Nací y viví siempre en Bahía Blanca. Hasta que mis padres lograron independizarse económicamente, lo que sucedió cuando yo tenía aproximadamente tres años, compartí con ellos una pequeña habitación en la casa de mi abuelo paterno. Era un personaje extraño mi abuelo. Le gustaba la bebida y abusaba de la ginebra. Con bastante frecuencia regresaba borracho a su casa, a veces por sus propios medios y otras acompañado por algún compañero de copas un poco menos bebido que él, una especie de lazarillo de los mamados. Frecuentaba el bar El Perico, donde, además de chupar, pasaba horas jugando al ajedrez. Dicen que era bueno en eso y fueron memorables sus partidas con Martínez Estrada que, además de enfrentarlo en el gastado tablero, compartió con mi abuelo una larga amistad. Además de la ginebra y el ajedrez era un apasionado de la Historia Argentina. Recuerdo su biblioteca, los estantes repletos de libros, el sobrio escritorio de roble, la mesa donde descansaban los escaques y las piezas de un ajedrez que, según mi abuelo, habían pertenecido a Juan Manuel de Rosas. Desde que cumplí nueve años y hasta los quince, cuando mi abuelo falleció, lo visitaba todos los sábados. Eran cuatro o cinco horas mágicas. Me dejaba hojear sus libros y jugábamos al ajedrez, partidas que duraban unos pocos minutos y que yo siempre perdía. En cierta manera me alegraba que no me dejara ganar, era una forma de sentirme tratado como un adulto. Lo que más disfrutaba de esas visitas era escuchar sus historias… anécdotas, relatos de viajes, peleas de cuchilleros. No sé cuánto de lo que me contaba era cierto o producto de su imaginación. Decía que era amigo de Borges y de Macedonio Fernández. La historia que voy a narrarles, según mi abuelo, se la había contado Macedonio. Todavía conservo, como un tesoro, el cuaderno de tapas azules, testimonio verdadero o apócrifo de la misma.
El protagonista se llamaba Elpidio y vivía en un viejo departamento ubicado en el barrio porteño de Balvanera que, junto con una suma de dinero que le permitía vivir sin trabajar, había heredado de sus padres. El tal Elpidio, según Macedonio le contó a mi abuelo y éste a mí, sufría de antropofobia. Sólo recibía la visita de una vecina, a la que veía apenas unos minutos, una vez al mes, para entregarle un sobre con dinero, con la única finalidad de que la mencionada señora dejara, todas las mañanas, en la puerta de su departamento, alimentos y otros enseres necesarios para la subsistencia diaria. Como quedó registrado en el cuaderno de tapas azules el único interés de Elpidio era el juego de ajedrez. Pasaba los días estudiando aperturas, anotando variantes novedosas, dibujando tableros e inventando problemas de compleja solución. Su mayor anhelo era jugar una partida real, pero su fobia era mayor que su deseo y le impedía relacionarse con otra persona. La sola idea le producía ataques de pánico. Un día, el 8 de mayo de 1925, fecha en la que inició la redacción de su diario, al que tituló REGISTRO DE MIS PARTIDAS, incorporado desde entonces a su cuaderno, Elpidio tuvo la genial idea de jugar contra sí mismo. Ubicó entonces el tablero, una silla frente a las piezas blancas y otra frente a las negras. Alternativamente, después de cada movimiento, cambiaba de silla y meditaba sobre la respuesta a la jugada del Otro, porque así denominó a su hipotético rival: el Otro
El cuaderno registra detalladamente las miles de partidas, una por día, jugadas durante cuatro años. Todas finalizaron en tablas, con excepción de la última, fechada el 10 de junio de 1929, en la que Elpidio, jugando con blancas, cometió un error infantil, indigno hasta de un principiante, y el Otro le dio mate en cinco jugadas.
Según el relato, después de un par de días en los que Elpidio no recogió las bolsas con los alimentos y tampoco respondió a los insistentes llamados de su vecina, ésta, sumamente preocupada, recurrió al portero del edificio para acceder al departamento de nuestro protagonista. Lo encontraron tirado en el piso, con un revolver junto a su mano derecha y un orificio en la sien.
Las últimas palabras escritas en el cuaderno de tapas azules decían textualmente: “Esto ya carece de sentido. No puedo comprender cómo pude cometer semejante torpeza. Sin embargo, lo peor, lo realmente insoportable, es tener que convivir con la sonrisa burlona del Otro y su pertinaz negativa a darme una revancha”.
“Lo más curioso -dijo mi abuelo que le dijo Macedonio -es que nunca sabremos si fue un suicidio o un asesinato”.