poder salir, lo mismo con las ventanas. Las otras casas del barrio –un barrio muy elegante– estaban impecables. Intentaron lavar, imposible, al rato recibían un nuevo ataque; pidieron asesoramiento a distintas empresas de exterminio de plagas, nadie logró nada. Decidieron vender, pero ninguna inmobiliaria quería tomar la responsabilidad de ofrecer una casa debajo de una montaña de caca de paloma. Los mismos integrantes de la familia tuvieron que ocuparse de la venta. A medida que leía iba buscando, como de costumbre, las caras de los personajes en el colectivo. Necesitaba una mujer esbelta, más o menos de mi edad, unos treinta años; esas eran las únicas coordenadas. Crucé miradas con una mujer que estaba sentada dos butacas atrás mío. Ella se sobresaltó, abrió los ojos con fuerza y bajó la vista. La incorporé a mi historia –iba bien con lo que necesitaba– y continué con la lectura, tenía más de una hora de recorrido aún. Y la vuelta. La historia era entretenida, la familia no podía vender la casa de ninguna forma; intentaron matar las palomas que pasaban volando, pero se dieron cuenta de que no ayudaba en nada, además era un peligro andar a los tiros en plena ciudad. El padre tuvo la idea de construir un techo sobre la casa para frenar el ataque; fueron dos semanas de tranquilidad, una noche el techo se derrumbó y las consecuencias fueron peores: la casa quedó sepultada definitivamente. Con la familia adentro. El gobierno organizó una misión de salvataje, un equipo de obras urbanas, con picos y palas, logró hacer un agujero, la familia fue rescatada sana y salva. Los medios de comunicación tenían un móvil fijo para informar lo que iba sucediendo. El rating trepó hasta las nubes, fue un título que giró por el mundo entero. Las imágenes de la casa se emitían acompañadas por entrevistas a especialistas en aves y colombófilos que daban su punto de vista sobre el extraño fenómeno. Eran bandadas de miles que sobrevolaban la casa y defecaban desde la altura con una puntería admirable. Me di vuelta en busca de una cara para uno de los especialistas y vi que la mujer de treinta me miraba fijo. Traté de no prestarle atención, la novela estaba ingresando en un buen momento, quería ponerle una cara al personaje y seguir leyendo. La mujer se levantó, caminó lentamente y se paró exactamente al lado de mi asiento. Tenía un libro y un anotador en las manos, me pareció que temblaba, tal vez era el movimiento del colectivo.
–¿Qué hace?– me preguntó.
No le dije la verdad, obviamente, primero porque no quería quedar al descubierto, segundo porque era un trasporte público y no tenía que dar explicación alguna. Le dije que estaba yendo a buscar un saco a la tintorería. Le pregunté por qué me preguntaba. No me respondió. Siguió mirándome. Yo también la miré, a fin de cuentas estaba hablando con un personaje clave de mi novela, la hermana mayor, personaje que siempre proponía ideas interesantes, ella fue la que habló en conferencia de prensa después del rescate.
— ¿Qué sintieron cuando descubrieron que estaban atrapados?
— La verdad, hambre. No habíamos ido al supermercado.
— ¿Cómo fue la convivencia entre ustedes durante estos dos días?
— Igual que siempre, sólo que debajo de una montaña de caca de paloma.
— ¿Siguieron las noticias durante el encierro?
— Estaban todos los canales en la puerta de casa, no había otra cosa para ver.
La mujer se sentó adelante mío, cada tanto se daba vuelta y garabateaba algo en la libreta. Volví a preguntarle qué necesitaba. Arrancó un papel del anotador y me lo dio: Tenemos que hablar, Paseo del Ramo 1334, mañana a las 15:30. Guardé el papel adentro del libro. Ella se bajó en la siguiente parada. No pude seguir con la novela, me quedé congelado, de brazos cruzados; decidí bajarme y volver a casa en taxi. La dirección era cerca de la casa de mi infancia y, por lógica, de la casa de Julio. A dos cuadras. Me pareció una estupidez lo del papel, demasiado misterioso, innecesario, pero no me quería quedar con la duda. Al día siguiente fui. Hacía años que no iba a ese barrio. No pude resistir la tentación de pasar por mi casa, había sido suplantada por un almacén moderno con una vidriera amplia y bien iluminada, vendían embutidos y vinos de primera calidad. La casa de Julio se había convertido en un edificio de oficinas, fachada espejada oscura; no quedaba nada de la casa de tejas españolas donde merendaba los jueves a la tarde. En el terreno donde nos juntábamos a tirar piedras o a patear la pelota había un estacionamiento techado. No miré mucho más. Caminé hasta el lugar acordado: una casa vieja pintada de blanco, de las pocas que todavía se conservaban íntegras. Un edificio a cada costado. En la puerta me esperaba la mujer, vestía saco y boina gris. Saludé amablemente. Ella me extendió la mano con gesto pálido.
— Empecé igual que usted, buscando caras para mis lecturas. Mi memoria estaba trabada en la cara de mi tío Carlos, todos los personajes eran mi tío Carlos, incluso las mujeres y los niños. Era enloquecedor. El problema comenzó cuando perdí también la imaginación para los paisajes, para la ropa, para los movimientos, para los objetos. Mis lecturas se convirtieron en imágenes vacías, esqueletos de historias, narraciones en abstracto. Puedo seguir la trama, pero no hay nadie, ni nada. Tuve que empezar a leer caminando la ciudad. Muchas veces toco timbre en las casas para construir las locaciones. Pido permiso y miro los interiores. Anoto lo que veo. Ayer estaba leyendo un cuento que sucede adentro de un colectivo. Y lo vi a usted, revisando el texto y buscando una correspondencia. Me di cuenta enseguida que eran sólo las caras, usted no miraba otra cosa. Igual que yo en mis primeras épocas. Disculpe que le hable así, pero necesito advertirle que deje de hacerlo. Lo va a lamentar.
La mujer me hablaba con las manos en los bolsillos. La invité a sentarnos en algún café para charlar cómodos, era la primera vez que alguien me hablaba con tanta precisión de un problema que yo guardaba como el mayor de mis secretos. No quiso ir, me dijo que prefería continuar con sus cosas y que no quería incomodarme.
— A diferencia de usted, yo leía en las plazas y en espacios públicos, pasillos de bibliotecas, el hall de la municipalidad. Después tuve que ubicarme en lugares todavía más concurridos, necesitaba más gente, más elementos. Me llevaba una silla plegable y me sentaba en una esquina en el centro. Leía y buscaba. No importa que no pueda imaginar caras, aproveche que puede imaginar el resto. Ejercite. No se acostumbre a tomar elementos, se va a arrepentir. Yo sé por qué se lo digo.
Quise explicarle que no me incomodaba en absoluto lo que me estaba diciendo, que, por el contrario, en ese momento sentía la necesidad de hablar sobre el tema. Le dije, le aconsejé, que tal vez a ella también le haría bien charlarlo. No quiso aceptar la invitación. Subió a un auto blanco, encendió el motor y salió manejando. Volví a mi casa en colectivo, hacía tiempo que no me subía a uno sin un libro. Me senté atrás, como siempre. Dos o tres asientos adelante mío había un muchacho leyendo. A cada rato levantaba la vista y miraba por la ventana. Me pareció que detenía su atención en los autos estacionados. Obviamente no le dije nada, vaya uno a saber qué leía, qué buscaba, qué pensaba. Me quedé con la duda de cómo esa mujer supo que yo buscaba caras entre los pasajeros. Supongo que por mi mirada. La mirada en abstracto, sin mi cara, sin mis gestos: el acto de mirar sin el sujeto que mira. Sacudí la cabeza, traté de no pensar más.
Cuando llegué a casa retomé la novela de las palomas. Por primera vez en muchos años me senté en el sillón del living, acomodé la lámpara de pie y abrí el libro donde había dejado el señalador. Reconozco que estaba un poco nervioso, traté de no sugestionarme. Había abandonado la lectura en el medio de la conferencia de prensa, los periodistas hacían preguntas, la hermana mayor respondía de forma irreverente. Era un gran personaje, de palabras filosas y efectivas. Una vez que terminó la entrevista, un hombre –el texto lo describía alto y desprolijo– le ofreció a la familia, en privado, un dinero por la casa. Era poco, pero por primera vez tenían una oferta. Cerré el libro sobresaltado, ese hombre no tenía cara, no me la podía imaginar. Creí, como de costumbre, que aparecería la cara de Julio, pero no, ni siquiera podía recordar la cara de Julio, esa cara que me había perseguido texto tras texto había desparecido. Me esforcé por construir una cara para ese hombre. Me transpiraban las manos. Pensé en buscar un diario o la foto de algún familiar. Me contuve. Preferí hacerle caso a la mujer y ejercitar mi imaginación. Necesitaba la cara de un hombre alto y desprolijo. El hombre en mi imaginación era una figura hueca. Intenté construirle una nariz, una boca, un contorno. No lo logré. Intenté recordar la cara de Julio, prefería eso a la nada. Y tampoco. Respiré hondo e intenté continuar con la lectura. La familia finalmente rechazó la oferta del hombre desprolijo. Esa misma tarde recibieron el llamado de un famoso director de cine, su intención era entrevistarlos en detalle y recrear la historia en una superproducción para competir en un festival europeo. Tampoco pude imaginarme la cara del director. Otra vez una figura hueca. Cambié de libro, fui en busca de una novela policial, la historia de un empleado ferroviario que encontraba en un vagón una cámara de fotos digital con el video de un asesinato. El empleado no tenía cara, la cámara era un objeto confuso, el tren era un espacio indeterminable. La historia era brillante pero se me presentaba como un cuadro borroso.
Dejé el libro y me fui a la cocina. Preparé un café bien oscuro. Traté de recordar algún episodio de mi vida, de mi infancia, cualquier cosa; estaba todo intacto, menos la cara de Julio, salvo por ese agujero mi memoria funcionaba. Intenté volver a leer al día siguiente, y al siguiente. Mi imaginación se había apagado, sólo lograba siluetas difusas, espacios sin forma ni referencias. Intenté buscar a la mujer, regresé a la casa de Paseo del Ramo, pregunté por ella en los comercios de la zona, tenía algunas señas: la boina, el saco, su altura, el auto blanco. Nadie la conocía. Volví a casa, busqué la novela de las palomas y, asustado, caminé hasta la parada del colectivo.