Incendio

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No hay salida. Todo se desmorona, y no hay ningún lugar al que ir, no hay salvación posible, sólo este olor a carne quemada y los gritos y las súplicas de quienes ante lo inevitable aún esperan poder hacer algo. Yo, en cambio, no lo vivo como una tragedia. La certeza de lo irreversible me tranquiliza, ya no hay decisiones que tomar. El humo me hace toser, ya no siento los olores pero aunque me lagrimean los ojos todavía veo, y decido sacar una silla al balcón y quedarme ahí, mirando cómo todo se desmorona sin que nadie pueda evitarlo.

Alguien salta desde su balcón hacia el piso, no quiero ver pero miro, lo miro caer desde esta altura y por un momento es como si flotara, como si de verdad lo hubiera logrado y el tiempo estuviera detenido en ese salto al vacío pero no, no se detiene y el peso de su cabeza lo fuerza hacia abajo, la gravedad le gana la batalla y veo cómo estalla esa cabeza redonda contra el suelo como si fuera un globo cargado de agua colorada.

Si estuviera mamá conmigo, me diría que tenga fe. Que he sido una buena mujer y que me espera el paraíso. Pero mamá no está y la verdad es que no sé si he sido una buena mujer.

Fui una buena niña, eso es seguro. Una buena niña porque no hablaba mucho y porque cumplía las normas. La escuela te enseña eso, ser una buena chica es copiar la tarea, no hablar demasiado y no molestar a la maestra. Ni a tus papás, que ya bastante tienen con sus dramas. Ni a tus hermanos que no tienen ganas de aguantar tus chiquilinadas. Así que sí, sumé puntos para ir al cielo en esa época. También rezaba, entonces. Le pedía favores a Dios a cambio de agregar una oración nueva por las noches.

Empecé con un Padre Nuestro. Un día le pedí por favor a Dios que la maestra me cambiara de lugar, para no tener que sentarme en el mismo banco que el nene que me pinchaba con el punzón por debajo de la mesa, y prometí agregar un Ave María cada noche a cambio de ese favor. Funcionó. Al otro día la maestra hizo cambio de lugares y me tocó con un nene chiquito y feo que hacía todos los deberes y no me dirigía la palabra. Me sentí tan agradecida que sumé dos Ave María a mi rezo nocturno. Me gustó tener el favor de Dios y pedí varias cosas más, que me fueron concedidas. Al final, me animé a pedir lo único que de verdad quería. “Diosito, por favor, que papá se vaya de casa. Que no vuelva más. Si hacés eso, te prometo rezar todas las noches cuatro Padre Nuestro y cuatro Ave María. Y voy a ser una nena buena y voy a acompañar a mi mamá a misa todos los domingos”.

Alguien grita del otro lado de la puerta del departamento, grita e implora pidiendo ayuda. Que duele, que alguien haga algo para que pare. Lo escucho, pero no me muevo.

No puedo hacer que pare, no puedo hacer nada, si yo misma siento cómo el calor que me rodea está cada vez más cerca y oigo crujir toda mi seguridad cediendo ante las llamas.

Pero no me preocupo. La imposibilidad es lo único que nos libera de la culpa.

Cumplí mi promesa hasta mucho tiempo después de que se fuera el hijo de puta.

Recé ocho oraciones diarias todas las noches durante años, porque tenía miedo de que, si dejaba de rezar, Dios lo iba a hacer volver. No lo hizo. Pero no le pedí que cuidara a mamá y un día se la llevó. Demasiado pronto. Creo que fue entonces cuando aprendí dos de las lecciones más importantes de mi vida: que siempre hay que ponerle fecha de caducidad a las promesas y que Dios parece buen tipo pero hay que leer muy bien la letra chica.

No sabría decir si fui buena después de la muerte de mamá. Hice muchas cosas que la Biblia dice que no se pueden hacer, como robar, cometer actos impuros, mentir y tomar el nombre de Dios en vano. He dañado sin querer hacerlo, pero sabiendo que podía evitarlo.

Pero también ayudé sin pedir nada a cambio y amé con entusiasmo. Quizá sea suficiente para ganarse un pase libre a la vida después de la muerte. Sofía dice que en el paraíso no nos encontramos con las personas que murieron sino con la idea que tenemos de esas personas. Porque cada paraíso es personal y está hecho a la medida de nuestros más profundos anhelos, entonces las personas que nos acompañarán en la vida eterna sólo serán una ilusión, la versión de ellas que nos inventamos para poder amarlas. Si tiene razón, solo dos personas que se hayan amado genuinamente podrían coincidir en el paraíso. Lo cual me parece un tanto injusto y confirma mis sospechas sobre Dios.

Me pregunto si lo veré a Nico allá. Los años que estuve con él, creo que me porté bastante bien. Cumplí el papel de señora, creí que después de todo, podía ser eso. Lo quise mucho, porque me amó aun estando rota. Pero no sé si alguna vez llegué a amarlo de verdad. Lo quise con un cariño genuino aunque a veces forzado, y me dediqué a él, dejé los malos hábitos, aprendí a cocinarle pastel de papa. Pensándolo ahora, con las llamas golpeando la puerta de casa, siento que quizá la felicidad era eso. Cenar pastel de papa y dormir abrazada a alguien. Pero lo perdí también. Nada en mi vida estuvo destinado a durar, se ve. Ya no importa.

Las llamas me rodean. Siento el calor acercándose a mi piel y casi no puedo ver, el viento del balcón ya no puede con tanto humo y el calor, no sé hace cuánto estoy sudando pero ahora lo siento cerca de verdad, me acecha por la espalda y me encierra, pero no tengo miedo, quizá por primera vez en mi vida no tengo miedo. Así que miro para adelante y espero.

Una vez, antes de Nico, estábamos con Sofía en el cuartito en el que yo vivía, borrachas y drogadas como siempre. Imposible recordar de qué hablábamos porque por aquella época no hacíamos más que hablar pavadas e intentar explicar todo lo que no tiene explicación. También nos reíamos mucho de nosotras mismas y sí recuerdo que ese día nos moríamos especialmente de risa y ella me dijo algo, lo recuerdo ahora. Me preguntó “imaginate que cuando te morís, estás condenada a pasar el resto de la eternidad haciendo lo mismo que estabas haciendo cuando moriste. ¿Qué te gustaría estar haciendo?”. No sé qué le contesté. Supongo que habré dicho algo así como que quería morirme bailando. Pero ahora me rodean las llamas y pienso que podría quedarme para siempre así, sentada en el balcón, mirando a la muerte a la cara, pero sintiéndome en paz.


Rocío Belén Suárez

Rocío Belén Suárez
Rocío Belén Suárez
Es Lic. en Comunicación Social por la Universidad FASTA y estudiante avanzada de Especialización en Cs. Sociales y Humanidades con orientación en Comunicación por la Universidad de Quilmes. Escribe desde que tiene memoria. Trabajó en prensa y producción audiovisual, también como organizadora de festivales, y trabajó durante muchos años como periodista y contenidista web. Durante su carrera, participó en capacitaciones, eventos y proyectos productivos vinculados a la literatura. Actualmente dirige el sitio web Offside.ar.

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