Era difícil ser comisario en aquella época. Bueno, todavía lo es pero es distinto o uno está más viejo. Se sufría el calor y no había Rastrojeros ni nada. Todo se hacía a pata, en bici o a caballo. Cuando arresté al Porteño, un cuatrero y asaltante de chacras famoso en los años 50, fue de casualidad: un dato lo ubicó en una zona boscosa cercana a Miraflores, zona enmarañada, difícil, puro vinal. Si no te encontrabas con un puma, estabas de suerte.
Salí al clarear, no se movía una hoja y de la tierra subía un calor silencioso. Cuando el sol estuviera más alto, ese calor llegaría al cielo y nos caería como brasas en la cabeza. Monté al Manchado, cargué agua y charque, un viejo Winchester que perteneció al Mitaí Sena, muerto a tiros por el comisario que estuvo antes de que yo entrara llegara al puesto. Y salí.
Cabalgué tres, cuatro horas hasta que el mediodía nos agarró bajo un algarrobo grande. Allí el Manchado se quedó mirando el horizonte, cabeceando y bufando, como si lo asaltaran presentimientos. Mastiqué algo de charque y me eché a dormir un rato. Sabía que llegaría al atardecer o a la noche, si no quería cansar al caballo
El Porteño era un tipo de cuidado aunque no le había hecho falta llegar al homicidio. Yo no lo conocía pero decían.que era astuto y peligroso. Reinicié la marcha bajo el temporal de sol hirviente. El suelo reseco y agrietado apenas si levantaba un polvito tras nuestro trote.
Dos horas después lo tenía maniatado al Porteño.
Primero vi el viboreo de un humito, me acerqué de a pie, descalzo, y lo vi de espaldas cocinando una comadreja. Disparé dos tiros: uno voló al bicho de la fogata y el otro dio en el tronco volteado donde, diez centímetros más arriba, tenía el traste sentado el bandido. Se meó del susto el hombre. Se entregó temblando. Le até las muñecas por delante y le puse un lazo flojo en torno al cuello. Y así empezamos a volver: el bandido a pie y yo a caballo.
Cayó la noche: un hervor negro bajo una luna rojiza. Al rato, el Porteño pidió descansar, las piernas no le daban más. La cañada en la que nos asentamos era poco profunda, sin maleza. Un puma jamás se llegaría hasta esa larga hondonada, estábamos lejos de la arboleda. Prendí un fuego titubeante para alumbrarnos, comimos charque y tomamos sorbos de agua. El Porteño prendió un cigarro paraguayo. Nunca fui de preguntar a los presos por qué hiciste esto o aquello. Es cosa de ellos y de los jueces. Así que hablamos de una concubina que tuvo en Lanús, hace años, y que la correntada de los delitos lo fue alejando y hoy la recordaba como una orilla perdida. Yo entendí rápido porque soy viudo. Es otra cosa, sí, pero creo que se siente igual. Las llamitas iluminaban la cara tajeada de cansancio del hombre. El tiraba piedritas al fuego y fumaba. El silencio, por momentos, se llenaba del ulular de los monos carayás, de gritos de animales secretos que guarda el monte por las noches.
Por qué andás con un 38 sin balas, le pregunté. Porque se me acabaron. ¿Hace cuánto? Qué se yo, hace meses. Lo miré a los ojos; tenía pestañas largas y parecían medio coloradas. Quemado por el sol, tenía la piel oscura y ahora rojiza por las llamas. Qué calor el Chaco, dijo y me clavó la mirada.
Bueno, vamos a seguir, chamigo, le dije. Y me fui parando: las piernas parecían de yeso y me dolían. Agarré el Winchester. Pero el Porteño quedó sentado, con una ramita en la boca. Alzó los ojos y me miró como miran los ciegos y me dijo: le voy a pedir comisario que me mate aquí nomás. Lo miré ladeando la cabeza.
Sabe comisario, estoy cansado, muy cansado. Hace muchísimo tiempo dejé de ser Antonio Godoy, el Antoñito de mi abuela, el Toño de mamá, el Antonio de mi viejo, el Nito de Estelita, la que fue mi mujer. También estoy harto de ser el Porteño, cansado de saber que volveré a la cárcel, que me cagaré a patadas con los negros de mierda del pabellón, que me van a verduguear los celadores y que si me muero de un dolor de riñón, en la enfermería del penal me van a dar un Geniol. Y lo peor de todo es que ya no me acuerdo de mí, de cuando fui abanderado en sexto grado de la escuela Soldado Baigorria, allá en el sur, donde Antonio Godoy jugaba en el potrero de la fábrica de bulones y soñaba con jugar en la primera de Lanús. Dele, se lo pido por Dios, comisario, rómpame la cabeza de un tiro. Prendió otro cigarrillo.
Caminé unos pasos. Regresé. Y volví a mirarlo, él tenía los ojos entrecerrados. No lloraba. Sólo esperaba. Caminé hasta el Manchado y saqué el facón que llevo al costado de la montura. Me acerqué y le dije. Párese, Godoy. Me miró. Párese, carajo. Mirando el facón, el Porteño se irguió. Estábamos frente a frente. Le pasé el facón y le dije: tajeame este brazo, aquí. Metéle, carajo, hacélo rápido. El dolor fue tremendo. Empecé a sangrar y le dije: empezá a correr para allá, lleváte el cuchillo… ¡Corré, la concha de la lora!
Los dos tiros se habrán escuchado hasta en Miraflores.
Miguel Ángel Molfino