Habíamos quedado en que esta vez iba a poder aparecer, que no iba a volver a pasar lo de siempre. Pero nada de eso ocurrió, porque todo fue igual que antes, o quizás peor. Digo esto por lo del auto que apareció de golpe justo al lado de donde estaba el fotógrafo y que me llevó puesto, pero bueh… son cosas que pasan.
Recapitulemos un poco. La primera vez que me puse firme y reclamé un poco más de presencia fue cuando alguien tiró la idea de la foto esa llena de gente, la de la multitud formada como para decir whisky y cantar el feliz cumpleaños, sí, esa… la de los trajes, las figuras de cartón, la cara de serios y todo eso que –me lo van a decir a mí- nadie se tragaba realmente. Pero como siempre me decían vos quedate piola que ya uno de estos días vas a tener el lugar central que te corresponde, yo los dejaba hacer. Además, ¿cómo podrían dejarme de lado si yo era realmente el que les tiraba las ideas para cada una de las cosas que iban haciendo? Y entonces esperaba pacientemente, pero sin resignarme al anonimato que venía padeciendo desde aquella primera tapa de la escalera, cuando la excusa fue la altura –mi altura- y la consecuente imposibilidad de asomarme y mirar hacia la lente como hacían ellos.
Y así llegaron las demás imágenes –muy oscuro todo, no te vas a ver, dijeron acerca de una; van sólo nuestros rostros, de otra-, y siempre era lo mismo. Por eso fue que cuando surgió lo de hacer aquello con la multitud de caras y caretas yo me dije que ahora sí, que al fin iba a poder reclamar el lugar que me merecía. ¿La verdad? Ni ganas de recordarlo de nuevo. Que primero agregamos más figuras a un costado, que después el tambor ese con el fileteado y el nombre, y luego las plantas y qué se yo que más, si para cuando yo ya estaba listo y se veía venir el flash alguien no tuvo mejor idea que la de poner el busto ese adelante que me tapó completamente sin darme tiempo a decir ni mú. Bah, ni guau.
Así quedamos, les dije entonces, y me rajé, que otro les ladre las ideas, ya van a venir a buscarme cuando no se les caiga ni una partida al medio. Y así nomás me volví al campo, hueso en boca, pensando que si bien era muy lindo estar en el grupo, eso de permanecer oculto detrás de la fama ajena ya me tenía cansado y sin ánimo de dar más. Pero todo eso cambió ayer por la tarde, cuando uno de ellos me llamó y me contó acerca de los planes del disco nuevo y que la idea de todos era que esta vez yo apareciera en la tapa –al fin- junto a ellos cuatro.
Y bien, entonces regresé y me dispuse –con la cola en modo movimiento veloz- a sumarme al proyecto. De tantas ganas que tenía, y debido a la felicidad del reencuentro con mis amigos de siempre, ni noté que una vez más me habían relegado al último lugar de la fila, pero eso ya era lo de menos. Y fue así que cuando todo estuvo listo me dispuse a cruzar una vez más esa calle que tantas veces había recorrido persiguiendo autos, sólo que ahora –lo sabía- sería al fin inmortalizado en una fotografía que pronto daría la vuelta al mundo.
Y entonces fuimos saliendo, primero John, luego Ringo, Paul y más atrás George. Detrás de todos venía yo, claro, tan ansioso mientras esperaba escuchar el clic del obturador que ni llegué a ver el auto, y mucho menos percibí la frenada, apenas el golpe y luego -tras un flash del tipo se puede ver mi casa desde aquí-, la caída final justo encima del cruce peatonal de Abbey Road. Y aquí -¿dónde es aquí?- estamos. ¿Alguien sabe si salí bien en la foto? ¿Ya soy famoso?
Jorge Pittaluga