Kimono

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No sé si estoy en mi momento más prolífico. No es que no escribo, de hecho lo hago casi a diario, pero me pasa algo un tanto novedoso en mí: abro historias, las desarrollo pero no las termino. Tengo no menos de quince cuentos, posibles novelas, postales, alguna que otra poesía, pero todo en ese estado de flotación imprecisa. No se sabe si la marea los empujará para un lado o para el otro, si algún viento los conducirá a tierra, o si una ola los hundirá en el olvido.

 Así estaba hoy, escribiendo por escribir, cuando el portero me avisó que me habían dejado algo en recepción. Supuse que era un libro que me mandaba una editorial y como lo esperaba con ansias, fui a buscarlo. Pero no, no era un libro, ni tampoco una factura de luz o un currículum, que son las cosas que suelen llegar a esta oficina. Lo que me dio el portero fue una bolsa naranja con lunares negros, de plástico. Estaba abierta y como soy curioso enseguida miré para adentro.

-¿Quién te dejó esto?- le pregunté. No sabía, un tipo, no lo había mirado bien.

 El vistazo me había bastado. Yo sí sabía qué era eso. No precisaba ni abrirlo. Me alcanzó un golpe de ojo y el aroma que subía de la bolsa y que se metía cada vez más en la nariz. Es el mismo que siento ahora mientras escribo esto, que vaya a saber si lo termino porque estoy en una época en la que me tiro al río pero apenas si floto.

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Son las ocho de la noche, es sábado y tenés franco. Y cuando es sábado, tenés franco y suenan las ocho de la noche, vos siempre hacés lo mismo. Primero vas a la cocina y te traes una hielera con algunos cubitos. Con cuidado, lo apoyás en una mesita baja, al lado de tu sillón. Es de metal la hielera, a mí me gusta mirar cómo transpira gotitas que brillan a la luz de la lámpara de pie que está arriba de la mesita y de tu sillón preferido. También me gusta la pinza, a veces me la robo un rato para ponerle hielo a mi Coca y juego a ser vos. Después vas al bar, el bargueño le decís vos, yo creo que nunca voy a escuchar de nuevo esa palabra, abrís un whisky importado que seguro debe haber salido caro y te servís, en un vaso rechoncho, un par de dedos de ese líquido al que también le queda linda la luz de la lámpara de pie que está arriba de la mesita y de tu sillón preferido.

 Ahora parece que te vas a sentar, pero no. Parás frente al mueble marrón bien oscuro en el que tenemos el equipo de música. Como son las ocho, es sábado y tenés franco, hoy pasás de largo a Troilo, a Demare, al Polaco y vas derecho a las cajas esas que a veces abro de puro curioso y que tienen adentro varios discos juntos. Yo sé que esa otra música, que ahí rara vez alguien canta, que son canciones largas, con unos silencios que me ponen ansioso. Elegís una, la abrís, sacas uno de los long play. De uno de los cajones del mueble sacás una franela y se la pasás, sos meticuloso, vas desde adentro hacia afuera en círculos, lo hacés despacio, en un movimiento estético. Yo no hago eso con mi disco de Meteoro, una vez me dijiste que si no lo limpiaba se me iba a rayar.  Después lo mirás y cuando te das por satisfecho, lo apoyás en la bandeja del Audinac que nos regaló el primo Alejandro, que hizo guita y no sabemos muy bien cómo pero bueno, nos regaló un Audinac que suena bárbaro con esos dos parlantes grandotes. El Winco no sé adónde fue a parar, faltan años para que se transforme en vintage, quizás haya quedado en algún armario esperando porque alguien, alguna vez, lo compre en un mercado de pulgas.

Empieza a sonar la música. De reojo me fijo en la tapa de la caja que quedó abierta, dice Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Lo que viene ahora es toda una secuencia que me gusta mucho, algo me dice que me la voy a acordar para siempre, porque las cosas que nos gustan mucho suelen quedarse en alguna cajita ahí adentro de la cabeza, como los goles de Bertoni. En la mesa que está abajo de la lámpara de pié, esa que está al lado de tu sillón preferido, hay una caja de cartón duro, recubierta con papel amarillo, La tapa se abre para arriba y dice Partagás. Yo la miro muchas veces y la abro seguido, esa caja me fascina. Me gusta mucho el aroma de los puros que tiene adentro, algo me dice que de ese perfume no me voy a olvidar porque yo tengo varias cajitas en la cabeza para las cosas que me gustan mucho, como los pases del Bocha. La abro cuando no estás pero no me parece que sea porque lo tenga prohibido, me parece que la abro cuando no estás porque es una forma de que estés. Y vos estás poco. Esa noche porque es sábado, porque son las ocho, porque el vaso rechoncho ya te espera y porque Vivaldi alegra el living, abrís la caja y sacás un habano largo, grueso. Lo apoyás arriba de tu bigote, lo husmeás, se te dibuja una sonrisa. Con la otra mano hacés aparecer de la caja un aparatito que me da un poco de miedo, uno que corta y eso es lo que hacés, le cortás un pedazo al puro, como si fuera el pito de mi amigo Josi, que le cortaron un pedazo cuando nació. Después lo chupás, te lo metés en la boca y lo chupás hasta humedecerlo bien y con un encendedor que te regaló un amigo, uno cuadrado y pesado al que una vez le cambiamos la piedra en el kiosko de la vuelta, le das fuego. Aspirás varias veces, soltás el humo por el costado, parecés una locomotora. Ahora es otro aroma el que llena todo, el del tabaco quemado. No me molesta, el de tus Parisiennes sí porque es amargo pero este es dulzón, este me gusta.

Hay un detalle que no cuento porque no me parece que resalte demasiado, pero si lo pienso mejor es extraño: hablo de como estás vestido. Vos, que vivís de traje, los sábados de franco, a eso de las ocho, elegís a Vivaldi, te servís el whisky, encendés el tabaco de hoja de nombre lleno de aes y, vaya a saber por qué, te ponés encima de la camisa un kimono, una especie de bata que te cubre hasta las rodillas. Es negro, con dibujos japoneses bordados en rojo. Alguna vez me mostraste que dice Made In Hong Kong porque de allí te lo trajo un amigo y después buscamos la isla juntos en el mapamundi. A mí lo que más me gusta de ese kimono es que brilla. Los sábados de franco, a eso de las ocho, todo en vos brilla. El vaso, el habano, el disco, el kimono, la pelada. Brillás cuando te sentás y dejás que el tiempo pase, que la púa llegue adonde no hay surcos, que la brasa alcance la vitola, que el hielo se derrita en el alcohol, que la noche de Lomas se consuma y se apague. Cerrame el ventanal.

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Entro a la oficina, apoyo la bolsa naranja en la mesa, más bien la doy vuelta y del interior salen dos cosas. Una es un folio. Adentro tiene una hoja, está un poco arrugada y enseguida me doy cuenta de algo: está escrita a máquina. ¿Cómo puede ser? ¿Quién escribe a máquina en el dos mil dieciocho?

 “Hola Pancho. Sí, para mí sos Pancho, aunque el libro dijera Luciano Olivera. Lo compré y lo devoré rápidamente. Acuerdo en un 90% de tus recuerdos, los lindos y los no tanto. Recuerdo los sábados en el Parque Lezama, la casa de tu tía, Lomas de Zamora, la redacción del diario, el quiosco de Lavalle, el departamento de Entre Ríos… El motivo de estas líneas es para responder, si puedo, algunas de tus preguntas.

 “La tía Estela estaba acompañada el día del adiós al tío Rodolfo, fui con ella hasta el taxi para ir a tu casa y me pidió textual: no gracias, quiero yo solita darle la noticia a mis hijos”.

 “En cuanto al tío Rodolfo, un gentleman, caballero en las buenas y en las malas, siempre te hacía sentir bien. Hola, pasá querido, como andás, estás en tu casa… Un señor, hasta en el día de su partida, te lo digo yo, que fui testigo de su último suspiro. Bueno era esto nada más, un abrazo. PD: Te dejo algo que nunca pude usar, no sé bien por qué, lo usaba tu papá en tu casa y Estela, en una muestra de afecto, me lo dio. Te pertenece. Abrazo”.

Busco la firma en la hoja, no la reconozco. Leo la aclaración, es un Viña, es pariente de mamá, pero ¿cuál? No lo recuerdo. No recuerdo y creo que no conozco a un tipo que estuvo con mi padre cuando murió. Pero claro que debo conocerlo y lo tendré negado, quizás por eso, porque estuvo en ese momento que escondí en mi memoria,  allá, bien atrás de todo.

La carta no está sola. Lo que la acompaña, lo que abultaba la bolsa, lo que el mensajero recibió de manos de mamá y que nunca se animó a usar, es el kimono. Lo saco, lo abro. Está arrugado, pero si no fuera por eso, parece nuevo. Es negro y rojo. Brilla como brillaba todo esas noches de sábado. Tiene la etiqueta de Hong Kong. Meto la mano en los bolsillos, en uno está el lazo para atarlo a la cintura, en el otro un botón que se le ha salido y un papelito muy chiquito. Lo abro con cuidado, es una tira, una vitola. Dice Partagás. Es ahí, en ese momento, cuando tomo aire y siento que toda mi oficina tiene ahora el aroma de aquellas noches de sábado, de Vivaldi, de habanos, de whisky, de vida.

 Mi padre murió como un caballero. No sé qué querrá decir, no sé cómo se puede ser caballero en una sala de terapia intensiva, pero me hace tan bien leerlo en esa carta. La miro una vez más. También miro el kimono, que volvió a mí una tarde de junio, tan junio como cuando papá se murió como un caballero, pero treinta y seis años después. Saco un whisky que tengo para cuando me quiero hacer el escritor, elijo un habano de esos que fumo rara vez pero que son ricos y dejo que salga una lágrima de aquellas que no lloré. Me pongo el kimono. No me llega hasta la rodilla, es más corto de lo que recordaba. Así es la vida.

Luciano Olivera
Luciano Olivera
(Buenos Aires, 1968). Es productor, guionista y director audiovisual. Creó y desarrolló formatos que le valieron premios nacionales e internacionales. Dirigió Canal 7 y UBA TV, ejerció el periodismo, es docente de talleres de escritura y está al frente de su propia empresa de contenidos. Publicó “Aspirinas y caramelos” (Aurelia Rivera-Tusquets) y “Largavistas” (Tusquets). Este cuento pertenece a “No le llames amor a cualquier cosa”, su tercer libro.

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