Estaba a punto de tener un ataque de pánico. Lo supe cuando por la espalda sentí un sudor helado y los latidos de mi corazón fueron tapando la voz del conductor de la radio. Aspiré mi frasquito de lavanda y miré a mi alrededor, en un intento por reflotar los argumentos darwinianos con los que la gente me cuestiona semejante tara cada vez que intento manejar por la autopista: Octogenaria yendo a 40 km pegada al volante, rubia sacándose selfies desde una Suv blanca, pelado bostezando mientras conduce aquel camión interminable. Todos como si nada mientras se me nubla la vista y me tiemblan las manos. De nada sirve imaginarme adentro de una campana, ni visualizar una llama violeta, ni que baje por completo la ventanilla y de bocanadas de aire. Cada vez que tomo la autopista y quedo entre todos esos autos, es tal el miedo que termino buscando la derecha a los volantazos, la busco a pesar de las bocinas y en la desesperación acciono el limpiaparabrisas y las luces de giro para uno y otro lado.
Recién en la colectora, el cuerpo me vuelve al alma. Me persigno ante la cruz de neón de una farmacia y le recrimino a Dios que una vez más me haya abandonado. Pero lo vamos a saber solo vos y yo; al resto de los mortales vamos a decirles que la prueba ha sido superada. Niños muriendo de hambre, guerras, refugiados, incendios forestales y yo temblando en mi cuatro por cuatro porque no tengo el coraje para entrar a la Panamericana. Me odio tanto que doy unos golpes al volante. Al final papá tenía razón y soy una inútil, una buena para nada. Aunque ya me sienta a salvo y parezca que voy paseando, trago amargo al recordar el rosario de agravios de mi padre. De noche, de día, en casa, en cada salida al mundo exterior, su violencia siempre estaba latente y se disparaba ante el hecho más insignificante. Recuerdo la tensión, recuerdo el aire irrespirable, recuerdo mi cara deforme de lágrimas, la de mi hermana, la de mi madre, recuerdo los perdones que no teníamos por qué pedir, pero que jamás le cuestionamos, recuerdo la sensación de impotencia porque la escena se repetiría al día siguiente, aunque hiciéramos lo imposible para que no escalara. Me pregunto qué habrá sido de la mujer que se trepó sobre el capó de nuestro auto y lo increpó y desafió porque lo escuchó insultar a mi madre. Mamá había osado encender la radio mientras él conducía y la música lo desconcentraba. ¿Se imaginará esa mujer que la sigo recordando? Regresaremos a casa y por treinta años nadie volverá a trepar sobre el capó de nuestro auto y, aunque intentaremos tener todo bajo control, siempre habrá algo por lo que mi padre estalla; una bombita quemada, no vayan a interrumpirlo mientras habla, el arroz está pasado…
Una noche me rebelé y grité maltrato, pero mi cuerpo me abandonó a último momento y me fui haciendo cada vez más ínfima. La sombra de papá, en cambio, se fue agrandando. Si hubiera estado en una autopista habría dado un volantazo, pero no. Tenía 12 años y para mí no había salida de esa casa. Por más tiempo que haya pasado, por más muerto que esté mi padre, cada vez que me siento atrapada en alguna situación, incluso la más banal e infundada, el pánico se dispara. Y cada vez que intento superarla, una voz muy parecida a la mía me recuerda que no voy a lograrlo porque soy una inútil y una buena para nada. Me consuela en cierto modo haber encontrado una explicación a este miedo que me paraliza y a la vez me conmueven sus estragos. Años pidiendo pasillo en cines y teatros, años nadando en el mar únicamente a lo ancho de la playa, años conservando la derecha en el trafico, años escuchando a la gente decir entre risas que soy “un personaje”. Aunque trate de anticiparme, aunque intente burlarlo, el pánico está alojado en mi piel, que es el órgano más extenso e indescifrable. Soy una hoja en blanco y, hecha un bollo, es de la única manera que me siento a salvo. Por más veces que me lo proponga, no logro salir de ese itinerario. Quisiera bajar la ventanilla y gritarle al mundo entero que no estoy loca, que es todo parte del daño atávico, pero me quedo callada. Miro a través del espejo retrovisor y me descubro ahí sentada. Pasó una eternidad, pero acá estamos, en un auto en el que por fin hay música y se canta. Me siento Thelma y un poco Louise no bien acelero y un vientito fresco me pega en la cara. Hablaría con mi niña interior, le diría que estamos a salvo, pero el sobrepaso de un Audi me borra la sonrisa al descubrirme nuevamente en la mano rápida de la Panamericana. El corazón me late en la boca, en los pies, en las manos. Y me cuesta respirar, como si de pronto la cabina se hubiera despresurizado.
Cuando ya temo lo peor, un concierto de frenadas me libra del fatal desenlace. Observo incrédula todos esos autos accionando las balizas hasta detener del todo la marcha. De a poco la sangre vuelve a bombear por las partes del cuerpo que unos segundos atrás se me desconectaban, como si ya hubiera chocado y me desintegrara en mil pedazos. Contemplo las caras de fastidio de los conductores embotellados. Debo ser la única feliz de no fluir en el tránsito. Suspiro aliviada hasta que de la nada un tipo de barba cae como un meteorito sobre el capó de mi auto. Alucinada, lo observo saltar sobre otro capó y perderse entre los autos. A los pocos segundos, reaparece con un perro que tiembla entre sus brazos, llenos de tatuajes. No deja de hablarle al oído y de acariciarlo. Lo ubica en el asiento del acompañante de una Ford F100 roja, haciendo caso omiso a los insultos y bocinazos que desencadenó su gesto.
Concluido el rescate, todos en la autopista volvemos a ponernos en marcha. Acciono el guiño y me voy corriendo a la derecha, no puedo evitarlo. Un sol inmenso aparece entre unas nubes naranjas. Respiro hondo; tanto que el aroma de mi frasquito de aceite de lavanda se mezcla con ráfagas de un basural, que acecha desde alguna parte.