Estaba a punto de cerrar mi casilla de correo electrónico, cuando entró el mail de Sandra Pérez. Tenía un archivo adjunto: un libro de trescientas páginas, titulado La señora de Landaburu, trola y cocainómana.
No tardé en comprobar que no conozco a ninguna Sandra Pérez. Busqué entre mis amigos de Facebook (entre ellos hay personas que he aceptado sólo por cortesía, pero que son absolutos desconocidos). Supuse, antes de claudicar ante la tentación de leer ese libro, que Sandra se había equivocado de destinatario. Quizá haya querido enviárselo a otro Javier Rodríguez, a uno que también usa jrodriguez como dirección de correo. A uno que tiene una dirección en otro correo que no es Gmail. Porque, supuse, Sandra había enviado un libro a mi casilla de correo por error. Había escrito Gmail en vez de Yahoo o Hotmail. En el texto del correo, sólo decía Javi, espero tu comentario. Ahí te envío la novela. Beso, Sandra.
Intenté descubrir quiénes eran Sandra Pérez y Javier Rodríguez: recurrí a Facebook y Google. Nunca imaginé que habría tantas personas que se llamaran igual que yo. También constaté que hay muchas Sandra Pérez. Pero no hallé ninguna pista sobre esta escritora y este supuesto editor o coordinador de taller literario.
En las primeras páginas de la novela, María Eugenia Landaburu describe con quién, en qué circunstancias y dónde tomó cocaína por primera vez. La explicación del segundo adjetivo del título refiere a un momento distinto a su primera vez frente a la raya blanca. Muy posterior, en otras circunstancias, en diferente lugar y con otra persona. La novela, en síntesis, trataba de cómo su protagonista se transformaba de ama de casa (esposa fiel y solícita; madre aplicada y ejemplar) en una libidinosa cocainómana. La misma tarde que recibí el mail de Sandra Pérez, leí las primeras cincuenta páginas de la novela. Admito que cuando volví a casa, no pude evitar comparar a mi mujer con la primera María Eugenia Landaburu.
No volví a pensar en eso hasta que, al día siguiente, tras retomar la lectura del libro, llegué al siguiente párrafo: “Sabía que si tomaba dos rayas iba a sentir deseos de chupársela al verdulero. Lo sabía. Entonces fui al placard, abrí el cajón de las bombachas, saqué una bolsa, desparramé un poco sobre el vidrio de la cómoda y armé dos rayas con la tarjeta de crédito. Enrollé un volante de una agencia de viajes que mi marido había dejado en su mesa de luz y aspiré las dos rayas seguidas. Un rato después estaba arrodillada, en el baño de la verdulería. No sé por qué hago estas cosas que me producen tanta culpa…”
El simple hecho de asociar a la señora Landaburu con mi esposa me provocó preocupación. No tenía ninguna prueba para relacionarlas; jamás había sospechado, antes de leer el libro de Sandra Pérez, de que mi mujer consumiera cocaína. Y aunque me ruboriza un poco admitirlo, tampoco he pensado en la posibilidad de que me fuera infiel.
Suspendí la lectura. Estuve dos días evitando ingresar a esa carpeta que había creado para guardar la novela. Iba a borrarla, pero no pude.
Al tercer día, retomé la historia de la señora Landaburu: “Las sospechas que comenzó a sentir mi marido me instaron a ser precavida; debí restringir mis visitas al verdulero (los encuentros con el kinesiólogo y el remisero eran mucho más esporádicos) y opté por la pornografía. Ya he contado la excitación que me produce inhalar cocaína. Inhalo una raya y ya estoy para tocarme. Así que, en esta etapa de precaución, esperaba a que todos se fueran de casa, armaba tres o cuatro rayas sobre la cómoda y empezaba. Buscaba videos bien bizarros y me masturbaba sin parar. Dos o tres horas seguidas”.
El mismo día que le escribí un mail a Sandra Pérez, esperé a que mi mujer saliera para revisar uno por uno sus cajones. Revolví todo y hasta acerqué la vista al vidrio de la cómoda. No encontré absolutamente nada. Volví a guardar las bombachas, medias y remeras en los cajones de donde las había sacado.
En el asunto del mail escribí: Devolución del mail enviado por error. En el cuerpo del mensaje me tomé el atrevimiento de aconsejarle ser más cuidadosa al momento de enviar material confidencial. Es indiscutible que mandé ese mail con la esperanza de recibir una respuesta (cuanto más rápida, mejor) que no dejara dudas de que Sandra se había equivocado al enviarme el correo. Esperaba que la contestación de esa desconocida desalentara cualquier vinculación entre María Eugenia Landaburu y mi mujer.
Al episodio de la búsqueda de cocaína entre la ropa interior de mi mujer, debo agregar algunas acciones no menos vergonzosas. En todo este tiempo he visitado las verdulerías del barrio, con la lapidaria y única conclusión que todas tienen un baño y, por lo menos, un verdulero. He desviado, también, varias conversaciones con mi esposa hasta hacer posible la pregunta de si había ido en taxi o en remís. Después de una cena en la que no estaban los chicos, llegué a preguntarle si seguía yendo al kinesiólogo. En ninguno de esos episodios percibí que mi mujer reconociera o sospechara el motivo de mis preguntas. Respondía que se había tomado un taxi o un remís con total normalidad. Como también me contestó que hacía cinco años que no iba al kinesiólogo.
Era evidente que había sido víctima de un ataque de inseguridad o de falta de confianza en la buena salud de mi matrimonio. Me sentí ridículo y hasta me encontré a punto de contarle toda la historia, desde la recepción del mail, a mi mujer. Aunque también sentí un gran alivio al ir desechando cada una de las dudas que me había generado la lectura de la novela.
Puedo decir que había dejado atrás toda zozobra provocada por la historia de María Eugenia Landaburu. Pero hoy a la mañana, ni bien abrí mi casilla de correo electrónico, encontré un mail de Sandra Pérez. En el asunto sólo decía No te la mandé por error.